Todo El móvil está contado con distancia e ironía, pero también con fe. En especial, el estilo se reconoce a menudo como un pastiche: no un remedo funcional (ni desde luego inocente) ni una parodia descarada, uno un estilo que finge (con transparencia) ser el de unos lenguajes convencionales que no pertenecen al autor. (No otra era la tesitura preferida de Jorge Luis Borges.) No falta en el desenlace la crítica de tal proceder, pero ella misma constituye a su vez un pastiche [1]. El caso es sin embargo que tras la distancia y la ironía ya del estilo hay, como digo, fe, una fe inmensa en las razones y esperanzas, de Álvaro.
Percibimos que Javier Cercas (cosecha 1986), por muchas cortinas de humo que interponga, cree como él en un primado de la literatura, en la literatura como una entidad de rara autosuficiencia. Por eso la juzga, verbigracia, «una amante excluyente» (Rubén Darío se mostraba más liberaclass="underline" «Abuelo, preciso es decíroslo: mi esposa es de mi tierra; mi querida, de París»), que demanda «meditación y estudio» y no puede abandonarse «en manos del aficionado». Por eso la imagina desbordando las fronteras de la realidad, imponiéndosele. Pues desengañémonos: si en un momento dado parece que las riendas se le escapan a Álvaro y los personajes se le desmandan, la rebelión está también en el libreto, es a la postre otro triunfo de la literatura.
Esas convicciones se encuentran sin duda en la trastienda de El móvil y fijan los términos de su excelencia como nouvelle. Porque El móvil es obra de una perfección pasmosa no y a para un mozo de veintipoquísimos años, sino para el escritor más hecho y derecho. La intriga, narrada con desembarazo y gracia, atrae y absorbe desde el arranque. La estructura funciona, cierto, como «una maquinaria de relojería». El Leitmotiv de la puerta entre el sueño y el suelo presta al conjunto unos elegantes lejos simbólicos. Ni un cabo queda por atar.
Si la palabra admirativa que se nos viene a los labios es «virtuosismo», probablemente demos en el clavo. Cuando menos es seguro que el relato responde expresamente a un desafío: «lo esencial -aunque también lo más arduo- es sugerir ese fenómeno osmótico a través del cual, de forma misteriosa, la redacción de la novela en la que se enfrasca el protagonista modifica de tal modo la vida de sus vecinos que éste, el autor de la novela -personaje de la novela de Álvaro-, resulta de algún modo responsable del crimen que ellos cometen». El problema se resuelve en El móvil con evidente maestría argumental. (Por las mismas fechas, si la memoria no me engaña, el joven Cercas había salido con bien de un reto análogo: la historia de un crimen en que el asesino tenía que ser el lector, cada lector que materialmente iba pasando las páginas del libro.) Pero el planteamiento en clave de thriller ¿no está apuntándonos que nos las habemos con un ejercicio de dedos? Un cuento policíaco no puede ser hoy sino un recurso fácil o un más difícil todavía, el intento de descollar por la novedad del asunto y la destreza de la técnica en una larguísima hilera de precedentes, manteniendo las estrictas reglas marcadas por ellos.
A la artificiosidad que el género nos destapa hemos de sumarle la aneja al de la literatura como tema medular. En su día, al publicarse el volumen originario, no me sorprendería que algún reseñador (no el pionero, J.M. Ripoll) tratara El móvil de «reflexión sobre la literatura» o «sobre los poderes la literatura». Que era como decir que entraba a competir en una palestra en que seguían frescas y provocadoras las palmas de tantos maestros del Novecientos, y sobre todo de Julio Cortázar. Pero insistamos en que el relato es efectivamente una pieza redonda, un logro notorio en las dos caras del empeño, policíaca y metaliteraria. Por ahí, todo lector, cronopio, fama o militar sin graduación, capta en seguida un desafío y ve a Cercas superarlo brillantemente.
Tal es quizá el límite de El móviclass="underline" proponerse y alcanzar dentro de esas líneas el objetivo de su propia eminencia. Nos apetecería equipararlo a las mejores partidas de ajedrez que Álvaro, tras asimilar la bibliografía, ensayar entre amigos, adiestrarse frente al ordenador, disputa al viejo Montero. Porque el alcance de una partida de ajedrez es sólo la misma partida de ajedrez.
Et pourtant… ¿No podríamos darle la vuelta a esas impresiones? La pasión literaria de Álvaro (etc.) se presenta inicialmente con palpable simpatía, pero pronto va desenmascarándonoslo como a un insensato dispuesto a llevar hasta el crimen a sus «modelos reales» («Voluntaria o involuntariamente, arrastrado por su fanatismo creador o por su mera inconsciencia», «él era el verdadero culpable de la muerte del viejo Montero») simplemente para terminar un libro. [2] El desarrollo de los hechos ¿prueba o impugna la omnipotencia que Álvaro atribuye a la literatura? ¿Los personajes se le rebelan o, en última instancia, repito, la rebelión está de veras en el libreto? Nos consta que Álvaro es menos un personaje que un exemplum, la idolatría por la literatura, pero es además una caricatura del novelista decimonónico? El ideal realista ¿está negado por la práctica metaliteraria? ¿Quién descubre, construye, da sentido a quién, la narración a la realidad o viceversa?
Javier Cercas (dejémonos de pamplinas: no «Álvaro», ni «Álvaro (etc.)», sino Javier Cercas; en el peor de los casos, siempre nos queda el escape de justificarlo como una alegoría de Álvaro), Javier Cercas, digo, se cura en salud alegando al final que Álvaro «comprendió que con el material de la novela que había escrito podía construir su parodia y su refutación». La verdad es que juega con todas las cartas y no sabe a cuál quedarse. Los ardides de tahúr con que las maneja en El móvil revelan un aplomo admirable. Pero barrunto que acabará sacándole mejor partido a la incapacidad de decidir entre la vida y la literatura.
Francisco Rico
[1]