Una voz poderosa tronó a espaldas de ambos:
— ¡Inclinaos ante la presencia de los Señores de la Noche!
Rocannon, mientras giraba, descansó su mano sobre la empuñadura de la pistola láser; Mogien llevó ambas manos a las espadas. Pero Rocannon distinguió el altavoz fijo en la pared curvada y susurró a Mogien:
— No respondas.
— ¡Hablad, extranjeros en las Cavernas de los Señores de la Noche!
El sonido, claro y metálico, era intimidatorio. Pero Mogien se mantuvo erguido, sin pestañear, con las cejas arqueadas en un gesto indolente.
Luego dijo:
— Ahora que has cabalgado en los aires por tres días, Señor Rokanan, ¿comienzas a degustar el placer que ello encierra?
— ¡Hablad y seréis escuchados!
— Sí. Y la montura que me ha tocado vuela ligera como el viento del oeste en la estación cálida — repuso Rocannon, recordando un cumplido que oyera durante alguna cena en el Gran Salón.
— Es de muy buena raza.
— ¡Hablad! ¡Os estamos escuchando!
Discutieron acerca de la cría de monturas aladas, en tanto que la pared seguía bramando sus órdenes. De pronto dos gredosos aparecieron en el túnel. Los rostros impasibles emitieron una sola palabra:
— Seguidnos.
Se encaminaron a través de nuevos laberintos, para llegar a las vías de un diminuto tren eléctrico, que semejaba un juguete gigantesco, pero efectivo; a buena velocidad fueron dejando atrás largos túneles de arcilla hasta arribar a lo que parecía una zona de piedras calizas. La parada final se produjo junto a la entrada de un salón iluminado con riqueza; en el fondo, lejos, tres cavernícolas aguardaban sentados bajo un dosel. En un primer momento — y para su vergüenza como etnólogo —, Rocannon no pudo establecer diferencias entre ellos. Del mismo modo que los chinos parecen todos iguales a los holandeses, o los rusos a los centaurianos… Luego distinguió las características individuales del gredoso sentado en el centro, cuyo rostro estaba bien dibujado, era blanco e irradiaba un aura de poder por debajo de la corona de hierro.
— ¿Qué busca el Señor de las Estrellas en las Cavernas de los Poderosos?
La formalidad de la Lengua Común se adecuaba con precisión a las necesidades de Rocannon en su respuesta:
— He querido llegar como huésped a estas cavernas para conocer los medios de los Señores de la Noche y para ver las maravillas de su artesanía. Espero que mi deseo se cumpla del todo. Porque malos sucesos se avecinan y ahora llego de prisa y por necesidad. Soy uno de los oficiales de la Liga Mundial. Os ruego que me llevéis hasta la nave interestelar que poseéis como prenda de la confianza que la Liga depositó en vosotros.
Los tres rostros permanecieron impasibles; la altura del escaño los elevaba hasta el nivel de Rocannon; observados de cerca, sus facciones bastas, sin edad, y sus ojos duros resultaban imponentes. Luego, en forma grotesca, el que se sentaba a la izquierda habló en jerga práctica:
— Nave no — dijo.
— Hay una nave.
Después de un minuto, el mismo repitió, ambiguo:
— Nave no.
— Hablad en Lengua Común. Os pido ayuda. En este planeta hay un enemigo de la Liga. Este mundo ya no os pertenecerá si toleráis a tal enemigo.
— Nave no — repitió el gredoso de la izquierda. Los otros dos parecían estalagmitas.
— ¿Deberé, pues, decir a los otros Señores de la Liga de los Gdemiar han traicionado su confianza, que no son dignos de batallar en la inminente guerra?
Silencio.
— Confianza por ambas partes, o por ninguna — contestó el gredoso con la corona de hierro, hablando Lengua Común.
— ¿Pediría vuestra ayuda si no confiara en vosotros? ¿No podríais al menos enviar la nave con un mensaje a Kerguelen? Nadie tendrá que ir y perder todos esos años; el vehículo lo hará automáticamente.
Silencio una vez más.
— Nave no — repitió el gredoso de la izquierda, con su voz ruda.
— Ven, Señor Mogien — dijo Rocannon, y les dio la espalda.
— Quienes traicionan a los Señores de las Estrellas — pronunció la voz clara y arrogante de Mogien — traicionan viejos pactos. Desde antiguo fabricáis nuestras espadas, gredosos. Y aún no tienen moho.
Se marchó tras Rocannon, siguiendo a los incoloros guías que los condujeron otra vez hasta el tren, a través del laberinto de corredores húmedos e iluminados y, por último, hasta la luz del día.
Remontaron el viento, hacia el oeste, abandonando la tierra de los gredosos y descendieron en las márgenes boscosas de un río, para decidir qué harían.
Mogien se sentía en falta frente a su huésped. No se había habituado a ver frustrada su generosidad y su autodominio estaba, ahora, un tanto sacudido.
— ¡Insectos de las cavernas! — exclamó —. ¡Gusanos cobardes! dicen con franqueza qué han hecho y qué harán. Todas las gentes pequeñas son así, incluso los Fiia. Pero en los Fiia se puede confiar. ¿Crees que los gredosos han entregado la nave al enemigo?
— ¿Cómo podemos saberlo?
— Solo esto sé: nada darán si antes no reciben el doble de su precio o más aún. Cosas, cosas… en nada piensan si no es en atesorar cosas. ¿Qué ha querido decir el viejo con eso de que la confianza debe estar en ambas partes?
— Supongo que ha querido decir que su pueblo piensa que nosotros, los de la Liga, los hemos traicionado. En un principio los hemos estimulado, luego y de pronto, durante cuarenta y cinco años, los hemos abandonado sin enviarles siquiera mensajes, desalentando sus viajes a Kerguelen, diciéndoles que cuidaran como quisiesen de sí mismos. Y esto es obra mía, aunque ellos lo ignoren. Después de todo, ¿por qué tendrían que hacerme un favor? Dudo que ya hayan hablado con el enemigo. Pero daría lo mismo aunque les hubieran vendido la nave. El enemigo puede hacer con ella aún menos de lo que yo haría.
Rocannon calló; observaba el río brillante, con aire de abatimiento.
— Rokanan — dijo Mogien, que por primera vez le hablaba como a un hombre de su misma casta —, cerca de este bosque viven mis primos de Kyodor, un castillo poderoso, treinta Angyar de dobles espadas y tres aldeas de hombres normales. Nos ayudarán a castigar a los gredosos por su insolencia…
— No. — Rocannon habló con voz grave —. Dile a tu gente que vigile, sí, a los gredosos; puede ocurrir que el enemigo los compre. Pero no habrá tabúes quebrantados ni guerras que se entablen por mi responsabilidad. No tendría sentido. En tiempos como los de ahora, Mogien, el destino de un solo hombre carece de importancia.
— Si es así — y Mogien alzó su rostro oscuro —, ¿qué es lo importante?
— Señores — dijo el joven Yahan —, algo hay allá, entre los árboles.
Su mano apuntaba hacia una mancha de color entre las coníferas sombrías.
— ¡Fiia! — exclamó Mogien —. Cuida de las monturas. — Las cuatro grandes bestias observaban la otra orilla del río, con las orejas tiesas.
— ¡Mogien, Señor de Hallan, marcha por los caminos de los Fiia en son de amistad! — la voz se extendió sobre el ancho, poco profundo y sonoro cauce; de pronto, entre las manchas de luz y sombra que los árboles perfilaban en la otra ribera apareció una figura diminuta. Parecía ejecutar una danza, según que los rayos del sol la iluminasen o no, y era difícil mantener los ojos fijos en ella. Cuando comenzó a moverse, Rocannon pensó que caminaba sobre la superficie del agua, a la que ni siquiera llegaba a agitar lo suficiente como para producir cambios en los reflejos del sol. La bestia rayada se irguió y marchó con paso suave y majestuoso hasta el borde del agua. Cuando el Fian estuvo a su lado, el animal inclinó la cabeza y el hombrecito le acarició las orejas rayadas y peludas. Luego se encaminó hacia ellos.