— Salud, Mogien, Heredero de Hallan, el de los cabellos de sol, portador de espada. — La voz era tan fina y dulce como la de un niño, la figura era pequeña y grácil como la de un niño, pero la cara, no —. Salud, huésped de Hallan, Señor de las Estrellas, Vagamundo. — Extrañamente, los ojos claros se posaron por un momento, en forma abierta, sobre Rocannon.
— Los Fiia saben todos los nombres y conocen todas las nuevas — dijo Mogien con una sonrisa; pero el Fian no sonrió en respuesta. También para Rocannon, que sólo había hecho visita breve a una de las aldeas de la especie con su equipo de reconocimiento, esto resultó asombroso.
— Oh, Señor de las Estrellas — prosiguió las vocecilla dulce y patética —, ¿quién conduce las naves voladoras que vienen y matan?
— ¿Matan… a tu gente?
— Toda mi aldea — respondió el hombrecito —. Yo estaba con los rebaños, en las colinas. Oí en mi mente que mis iguales me llamaban y bajé; todos estaban entre llamas, ardiendo, gritando. Había dos naves con alas que daban vueltas. Sembraban fuego. Ahora estoy solo y debo hablar en voz alta; en mi mente, donde antes estaba mi pueblo, ahora sólo hay fuego y silencio. ¿Por qué han hecho esto, Señores?
Su mirada fue de Rocannon a Mogien. Ambos callaban. El Fian se dobló, como un hombre herido de muerte, se arrodilló en tierra y ocultó la cara.
Mogien se irguió junto a él, las manos en las empuñaduras de las espadas, sacudiéndolas con ira.
— ¡Ahora juro venganza contra aquellos que han arrasado a los Fiia! Rokanan, ¿cómo ha podido ocurrir esto? Los Fiia carecen de espadas, no poseen riquezas, no tienen enemigos. Mira, este pueblo está muerto, muertos aquellos a quienes él hablaba sin palabras, sus hermanos de sangre. Ningún Fian vive solitario. Este morirá solitario. ¿Por qué han atacado a su pueblo?
— Para que se conozca su poder — resonó, áspera, la respuesta de Rocannon —. Llevémosle a Hallan, Mogien.
El robusto Señor de Hallan se arrodilló junto a la diminuta figura llorosa:
— Fian, amigo de los hombres, cabalga conmigo. No puedo hablarte en la mente, como ha hablado tu pueblo, pero no todo lo que anda por el aire es hueco.
Montaron en silencio; el Fian se subió a la elevada montura, delante de Mogien, como si fuera un niño, y las cuatro bestias aladas se remontaron otra vez. Un viento lluvioso favorecía desde el sur la marcha; al día siguiente, avanzada la tarde, entre el batir de alas de su montura, Rocannon divisó la escalinata de mármol en el bosque, el Puente del Precipicio por encima del verde abismo y las torres de Hallan recortándose en la luz del poniente.
La gente del castillo, rubios señores y morenos sirvientes, se agrupó en torno a ellos en el patio de las cuadras, con la ansiedad de comunicar las nuevas: había ardido el castillo más cercano hacia el lado del este, Reohan, y todos sus habitantes habían sido asesinados. También en este caso se trataba de dos helicópteros y unos pocos hombres armados con pistolas de rayos láser; guerreros y granjeros de Reohan fueron masacrados sin tener la posibilidad de devolver un solo golpe. Los moradores de Hallan estaban casi enloquecidos de ira y de ansias de venganza, y experimentaron un temor casi reverente al ver al Fian cabalgando junto con el joven señor y enterarse de por qué estaba allí.
Muchos de ellos, habitantes de la fortaleza más septentrional de Angien, jamás habían visto un Fian antes, pero conocían a ese pueblo como protagonista de leyendas y detentor de poderes que lo convertía en tabú. Por sangriento que hubiese sido, un ataque a uno de sus castillos les resultaba coherente dentro de su visión guerrera del mundo; pero un ataque contra los Fiia implicaba un sacrilegio. El temor y la ira los poseían. Tarde en la noche, desde su cuarto de la torre, Rocannon oyó el tumulto que subía desde el Gran Salón, donde los Angyar de Hallan juraron, todos, destrucción y extinción para el enemigo en un torrente de metáforas y entre el tronar de las hipérboles. Era una raza jactanciosa, la de los Angyar: vengativos, arrogantes, tozudos, iletrados, carecían de formas de primera persona para la expresión «ser incapaz». No había dioses en sus leyendas, sólo héroes.
Entre la barahúnda distante, una voz se hizo oír, para asombro de Rocannon, mientras recorría el dial de su radio. Por fin había hallado la banda en que emitía el enemigo. Una voz farfullaba su mensaje en una lengua que Rocannon no conocía. Habría sido excesiva suerte que el enemigo hablara galáctico; existían cientos de miles de lenguas en los mundos de la Liga, considerando sólo los planetas reconocidos. La voz comenzó a leer una lista de números, que Rocannon comprendió porque estaban dichos en cetio, la lengua de una raza cuyos logros en la investigación matemática habían inducido al uso general de las matemáticas cetias en la Liga, y por lo tanto al uso de los numerales cetios. Escuchó con esforzado atención, pero de nada servía: era una mera lista de números.
De pronto la voz cesó y sólo quedó el siseo de la estática.
Rocannon observó al diminuto Fian, sentado al otro lado de la habitación, ya que había pedido estar con él; las piernas cruzadas, permanecía en silencio sobre el piso, junto a la ventana.
— Ese era el enemigo, Kyo.
El rostro del Fian estaba como petrificado.
— Kyo — dijo Rocannon, pues era costumbre interpretar a un Fian mediante el nombre Angyar de su aldea, ya que los individuos de la especie podían o no poseer nombres individuales —, Kyo, si quisieras ¿lograrías escuchar con la mente a los enemigos?
En las breves notas de una de sus visitas a la aldea Fian, Rocannon había señalado que las especies I-B raras veces contestaban en forma directa a las preguntas directas; y recordaba muy bien la sonriente evasividad de los Fiia. Pero Kyo, desolado como estaba en la extranjera tierra del habla, contestó a lo que Rocannon preguntara:
— No, Señor — y su voz era sumisa.
— ¿Podrías escuchar con la mente a quienes no son de tu raza, en otras aldeas?
— Muy poco. Si viviese entre ellos, quizá… Los Fiia han ido en ocasiones a vivir en otras aldeas, que no eran las suyas. También se dice que los Fiia y los Gdemiar en un tiempo hablaban con la mente, como un solo pueblo, pero de esto hace ya mucho; se dice… — y se detuvo.
— Por cierto que tu pueblo y los gredosos constituyen una sola raza, aunque ahora marchen por caminos bien distintos. ¿Qué más, Kyo?
— Se dice que muchos años ha, en el sur, en los lugares elevados, en los lugares grises, vivían los que hablaban con la mente con todas las criaturas. Oían todos los pensamientos aquellos Primitivos, los Ancianos… Pero nosotros hemos descendido de las montañas y hemos vivido en valles y cavernas y así olvidamos ese camino más difícil.
Rocannon analizó los datos por un Instante. No había montañas en el continente al sur de Hallan. En el momento en que se puso de pie para coger el Manual para el Área Galáctica Ocho, y sus mapas, la radio, que aún siseaba en la misma banda, lo paralizó: una voz llegaba, muy débil, remota, elevándose y cayendo entre las ondulaciones de la estática, pero hablando en lengua galáctica. «Número Seis, adelante. Número Seis, adelante. Aquí Control. Adelante, Número Seis.» Luego de innúmeras repeticiones y pausas, continuó: «Aquí Viernes. No, aquí Viernes… Aquí Control; ¿estáis ahí, Número Seis? Las HL deben llegar mañana y necesito un informe completo sobre las vías muertas y las redes Siete Seis. Dejad el plan escalonado al Destacamento del Este. ¿Me estáis recibiendo, Número Seis? Mañana mantendremos contacto con la Base a través del transmisor instantáneo. Me daréis inmediatamente esa información sobre las vías muertas. Vías muertas Siete Seis. Innecesario…» Una interferencia espacial se tragó la voz por un instante, y cuando desapareció el mensaje sólo era audible fragmentariamente. Diez largos minutos transcurrieron en medio de la descarga estática y el silencio, mezclados con algún que otro trozo de mensaje; luego irrumpió una voz mucho más cercana, hablando con rapidez en la lengua desconocida que ya antes había utilizado. El mensaje proseguía, sin pausas; inmóvil, minuto tras minuto, con la mano aún apoyada sobre su Manual, Rocannon escuchaba. También inmóvil, el Fian permanecía sentado en las sombras, en el otro extremo de la habitación. La voz dijo y repitió un doble par de números; la segunda vez Rocannon logró comprender el vocablo cetio correspondiente a «grados». Cogió su libreta de notas, que estaba abierta, y garabateó los números; por último, y aunque seguía escuchando, abrió el Manual en la Sección de mapas de Fomalhaut II.