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Los números que había anotado eran 28º 28' y 121º 40'. «Si se tratara de coordenadas de latitud y longitud…» Observó los mapas, marcando por dos veces, con la punta de su lápiz, un lugar en medio del mar abierto. Por último, probando con 121º oeste y 28' norte, apuntó justamente al sur de un cordón montañoso, en el centro del Continente Sudoeste. Su mirada no se apartaba del gráfico. La voz de la radio había callado.

— ¿Qué ocurre, Señor de las Estrellas?

— Creo que me han dicho dónde están. Quizá. Y que tienen un transmisor instantáneo. — Miró hacia Kyo, sin verlo; luego volvió su vista al mapa —. Si están allí… si no pudiera ir a desbaratarles el juego, si lograra transmitir sólo un mensaje a la Liga desde el transmisor fotófono de ellos, si pudiera…

El Continente Sudoeste había sido cartografiado exclusivamente desde el aire y sólo las montañas y los ríos importantes estaban marcados, además de la línea costera: miles de kilómetros de espacio vacío, desconocido. Y un objetivo apenas entrevista.

«Pero no puedo quedarme aquí sentado», se dijo Rocannon. Alzó los ojos y allí estaban los ojos claros del hombrecito, sin entender.

Rocannon se paseó arriba y abajo por el piso de piedra de la habitación. La radio emitió algunos silbidos, algún susurro.

Una cosa había a su favor: sin duda el enemigo no estaría aguardándolo. Pensarían que todo el planeta estaba en sus manos. Pero era la única cosa a su favor.

— Utilizaré sus armas contra ellos mismos — determinó —. Creo que intentaré hallarlos. En las tierras del sur… Mi gente ha sido asesinada por esos extranjeros, como la tuya, Kyo. Tú y yo estamos solos, debemos hablar una lengua que no es la nuestra. Tu compañía será motivo de regocijo para mí

El etnólogo no supo qué lo había llevado a plantear tal invitación.

La sombra de una sonrisa recorrió el rostro del Fian. Elevó sus manecitas, paralelas y separadas. En las paredes, las luces de los candelabros se amortiguaron, fluctuantes y mudadizas.

— Se ha dicho que el Vagamundo podrá escoger a sus compañeros — contestó —. Por un tiempo.

— ¿El Vagamundo? — preguntó Rocannon, pero no obtuvo respuesta.

III

La Señora del Castillo cruzó con lentitud el enorme salón, arrastrando el borde de su falda sobre la piedra. Su tez se había oscurecido hasta llegar al negro de un icono; sus hermosos cabellos estaban blancos. Aún era visible la belleza de su figura. Rocannon se inclinó mientras la saludaba según la costumbre de los Angyar:

— Salud, Señora de Hallan, Hija de Durhal, Haldre la Bella.

— Salud, Rokanan, huésped mío — respondió la mujer, mirándolo desde lo alto de su estatura. Como la mayoría de las mujeres y todos los hombres Angyar, Haldre era mucho más alta que él —. Dime por qué vas a ir hacia el sur.

Ella prosiguió su camino lento a través del salón y Rocannon marchó a su lado. Los rodeaban paredes oscuras, oscura piedra, tapices sombríos pendientes de los muros, y la luz fría de la mañana se filtraba a través de las ventanas altas, en oblicuos haces que chocaban con las vigas negras del techo.

— Iré a enfrentar a mi enemigo, Señora.

— ¿Y cuando lo hayas hallado?

— Espero que podré entrar en su… su castillo y utilizar su… emisor de mensajes, para comunicar a la Liga que ellos están aquí, en este mundo. Se ocultan aquí y hay muy pocas probabilidades de que sean hallados: los mundos son tantos como granos hay en la arena de las playas. Pero han de ser hallados. Han hecho mucho daño aquí y lo harán aún mayor en otros mundos.

Haldre asintió por una vez con la cabeza.

— ¿Es verdad que irás casi solo, con muy pocos hombres?

— Sí, Señora. Es un largo viaje y habrá que cruzar el mar. Y la astucia, no la fuerza, es mi única esperanza contra la fuerza de ellos.

— Necesitarás algo más que astucia, Señor de las Estrellas — dijo la anciana. — Bien, enviaré contigo a cuatro normales de absoluta lealtad, si eso te basta, dos bestias de carga y seis ensilladas y una o dos bolsas de plata para el caso de que los bárbaros de tierras extranjeras exijan paga para alojaros a ti y a mi hijo Mogien.

— ¿Vendrá Mogien conmigo? ¡Todos son valiosos presentes, Señora, pero éste es el más valioso!

Lo observó por un minuto con su clara, triste e inexorable mirada.

— Me place que te agrade, Señor de las Estrellas.

Reanudó su lento paso y Rocannon la siguió.

— Mogien desea ir, porque gusta de tu compañía y ama la aventura; y tú, un gran señor en una peligrosa misión, deseas su ayuda. Así es que creo que su camino es seguirte. Pero te lo diré ahora, en esta mañana, en el Gran Salón, para que lo recuerdes y no temas mi reproche si regresas: no creo que él vuelva contigo.

— Pero, Señora, él es el heredero de Hallan.

Avanzaron en silencio por unos momentos; la Señora de Hallan se volvió al llegar a un extremo del salón, bajo unos tapices oscurecidos por el tiempo, donde unos gigantes alados luchaban con hombres de cabellos claros, y habló nuevamente:

— Hallan buscará otros herederos. — Su voz era serena, amarga y fría —. Vosotros, los Señores de las Estrellas, estáis aquí otra vez, trayendo nuevos caminos y nuevas guerras. Reohan es polvo; ¿cuánto podrá durar Hallan? El mundo mismo se ha convertido en un grano de arena en la ribera de la noche. Todas las cosas cambian ahora. Pero aún estoy segura de algo: la oscuridad se cierne sobre mi estirpe. Mi madre, a quien tú has conocido, se perdió en los bosques, llevada por su locura; mi padre ha sido muerto durante la batalla, mi marido ha sido asesinado; y cuando di a luz un hijo, mi espíritu se llenó de pesadumbre, en medio de la alegría, porque se ha previsto que su vida será breve. Esto no es motivo de dolor para él, que es un Angya y porta las dos espadas. Pero mi parte de oscuridad consiste en gobernar sola un dominio que se tambalea, vivir y vivir y sobrevivir a todos ellos…

Hubo otro largo silencio.

— Tal vez necesitarás un tesoro mucho más grande que el que yo pueda darte, para comprar tu vida o tu camino. Toma esto. A ti te lo doy, Rokanan, no a Mogien. No proyectará oscuridad sobre ti. ¿No fue, acaso, tuyo en la ciudad que está al cabo de la noche? Para nosotros sólo ha sido una carga y una sombra. Recíbelo nuevamente, Señor de las Estrellas; utilízalo como rescate o como presente. — Haldre desprendió de su cuello el oro y el azul del collar que costara la vida de su madre y lo depositó en la mano del hombre. Rocannon lo cogió oyendo casi con terror el suave y helado tintineo de los eslabones dorados, y alzó sus ojos hacia el rostro de la anciana, que lo observaba, erguida, sus ojos azules oscurecidos en el aire oscuro y sereno del salón —. Ahora llévate a mi hijo, Señor de las Estrellas, sigue tu camino. Que tu enemigo muera sin hijos.