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Antorchas y humo, sombras presurosas en las cuadras del castillo, voces de bestias y de hombres, algarabía y confusión… todo se desvaneció a poco que la rayada montura de Rocannon comenzara a batir sus alas. Ahora Hallan estaba por debajo de ellos, como una débil claridad en medio de las colinas, y no había otro sonido que la fricción del aire por entre las veloces alas de las bestias. Allá abajo, el este estaba pálido y la Gran Estrella ardía como un cristal brillante, anunciando la llegada del sol, aunque aún no se hacía presente el amanecer. El día y la noche, el alba y el anochecer eran majestuosos y lentos en aquel planeta que tardaba treinta horas en completar su rotación. También el correr de las estaciones era calmo; aquélla era el alba del equinoccio de primavera, a la que seguirían cuatrocientos días de primavera y estío.

— Cantarán canciones sobre nosotros en los elevados castillos — dijo Kyo, que montaba a la grupa de Rocannon —. Cantarán cómo el Errante y sus compañeros cabalgaron hacia el sur, a través del cielo, en la oscuridad primaveral… — y rió apenas. Ante ellos las colinas y fértiles planicies de Angien se desplegaban como un paisaje dibujado sobre seda gris, en una claridad creciente que, por último se hizo vivida de colores y sombras con la majestuosa aparición del sol que se elevaba a espaldas de los viajeros.

Sobre el mediodía descansaron por un par de horas junto a un río cuyo curso hacia el sudoeste seguían en busca del mar; al anochecer bajaron a un pequeño castillo, asentado como todas las fortalezas Angyar en la cima de una colina cerca de una vuelta del río. Allí les dio la bienvenida el señor del lugar, junto con los restantes castellanos. Era evidente su curiosidad al ver a un Fian cabalgando sobre una bestia alada, con el Señor de Hallan, cuatro hombres normales y otro que hablaba con extraño acento, vestido como un señor, pero sin espadas y con el rostro blanco de un normal. Sin duda, entre ambas castas, Angyar y Olgyior, había más mezcla que la que la mayoría de los Angyar estaban dispuestos a admitir; era frecuente ver guerreros de piel clara y sirvientes de cabellos rubios; pero aquel Errante era enteramente anómalo. Para evitar que se expandiera el rumor de su presencia en el planeta, Rocannon nada dijo, y su anfitrión no formuló ninguna pregunta al heredero de Hallan; si alguna vez alcanzó a saber quién había sido su extraño visitante, su fuente de información provino de los juglares que, años después, cantaron el hecho.

El día siguiente transcurrió similar al anterior para los siete viajeros: cabalgaron en el viento sobre tierras bellísimas. Pernoctaron en una aldea Olgyior, sobre el río, y en el tercer día arribaron a un país que era nuevo aun para Mogien. El río, girando hacia el sur, dibujaba amplios meandros y curvas cerradas, en tanto que las colinas se perdían en extensas llanuras; muy lejos, el cielo se empalidecía con los brillos de una claridad espejeante. A última hora del día llegaron a un castillo asentado en la soledad de un risco blanquecino, a cuyos pies se extendía la arena gris, salpicada de lagunillas que conducían hasta el mar.

Al desmontar, envarado y lleno de fatiga, con los oídos zumbando por el viento de la marcha, Rocannon pensó que, de todas las vistas por él, aquélla era la plaza Angyar más lamentable; un apiñamiento de chozas, como gallinas mojadas que se refugiaran bajo las alas de una tosca y casi agazapada fortaleza. Hombres normales, pálidos y contrahechos, los espiaron desde lo alto de las callejas escalonadas.

— Parecen haberse alimentado entre los gredosos — dijo Mogien —. Aquí está la entrada, éste es el lugar llamado Tolen, si el viento no nos ha descarriado. ¡Eh! ¡Señores de Tolen, un huésped llama a vuestras puertas!

El castillo permaneció silencioso.

— La puerta de Tolen se balancea con el viento — dijo Kyo, y todos advirtieron que en el portal de bronce y madera cedían los goznes y las hojas batían al impulso del viento marino. Mogien abrió una de las hojas con la punta de su espada. Dentro había oscuridad, un precipitado susurro de alas, olores rancios.

— Los Señores de Tolen no aguardaban visitas — dijo Mogien —. Bien, Yahan, habla con esas pobres gentes y busca un alojamiento para la noche.

El joven sirviente se volvió para interpelar a la gente del pueblo reunida en uno de los extremos del patio exterior del castillo, desde donde hablan atisbado la escena. Uno de ellos tuvo el valor de adelantarse, entre reverencias, caminando de lado como una bestezuela marina, y habló con humildad a Yahan. En parte, Rocannon pudo seguir la conversación en dialecto Olgyior y comprendió que el viejo normal explicaba que la aldea no poseía lugar adecuado para el alojamiento de pedanar, fueran éstos lo que fuesen. Raho, el normal más alto de Hallan, se adelantó hablando con crudeza, pero el anciano sólo respondió con evasivas, reverencias y gruñidos, hasta que, por último, Mogien se acercó al grupo. El código Angyar le prohibía hablar con los siervos de un dominio extranjero, pero desenvainó una de sus espadas, blandiéndola en dirección hacia el frío mar, para luego volverse y señalar las oscuras callejuelas del caserío. Los viajeros avanzaron; las alas plegadas de sus monturas rozaban, a ambos lados, los techos bajos y pajizos.

— Kyo, ¿qué son los pedanar?

El hombrecito sonrió.

— Yahan, ¿qué significa la palabra pedanar?

El joven normal, hermano y cándido, se mostró incómodo.

— Bien, Señor, un pecan es… alguien que camina entre los hombres…

Rocannon asintió con la cabeza; la leve insinuación había despertado un recuerdo. Cuando era un mero estudioso de aquellas especies en vez de su aliado, se habla dedicado a buscar religión entre ellas; pero todas parecían carentes de credo. Sin embargo, eran muy crédulas. Consideraban que los hechizos, maldiciones y poderes extraños eran hechos objetivos, y en su relación con la naturaleza prevalecía un intenso animismo; pero no tenían dioses. Aquella palabra, sin embargo, parecía tener connotaciones sobrenaturales. En aquel momento no pensó que el vocablo había sido aplicado a su persona.

Tomaron como alojamiento tres de las lóbregas casuchas; las bestias aladas, demasiado grandes para entrar en cualquiera de las chozas, quedaron afuera, atadas. Los animales se reunieron en una sola masa que elevaba su ronroneo contra el agudo viento marino. La montura rayada de Rocannon arañó la pared, con un maullido doliente que no cesó hasta que Kyo se le acercó para acariciarle las orejas.

— Pronto estarán aún más inquietas, pobres bestias — dijo Mogien, sentado con Rocannon junto al hogar que caldeaba el ambiente de la choza —. Detestan el agua.

— En Hallan me has dicho que no volarían sobre el agua, y estos aldeanos seguramente no tendrán naves que puedan transportarlas. ¿Cómo cruzaremos el canal?

— ¿Tienes tu dibujo de la tierra? — preguntó Mogien. Los Angyar no poseían mapas, y Mogien estaba fascinado por los mapas de la sección Estudio Geográfico del Manual. Rocannon extrajo el libro de la vieja maleta de piel que había llevado consigo de un mundo a otro, y que contenía el o equipo que llevara a Hallan antes de que la nave espacial fuera bombardeada: el Manual, libretas de anotaciones, un traje y la pistola, botiquín médico, un juego terrestre de ajedrez y un manoseado volumen de poesía hainesa. En un principio había metido el collar con un zafiro entre todas estas cosas, pero durante la noche anterior, preocupado por el valor de la joya, había cosido el zafiro dentro de un saquito de tela y se había puesto al cuello la cadena de oro, entre la camisa y la capa, de modo que fuera tomada por un amuleto y que no pudiera perderse a menos que también se perdiera su cabeza.