— Soy Ogoren de Plenot, Señor Errante de este dominio.
— Yo soy Mogien, heredero de Hallan.
— Las vidas de la gente de Tolen son tuyas, Señor. — Señaló con la cabeza hacia el grupo de andrajosos —. No había tesoros en Tolen.
— Habla dos grandes naves, Errante.
— Desde el norte vuela el dragón y todo lo ve — asintió Ogoren con acritud —. Las naves de Tolen son tuyas.
— Y tú tendrás otra vez tus bestias aladas, cuando las naves estén en el muelle de Tolen — dijo Mogien, magnánimo.
— ¿Quién es el otro Señor por el que tengo el honor de haber sido derrotado? — preguntó Ogoren mirando a Rocannon, que llevaba la ropa y la armadura de bronce de un guerrero Angyar, pero no ceñía espadas. También Mogien miró a su amigo, y Rocannon respondió con el primer nombre que le vino a la mente, el nombre con que Kyo lo había llamado: «Olhor» el Vagamundo.
Ogoren lo inspeccionó con ojos curiosos, luego se inclinó ante ambos para decir:
— El cuenco está lleno, Señores.
— Que el agua no se derrame y que el pacto no sea quebrantado.
Ogoren se giró y junto con sus hombres se encaminó hacia su fortaleza humeante, sin dirigir siquiera una mirada a los prisioneros liberados que se habían reunido sobre las dunas. A su vez, Mogien sólo les dijo:
— Llevad a Tolen mi bestia; tiene un ala herida. — Volvió a montar en su cabalgadura amarilla y se alejó de Plenot. Rocannon le seguía observando el triste grupo que iniciaba el retomo a su casa, a su ruinoso dominio.
Al llegar a Tolen su ardor guerrero ya había decaído y el etnólogo volvió a maldecirse a sí mismo. Al desmontar en las dunas había comprobado que una flecha se había clavado en su pantorrilla izquierda; y no sintió dolor hasta que, sin ver que la punta tenía barbas laterales, tiró de ella. Los Angyar no usaban veneno, pero siempre existía el riesgo de una infección. Impresionado por el genuino valor de sus compañeros, había desechado, por vergüenza, la idea de vestir su traje protector, casi invisible, durante la escaramuza. De modo que, a pesar de tener una armadura capaz de resistir los rayos láser, se había arriesgado a morir en aquella maldita contienda por la herida de una flecha de punta de bronce. Y se había empeñado en salvar un planeta, cuando ni siquiera era capaz de mantener indemne su propio pellejo.
El más anciano de los normales de Hallan, un hombrecito rechoncho llamado Iot, se le acercó y casi sin palabras, gentilmente, curó, lavó y vendó la herida de Rocannon. Luego apareció Mogien, vestido aún con sus ropas de batalla, una cabeza más alto por la cresta de su yelmo y más anchas sus espaldas debido a las hombreras tiesas que, como alas, daban forma a su capa.
Detrás de él marchaba Kyo, silencioso como un niño entre guerreros de duros rostros. Por detrás surgieron Yahan y Raho, y el joven Bien; la choza se llenó de crujidos cuando todos se acuclillaron en tomo al fuego. Y llenó siete copas de bordes de plata que Mogien, con expresión grave, hizo circular entre todos. Bebieron. Rocannon comenzaba a sentirse mejor. Mogien se interesó por su herida y Rocannon se sintió muchísimo mejor. Bebieron más vaskan, mientras los rostros asustados y admirativos de los aldeanos les observaban, subrepticios, desde el crepúsculo exterior. Rocannon se sentía benevolente y heroico. Comieron y bebieron aún más; luego, en la cabaña sin aire, olorosa de humo y fritura de pescado y grasa de los arneses y sudor, Yahan se puso de pie con una lira de bronce y cuerdas de plata y cantó. Cantó a Durhal de Hallan, que libertara a los prisioneros de Korhalt, en los días del Señor Rojo, junto a los fangales de Bom; y cuando hubo celebrado el linaje de cada guerrero de aquella pelea y cada golpe asestado en ella, cantó la liberación de la gente de Tolen y el incendio de la Torre de Plenot, y la antorcha del Vagamundo, llameante entre una lluvia de flechas, y el golpe poderoso de Mogien, heredero de Hallan, el vuelo de la lanza en el viento hasta alcanzar su blanco, tal como la lanza infalible de Hendin, en los viejos tiempos. Rocannon permanecía sentado, ebrio y feliz, siguiendo el curso del canto mientras su mente captaba su total entrega, la alianza que su sangre vertida había sellado con aquel mundo al que llegara como extranjero, a través de los abismos de la noche. A su lado intuía la presencia del diminuto Fian, sonriente, ajeno, ecuánime.
IV
El mar se dilataba en olas hinchadas bajo una densa llovizna. No había ya colores en el mundo. Dos bestias aladas, con las alas atadas y encadenadas en la popa de la embarcación, se lamentaban bramando; por encima de las olas, a través de la lluvia y la niebla llegaba un eco doliente desde la otra embarcación.
Habían pasado muchos días en Tolen, aguardando que la herida de Rocannon sanara y que la bestia negra pudiera volar otra vez. Aun cuando éstas eran poderosas razones para aguardar, la verdad era que Mogien no se decidía a partir, a el mar que debían atravesar. Se había perdido entre la arena gris, entre las charcas de Tolen, solo, quizá luchando contra la premonición que su madre tuviera en Hallan. Todo lo que logró decir a Rocannon fue que el sonido y el aspecto del mar apesadumbraban su corazón. Cuando la bestia negra estuvo curada, de pronto, decidió enviarla de regreso a Hallan, al cuidado de Bien, como si quisiera salvar del peligro un objeto valioso. También habían acordado dejar las dos monturas de recambio y la mayor parte de su carga al anciano Señor de Tolen y a sus sobrinos, que se afanaban por restaurar su arrasado castillo. De modo que ahora, en las dos embarcaciones con cabezas de dragón en la proa, en medio del mar y la lluvia, se hallaban sólo seis viajeros y cinco bestias, todos mojados y, los más, quejumbrosos.
Dos hoscos pescadores de Tolen gobernaban las embarcaciones. Yahan trataba de reconfortar a las bestias encadenadas con un largo y monótono lamento por un señor muerto tiempo atrás; Rocannon y el Fian, envueltos en sus capas, cubiertas las cabezas con capuchas, estaban en la proa.
— Kyo, alguna vez me has hablado de montañas en el sur.
— Oh, sí — contestó el hombrecito, con una rápida mirada hacia el norte, donde se había perdido la costa de Angien.
— ¿Sabes algo acerca del pueblo que habita en la tierra del mar… en Fiern?
El Manual no aportaba muchos datos; después de todo había organizado su expedición de estudio para cubrir las grandes lagunas de información del Manual, que, si bien hablaba de cinco formas de vida inteligente, sólo describía tres: los Angyar-Olgyior, los Fiia y los Gdemiar; además señalaba la existencia de una especie no confirmada en el vasto Continente del Este, al otro lado del planeta. Las notas de los geógrafos sobre el Continente Sudoeste se basaban en mera tradición oraclass="underline" Especies no confirmadas 4: se dice que grandes humanoides habitan amplias ciudades (?). Especies no confirmadas 5: marsupiales alados. En resumen, el libro era tan poco explícito como Kyo; a menudo el Fian parecía creer que Rocannon conocía la respuesta a todas las preguntas que formulaba, como ahora, cuando repuso a la manera de un escolar:
— En Fiern viven las Antiguas Razas, ¿no es así?
Rocannon hubo de contentarse con una mirada hacia el sur, a través de la bruma que ocultaba aquella tierra enigmática. Las grandes bestias encadenadas seguían bramando y la lluvia se futraba, helada, por el cuello del etnólogo.