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En cierto momento le pareció oír el zumbido de un helicóptero sobre sus cabezas y se alegró de que la niebla los ocultara; luego se encogió de hombros. ¿Por qué ocultarse? El ejército que utilizaba el planeta como base para su guerra interestelar no habría de temer demasiado a diez hombres y cinco gatos hiperdesarrollados, estremeciéndose entre la lluvia en un par de embarcaciones maltrechas…

Navegaban en un incesante alternar de olas y lluvia. Una oscura bruma se elevaba de la superficie del mar. Transcurrió una larga y fría noche. Luego comenzó a crecer una claridad grisácea, que de nuevo hizo visible la niebla, la lluvia y las olas. Al mismo tiempo en las dos embarcaciones, los adustos marineros dieron señales de revivir, timoneando con especial atención, los ojos fijos en el horizonte cerrado. Un escollo emergió junto a las bordas, fragmentario entre las volutas de la bruma. Mientras lo costeaban, su derrotero era seguido desde lo alto por oscuras piedras y árboles achaparrados, batidos por el viento.

Yahan habían hecho algunas preguntas a uno de los marineros.

— Me ha dicho que atravesaremos la boca de un caudaloso río y que al otro lado está el único lugar adecuado para desembarcar que hallaremos en estas cercanías.

En aquel instante desaparecieron las rocas altas en la niebla y una bruma más densa envolvió la embarcación, que crujió ante el embate de una nueva corriente en su quilla. El dragón de la proa se meció antes de girar. El aire estaba blanco y opaco: el agua que golpeaba a borbollones las bordas del bote era turbia y rojiza. Los marineros se gritaron algo entre sí y a los de la otra embarcación.

— El río está crecido — indicó Yahan —, están tratando de virar… ¡Teneos fuerte!

Rocannon cogió a Kyo del brazo, en tanto que el bote se desviaba, inclinado, y giraba entre corrientes encontradas, ejecutando una loca danza, mientras los marineros luchaban por mantenerlo estabilizado y una ciega niebla ocultaba el agua y las bestias pugnaban por liberar sus alas, bramando aterrorizadas.

La cabeza de dragón volvía a enderezar su rumbo cuando una ráfaga de viento, cargada de niebla, embistió a la débil embarcación y la hizo escorar. La borda chocó contra las olas con un golpe seco; una vela, adherida a la superficie líquida, impedía que el casco del bote se enderezara. Roja y tibia, el agua llegó en silencio hasta el rostro de Rocannon, colmó su boca, cubrió sus ojos. Con desesperación el etnólogo se mantuvo asido a lo que tenía entre sus manos e intentó volver a respirar. El brazo de Kyo era lo que sus manos apresaban; ambos se perdieron en el mar salvaje y tibio como la sangre, que los arrolló arrastrándolos lejos del bote escorado. Rocannon gritó y su voz se fue muriendo en el silencio opaco y blanquecino de la bruma. ¿Habría una playa… dónde… a qué distancia? Nadó hacia la borrosa sombra del bote, sosteniendo siempre el brazo de Kyo.

— ¡Rokanan!

El dragón de proa del otro bote emergió, impertérrito, del blancuzco caos. Mogien estaba en el agua, luchando contra la corriente, y ató una cuerda al pecho de Kyo; Rocannon distinguió, vívida, la cara, las cejas arqueadas, el cabello rubio oscurecido por el agua. Los izaron a bordo, Mogien en último lugar.

Yahan y uno de los pescadores de Tolen habían subido antes. El otro marinero y dos bestias se habían ahogado, dentro de la embarcación. Se hallaban lejos, en la bahía, donde las corrientes y los vientos de la boca del río eran más débiles. Sobrecargado de hombres exhaustos y silenciosos, el bote enfiló a través del agua roja y las volutas de niebla.

— Rokanan, ¿cómo es posible? ¡No estás mojado!

Aturdido aún, Rocannon se miró las ropas empapadas y no comprendió. Kyo, con una sonrisa, tiritando, respondió por éclass="underline"

— El Vagamundo lleva una segunda piel.

En ese momento recordó que la noche anterior, para protegerse del frío y la humedad, se había puesto su traje protector, impermeable, dejando descubiertas sólo cabeza y manos. Y aún lo llevaba, y aún estaba en torno a su cuello el Ojo del Mar; pero su radio, sus mapas, su pistola y todos los otros objetos que lo ligaban a su propia civilización habían desaparecido.

— Yahan, volverás a Hallan.

Amo y sirviente se enfrentaban sobre la playa de la tierra meridional, en medio de la niebla, con las olas lamiéndoles los pies. Yahan no respondió.

Eran ahora seis jinetes y tres monturas. Kyo podía cabalgar con un normal y Rocannon con otro, pero Mogien era demasiado robusto para que una bestia soportara su peso y otro más durante varias jornadas; para no abusar de los animales, el tercer normal debía volver con la embarcación a Tolen. Mogien había decidido que fuera Yahan, el más joven.

— No te envío de regreso por nada malo que hayas hecho o dejado de hacer. Vete ya… los marineros aguardan.

El sirviente no se movió. Detrás de ellos los marineros apagaban el fuego encendido una hora antes. Pálidas chispas volaron entre la niebla.

— Señor Mogien Yahan, envía a Iot de regreso.

El rostro de Mogien se oscureció y su mano ya se crispaba en la empuñadura de la espada.

— ¡Vete, Yahan!

— No iré, Señor.

La espada silbó al salir de su vaina y Yahan, con un grito de desesperación, esquivó el golpe, giró y se perdió entre la niebla.

— Esperad por él un instante más — recomendó Mogien a los marineros, y su rostro estaba impasible —. Luego proseguid vuestro camino. Nosotros hemos de buscar el nuestro, ahora Pequeño Señor, ¿quieres ir sobre mi montura mientras camina?

Kyo estaba sentado, tiritando; no había comido ni dicho una palabra desde que llegaran a la costa de Fiern. Mogien lo sentó en la silla de la bestia gris y abrió la, encaminándose a través de la playa hacia tierra firme. Rocannon lo siguió, no sin antes lanzar una mirada hacia la dirección que había tomado Yahan, y luego fijó los ojos en Mogien: un ser extraño, amigo suyo, en un momento capaz de matar a un hombre, con fría cólera, y acto seguido capaz de hablar con simplicidad. Arrogante y leal, despiadado y suave, en sus alternativas inarmónicas Mogien era señorial.

El pescador había dicho que existía un caserío al este de la ensenada, de modo que marcharon hacia el este, entre la pálida niebla que los rodeaba como una suave cúpula de ceguera. Con las bestias aladas podrían haberse remontado por encima del manto neblinoso, pero rendidas y ariscas después de dos días de permanecer encadenadas en el bote, no querían volar. Mogien, Iot y Raho las conducían y Rocannon caminaba detrás, mirando de cuando en cuando con la esperanza de ver a Yahan, a quien apreciaba. Aún no se había quitado el traje protector, aunque no llevaba el casco, que lo aislaba por completo del mundo. Pero se sentía incómodo en la niebla enceguecedora, marchando por una playa desconocida, y comenzó a buscar alguna vara o rama que le sirviese de apoyo. Entre los surcos que dejaban las alas de las bestias y una faja de algas y espuma salada ya seca, advirtió una larga estaca de madera blanca; la limpió de arena y se sintió más seguro armado. Al detenerse, sin embargo, había quedado muy atrás; se apresuró a seguir las huellas de sus compañeros a través de la niebla. Una figura surgió a su derecha. En seguida supo que no se trataba de ninguno de sus compañeros y blandió la vara como si fuera una lanza, pero alguien lo aprisionó por la espalda y lo tendió en el suelo. Sintió que algo similar a piel mojada se apretaba contra su boca; luchó por liberarse y su recompensa fue un golpe en la cabeza que le hizo perder el sentido.

Al volver en sí, poco a poco y lleno de dolor, estaba echado sobre la arena, de espaldas. Erguidas, dos robustas figuras discutían con encono. Comprendía sólo algunas palabras del dialecto Olgyior que hablaban. «Dejémosle aquí», decía uno, y el otro respondió algo así como «matémosle, es una cosa sin valor». Al oír esas palabras, Rocannon se volvió a un lado y cubrió su cabeza y su cara con la máscara protectora. Uno de los gigantes se inclinó para observarlo y entonces comprobó que era un fornido hombre normal, envuelto en pieles.