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— Llévaselo a Zgama, tal vez Zgama lo quiera — dijo el otro. Luego de una larga discusión, Rocannon sintió que lo alzaban por los brazos y que lo arrastraban en una carrera despiadada. Intentó resistirse, pero el vértigo le llenaba de bruma el cerebro. Tuvo conciencia de que la niebla se tomaba más espesa, de voces, de un muro de palos y greda, de redes entrelazadas, de una antorcha alumbrando desde una pared. Luego un techo, más voces, la oscuridad. Por fin yacía de cara sobre la piedra, y al recobrar el sentido alzó la cabeza.

A su lado ardía una gran lumbre en un hogar del tamaño de una choza. Piernas desnudas y bordes de prendas raídas formaban una valla entre él y el fuego. Alzó la cabeza aún más y vio el rostro de un hombre: un normal, piel blanca, cabello oscuro, tupida barba, cubierto con una piel a listas verdes y negras y con un sombrero de piel.

— ¿Quién eres? — preguntó el normal, con ronca voz de bajo, mientras lo observaba.

— Yo… demando la hospitalidad de esta casa — dijo Rocannon luego de alzarse sobre sus rodillas. En ese momento no podía incorporarse por completo.

— Ya has recibido algo de ella — repuso el barbudo, en tanto que el etnólogo se tanteaba un bulto en el occipucio —. ¿Te apetece más?

Las piernas sucias y las ropas andrajosas rebulleron, los ojos oscuros mostraron su expectativa, los rostros blancos sonrieron.

Rocannon se apoyó sobre sus pies y se irguió. Aguardó silencioso e inmóvil hasta recuperar el equilibrio y hasta que se debilitara el martilleo de dolor en su nuca. Con un movimiento arrogante de la cabeza, clavó la mirada en los ojos negros y brillantes de su captor.

— Tú eres Zgama — le dijo.

El barbudo se hizo atrás, asustado. Rocannon, que se había visto en circunstancias semejantes en diversos mundos, sacó el mayor provecho que pudo de la situación.

— Yo soy Olhor el Vagamundo. He venido del norte y del mar, de la tierra que está detrás del sol. He venido en paz y he de irme en paz. A través de la Casa de Zgama me dirijo hacia el mar, ¡que ningún hombre me detenga!

— ¡Aaaah! — clamaron aquellos hombres de blancos rostros, sin dejar de mirarle. Tampoco él apartó sus ojos del rostro de Zgama.

— Yo soy el amo aquí — dijo el fornido normal, cuya voz sonaba consternada —. ¡Nadie atraviesa mi tierra!

Rocannon no habló ni pestañeó.

Zgama iba comprendiendo que en aquella batalla de miradas llevaba las de perder; todo su pueblo tenía los ojos fijos en el extranjero.

— ¡Deja de mirarme! — gritó. Rocannon no se movió; estaba frente a una personalidad batalladora, pero ahora era tarde ya para variar su táctica —. ¡Deja de mirarme! — Zgama otra vez y luego desenvainó la espada, la blandió y con un tremendo golpe intentó seccionar la cabeza del extranjero.

Pero la cabeza del extranjero no cayó; sólo se tambaleó, mientras que la espada rebotaba como contra una roca. Todos los que estaban alrededor de la lumbre susurraron un nuevo «aaaah». El prisionero se mantenía firme e inmóvil, con los ojos fijos en Zgama.

Zgama dudó; estuvo a punto de contradecirse y permitir que aquel misterioso individuo se marchara. Pero la tozudez de su raza se impuso, más allá de su desconcierto y temor.

— ¡Cogedlo! ¡Atadle las manos! — vociferó el normal. Al ver que sus hombres no se movían, él mismo cogió a Rocannon por los hombros y lo hizo girar.

Los restantes normales se precipitaron entonces hacia Rocannon, que no opuso resistencia. Su traje lo protegía de elementos exteriores, temperaturas extremas, radiactividad, choques y golpes de moderada velocidad y fuerza, como las balas y los golpes de espada; pero no le permitía liberarse de las manos de diez o quince hombres fornidos.

— ¡Ningún hombre ha atravesado la Tierra de Zgama, Amo de la Gran Bahía! — El Olgyior dio rienda suelta a su ira, una vez que sus brazos guerreros hubieron encadenado a Rocannon —. Eres un espía de los cabezas amarillas de Angien. ¡Sé quién eres! Llegas con tu lengua Angyar y tus hechizos y triquiñuelas y tus barcas con cabeza de dragón. ¡No te quiero aquí! Soy el amo de los rebeldes. Deja que los cabezas amarillas y sus parásitos esclavos lleguen aquí… ¡les haremos ver cómo sabe el bronce! ¿Has salido del mar arrastrándote para pedir un puesto junto a mi lumbre? Yo te calentaré, espía. Yo te daré carne cocida. ¡Atadlo a ese poste!

Aquel brutal estallido de cólera dio aliento a la gente de Zgama, y muchos se precipitaron para ayudar a atar al extranjero a uno de los pilares del hogar, que sostenía un enorme espetón sobre la lumbre, y para apilar leños alrededor.

Entonces se hizo el silencio. Con un par de zancadas, Zgama, sucio e imponente con su atuendo de pieles, se acercó; cogiendo una rama encendida, la agitó frente a los ojos de Rocannon y prendió fuego a la pira. Cundieron las llamas. En pocos segundos las ropas de Rocannon, la oscura capa y la túnica de Hallan, ardieron llameando en tomo a su cabeza frente a sus ojos.

— ¡Aaah! — susurraron los presentes una vez más.

Pero uno de ellos gritó:

— ¡Mirad! — al morir la llama, vieron, entre el humo, que la figura proseguía en pie, inmóvil, mientras lenguas de fuego aún lamían sus pies y sus ojos seguían fijos en Zgama. Sobre el pecho desnudo, pendiente de una cadena de oro, brillaba una enorme piedra, como un ojo abierto.

— Pedan, pecan — murmuraron las mujeres, y se refugiaron en los rincones oscuros.

Zgama quebró el ensalmo de silencio con su voz tonante:

— ¡Arderá! ¡Hacedlo arder! ¡Deho, trae más leños, el espía tarda mucho en quedar asado! — Arrastró a un muchacho hasta el fuego mortecino y le obligó a agregar leños a la pira — ¿No hay nada para comer? ¡Traedme comida, mujeres! Ya ves nuestra hospitalidad, tú, Olhor. ¡Mírame comer! — De una fuente que una mujer le presentaba, arrebató un trozo de carne y se plantó frente a Rocannon desgarrando el trozo a mordiscos, llenándose la barba de grasa. Dos de sus hombres le imitaron; los más se mantenían a buena distancia del hogar; pero Zgama los incitaba a comer, beber y gritar, y algunos jóvenes se animaron mutuamente a acercarse y echar otro leño a la pira en la que el hombre, mudo y sereno, se erguía mientras las llamas serpenteaban en torno a su piel rojiza, de extraño brillo.

Fuego y agitación se aplacaron por fin. Hombres y mujeres dormían arrollados en sus pieles, sobre el suelo, en los rincones, sobre las cenizas tibias. Dos hombres montaban guardia, las espadas sobre sus rodillas y los cuencos en la mano.

Rocannon cerró los ojos. Con dos dedos abrió la mascarilla de su traje y volvió a respirar aire fresco. La noche se deslizó lenta y el alba surgió indolente. A la luz grisácea, entre la bruma que se colaba por los agujeros de las ventanas, la figura de Zgama apareció deslizándose por el suelo sucio, tropezando con los cuerpos dormidos; sus ojos inspeccionaron al prisionero. La mirada del cautivo era grave y firme, la del captor impotente pero empecinada.

— ¡Arde, arde! — gritó Zgama y se alejó.

Fuera del rústico salón Rocannon percibía los ronroneos de una bestia alada, uno de aquellos robustos animales domesticados por los Angyar, que tendría, tal vez, las alas recortadas y pastaría en los acantilados. Nadie quedaba en el salón, excepto algunas criaturas y unas pocas mujeres, que se mantuvieron bien lejos del prisionero, incluso cuando llegó la hora de cocer la carne de la cena.

Para ese momento Rocannon había estado de pie y atado durante treinta horas, y se sentía dolorido y sediento. Ese era su punto débiclass="underline" la sed. Podía no comer por largo tiempo y suponía que lograría tolerar las cadenas también, aunque su cabeza ya daba vueltas; pero sin agua no soportaría más que otro de aquellos largos días.