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Impotente como se hallaba, nada diría a Zgama, no urdiría ningún truco ni soborno que aumentara la obstinación del bárbaro.

Esa noche, mientras el fuego danzaba frente a sus ojos y mientras a través de él veía el rostro barbado, blanco y rechoncho de Zgama, continuaba viendo en su mente una cara bien distinta, de cabellos claros y piel oscura: Mogien, a quien había llegado a amar como amigo y, en cierta medida, como hijo. Al tiempo que fuego y noche se extinguían, pensó también en su diminuto amigo, el Fian Kyo, infantil y misterioso, ligado a él por un vínculo que no intentaba comprender; vio a Yahan celebrando a los héroes y a Iot y a Raho refunfuñando y riendo mientras cepillaban a las grandes bestias aladas; vio a Haldre desprendiendo la cadena de oro de su cuello. Nada de su vida anterior volvió a su mente, aun cuando habla vivido muchos años en muchos mundos, había aprendido mucho, había hecho mucho. Todo se había calcinado en el tiempo. Creyó estar en Hallan, junto al muro cubierto con tapices cuyos dibujos presentaban hombres luchando contra gigantes, y que Yahan le ofrecía un cuenco con agua.

— Bebe, Señor de las Estrellas. Bebe. Y bebió.

V

Feni y Feli, las dos enormes lunas, mecían sus blancos reflejos sobre la superficie del agua, cuando Yahan le tendió un segundo cuenco para que bebiera. La lumbre del hogar se había reducido a unas pocas ascuas. El salón estaba en sombras; los rayos lunares proyectaban sus listas plateadas. Algunos ronquidos y la respiración pesada de los hombres de Zgama quebraban, pausados, el silencio.

Con infinita precaución Yahan lo libró de sus cadenas; Rocannon apoyó todo el peso de su cuerpo en la estaca: sus piernas estaban entumecidas y casi no le sostenían.

— Durante toda la noche hay vigilancia en la puerta exterior — murmuraba Yahan junto a su oído — y los guardias están siempre en vela. Mañana, cuando se reúnan…

— Mañana por la noche. No puedo correr. Tendré que engañarlos. Engancha la cadena, así podré descansar sobre ella, Yahan. Pon aquí el cierre, junto a mi mano.

Uno de los normales se revolvió, muy cerca, y Yahan, con un gesto de inteligencia dibujado apenas en la claridad lunar, se echó entre las sombras.

Al amanecer Rocannon lo vio cuando, junto con otros hombres, llevaba a pacer los alados rebaños de herilor, vestido como los demás, con una piel sucia, y con el cabello negro pegoteado a las sienes. Nuevamente apareció Zgama, para observar a su cautivo. Rocannon sabía que aquel hombre habría dado la mitad de sus gentes y de sus esposas por librarse de su huésped extraterreno, pero que estaba atrapado en su propia crueldad: el carcelero era prisionero del prisionero. Zgama había dormido entre las cenizas calientes y su cabello estaba sucio, de modo que él parecía ser el hombre quemado, y no Rocannon, cuya piel desnuda aparecía intacta. Todos fueron partiendo y una vez más la habitación quedó vacía por el resto de la jornada, aunque algunos guardias permanecían junto a la puerta. Rocannon dedicó su tiempo a ejecutar, en forma subrepticia, algunos ejercicios isométricos. Cuando, al pasar, tina mujer lo sorprendió estirándose, prosiguió con sus flexiones mientras canturreaba por lo bajo, con voz mal modulada. La mujer se echó al suelo y gateando entre sollozos se alejó de prisa.

La niebla oscura se dejaba entrever detrás de las ventanas. Sombrías mujeres pusieron a cocer unos trozos de carne y de pescado; los rebaños alborotaban afuera, a su regreso del pastoreo; Zgama y sus hombres llegaron con las barbas y las ropas brillantes de gotas de agua. Todos se sentaron en el suelo, para comer. El salón se llenó de ruidos, humo, vapores. La tensión de volver a enfrentarse, una vez más, con lo desconocido era evidente.

— ¡Echad leña a la piral ¡Aún lo hemos de asar! — Los rostros estaban hoscos, las voces sonaban irritadas. Zgama se acercó para acercar un leño encendido a la pira, pero ninguno de sus hombres se movió.

— ¡Me comeré tu corazón, Olhor, cuando esté frito entre tus costillas! Usaré tu piedra azul de nariguera! — Zgama se sentía enloquecer frente a la mirada fija y silenciosa que por dos noches lo persiguiera —. ¡Yo te haré cerrar los ojos! — vociferó, y cogiendo un pesado leño del suelo lo arrojó con fuerza contra la cabeza de Rocannon; al propio tiempo dio un salto hacia atrás, como si lo poseyera el terror. El leño cayó entre las ascuas, un extremo fuera del fuego.

Lentamente, Rocannon hizo descender su mano derecha hasta asir el leño; lo removió entre las llamas hasta encenderlo; lo elevó luego hasta la altura de los ojos de Zgama y, muy lentamente, dio un paso adelante. Las cadenas cayeron. Las llamas brincando, esparcían chispas y ascuas sobre sus pies desnudos.

— ¡Fuera! — dijo marchando en línea recta hacia Zgama, que retrocedía paso a paso —. No eres tú el amo. El hombre sin ley es un esclavo, el hombre cruel es un esclavo, y el hombre estúpido es un esclavo. Tú eres mi esclavo; serás mi bestia de carga. ¡Fuera!

Zgama bloqueó la puerta con sus brazos, pero el leño ardiente se acercaba a sus ojos y él brincó hacia el patio. Los guardias, echados por tierra, estaban inmóviles. En la puerta exterior, antorchas resinosas iluminaban la niebla; no había más ruido que el del movimiento de los rebaños en sus establos y el bronco rumor del mar más allá de los acantilados. Paso a paso Zgama retrocedía hacia la puerta iluminada por la luz de las antorchas. Su rostro blanco y negro estaba pálido en una mueca mientras el leño ardiente se le aproximaba. Paralizado por el pavor, el normal se apoyó en una de las jambas de la puerta; su cuerpo macizo bloqueaba la salida. Rocannon, exhausto y vengativo, le hizo trastabillar, empujándolo con el leño ardiente, sobre su cuerpo y se internó en la negrura brumosa. Caminó cincuenta pasos en la oscuridad, tropezó y ya no logró alzarse.

Nadie le perseguía. Nadie acudió en su busca. Se tendió semiinconsciente sobre la hierba de la duna. Después de largo tiempo las antorchas se extinguieron o fueron apagadas; sólo quedó la noche. El viento silbaba entre las hierbas, el mar murmuraba allá abajo.

Cuando la niebla comenzó a disiparse, cuando las lunas brillaron entre las volutas brumosas, Yahan lo halló cerca del borde del acantilado. Con su ayuda, Rocannon se puso en pie y caminó. A ciegas casi, tropezando, arrastrándose sobre manos y rodillas cuando el camino era difícil y la oscuridad los envolvía, se encaminaron hacia el sudeste, lejos de la costa. Por dos veces detuvieron la marcha para recuperar fuerzas y Rocannon quedó dormido en el mismo instante. Pero Yahan lo despertó y obligó a andar en ambas ocasiones, hasta que al amanecer se hallaron en un valle cubierto de árboles. Los ramajes se veían negros entre la niebla densa. Yahan y Rocannon continuaron por el lecho que habían estado siguiendo, pero no avanzaron mucho. Rocannon se detuvo y dijo en su propia lengua:

— No puedo seguir.

Yahan halló un espacio arenoso cubierto por arriba, y allí se echaron; como un animal en su guarida, Rocannon durmió.

Al despertar, quince horas más tarde, al atardecer, Yahan estaba a su lado y le tendió algunas hojas y raíces verdes para que comiera.

— Aún no estamos en la estación cálida; no hay frutas — dijo con pesar — y aquellos estúpidos cogieron mi arco; he armado unas trampas, pero habrá que esperar hasta la noche.

Rocannon comió las raíces con avidez, y cuando hubo bebido y desentumecido sus músculos, pudo volver a pensar. Preguntó:

— Yahan, ¿cómo es que estabas con la gente de Zgama?

El joven normal bajó los ojos y enterró algunos restos de las raíces en la arena.