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— Bien, Señor, tú sabes que yo… he desafiado a mi Señor Mogien. Así que después he pensado que debía unirme a los rebeldes.

— ¿Sabías de ellos?

— En mi tierra se habla de lugares en los que nosotros, los Olgyior, somos a la vez señores y sirvientes. También se ha dicho que en los viejos tiempos sólo nosotros, los normales, vivíamos en Angien, cazando en los montes, y no teníamos amos; y los Angyar llegaron desde el sur en botes con cabezas de dragón… Bien, hallé el fuerte y la gente de Zgama me tomó por un fugitivo de alguna otra plaza costera. Cogieron mi arco, me pusieron a trabajar, no hicieron preguntas. Así ha sido; luego te he hallado a ti. Aunque no hubieras llegado, me habría escapado. ¡No quiero ser señor entre tales idiotas!

— ¿Sabes dónde estarán nuestros compañeros?

— No. ¿Los buscarás, Señor?

— Llámame por mi nombre, Yahan. Si; si existe la posibilidad de hallarlos, los buscaré. No podremos cruzar un continente solos, a pie, sin ropas ni armas.

Yahan nada dijo; continuó revolviendo la arena, con la vista fija en el arroyuelo que corría entre las luces y sombras que dejaban pasar las ramas de las coníferas.

— Si mi amo Mogien me halla, me matará. Es su derecho.

De acuerdo con el código Angyar, así era; y si alguien respetaba ese código, era Mogien.

— Si hallaras un nuevo amo, el antiguo no podría tocarte, ¿no es verdad, Yahan?

El muchacho asintió.

— Pero el hombre rebelde jamás hallará un nuevo amo.

— No lo creas. Prométeme tu servicio y yo responderé por ti ante Mogien… si damos con él. No sé qué palabras usáis vosotros.

— Decimos — Yahan habló con voz débil — a mi Señor entrego las horas de mi vida y el uso de mi muerte.

— Los acepto. Y con ellos mi propia vida que tú me has devuelto.

El arroyo corría ruidoso desde las piedras altas y el cielo se oscureció con solemnidad. Avanzado el crepúsculo, Rocannon se quitó su traje protector y, tendiéndose en la corriente, permitió que el agua corriera por su cuerpo y lavara el sudor, la fatiga, el miedo y el recuerdo del fuego lamiendo sus ojos. El traje era un manojo transparente y semiinvisible de tubos delgadísimos, cordeles y un par de cubos translúcidos del tamaño de una uña. Yahan le echó una mirada inquieta cuando Rocannon volvió a ponerse el protector, ya que no tenía otra ropa y Yahan había debido cambiar sus prendas Angyar por dos sucias pieles.

— Señor Olhor — preguntó el joven, por fin —, ¿ha sido… ha sido esa piel la que te ha protegido? ¿O el… el collar?

El collar estaba oculto ahora en la bolsa de amuletos de Yahan, en torno del cuello de Rocannon, que respondió con suavidad:

— La piel. Nada de hechizos. Se trata de una armadura muy fuerte.

— ¿Y el leño blanco?

Reparó en el palo con uno de sus extremos carbonizado. Yahan lo había cogido de entre la hierba, junto al acantilado, y ya antes los hombres de Zgama lo habían llevado al fuerte junto con él. Todos parecían empeñados en que conservara el leño: ¿qué podía hacer un brujo sin su vara?

— Vaya — dijo —, será un buen bastón, si debemos caminar. — Volvió a estirarse y, por toda cena, bebió de la corriente del arroyo, sombría, fresca, ruidosa.

Por la mañana siguiente, tarde, al despertarse, se sintió recuperado y hambriento. Yahan había partido al alba, para revisar sus trampas y porque tenía demasiado frío para quedarse quieto en el húmedo refugio. Regresó sólo con un puñado de hierbas y buena cantidad de pésimas noticias. Había trepado por el cerro boscoso a cuyo pie, de frente al mar, se hallaban; desde la cima había visto otra amplía extensión de mar, al otro lado.

— Esos malnacidos comedores de pescado de Tolen, ¿nos habrán dejado en una isla? — perdido el habitual optimismo a causa del frío, el hambre y la duda.

Rocannon intentó recordar el trazado de la costa, tal como lo había visto en sus perdidos mapas. Un frío procedente del oeste desembocaba al norte de. una amplia lengua de tierra, ocupada por un cordón montañoso costero, orientado de este a oeste; entre esa lengua y la porción continental de tierra, había un estrecho, tan amplio como para haber quedado bien registrado en los mapas y en su memoria. ¿Cien, doscientos kilómetros?

— ¿Muy ancho? — preguntó a Yahan.

— Muy ancho — fue la desalentada respuesta —. No sé nadar, Señor.

— Podemos caminar. Estos cerros llegan hasta tierra firme, al oeste de aquí. Mogien nos buscará en esta dirección, probablemente.

Ahora le correspondía asumir el liderazgo; Yahan ya había hecho más de la cuenta. Pero su corazón estaba abatido ante la idea del amplio rodeo a través de un país desconocido y hostil. Yahan no se había cruzado con nadie, pero había marchado por senderos perdidos y, sin duda, debía de haber hombres en esos bosques, que traerían dificultades.

Con todo, en la esperanza de que Mogien Podría hallarlos — si vivía aún y estaba libre y todavía conservaba las monturas —, tenían que marchar hacia el sur, hacia el interior, porque allí estaba el objetivo del viaje.

— En marcha — dijo Rocannon, y comenzaron a caminar.

Poco después del mediodía alcanzaron la cima del cerro: una amplia ensenada, gris plomo bajo un cielo amenazante, se extendía de esté a oeste, hasta donde llegaba la vista. De la costa sur sólo se vislumbraba una línea oscura de colinas bajas. El viento que surgía de la ensenada era frío al golpear sus espaldas mientras descendían hacía la playa y reemprendían la marcha hacia el oeste. Yahan observó las nubes, hundió la cabeza entre los hombros y dijo con pesadumbre:

— Está a punto de nevar.

Poco después cayó la nieve, una nevisca ventosa de primavera, que se desvanecía en la tierra y en el agua oscura de la ensenada. El traje protector guardaba a Rocannon del frío, pero la fatiga y el hambre lo llenaban de preocupación. Yahan, además de preocupación, sentía el frío. Marchaban afligidos: nada más podían hacer. Vadearon un riacho, luchando por alcanzar la otra orilla entre las malezas y la nieve. De pronto se encontraron cara a cara con un hombre.

¡Uj! — exclamó el individuo, sorprendido y luego admirado, porque veía a dos hombres avanzando en una tormenta de nieve, uno con los labios violáceos y estremecido de frío, envuelto en unas sucias pieles, el otro tieso y desnudo —. ¡Hey! — volvió a exclamar. Era alto, huesudo, encorvado; llevaba largas barbas y sus ojos oscuros tenían un destello salvaje —. ¡Eh, vosotros! — los interpeló en lengua Olgyior —. ¡Os congelaréis a muertes!

— Hemos tenido que nadar… nuestra barca zozobró — logró improvisar Yahan con rapidez —. ¿Tienes una casa con fuego, cazador de pejijunur?

— ¿Estabais cruzando la ensenada desde el sur?

El hombre parecía confuso, y Yahan respondió con un gesto vago:

— Somos del este… hemos venido a comprar pieles de pejijunur, pero todo lo que hemos traído para mercar se ha perdido en el agua.

— Ajá — asintió el salvaje, aún confuso; a pesar de todo, una pizca de astucia parecía sobreponerse a sus temores —. Seguidme, tengo fuego y comida — aseguró y se adentró en la nieve que se abatía sobre ellos en ráfagas. Poco después arribaron a la choza, encaramada sobre una altura entre el cerro boscoso y la ensenada. Por dentro y por fuera se parecía a cualquier choza de invierno de los normales de los bosques y colinas de Angien, y Yahan se acuclilló junto a la lumbre con una expresión de real alivio, como si se hallase nuevamente en casa. El gesto serenó al huésped, más que cualquier ingeniosa explicación.

— Atiza el fuego, tú — Ordenó mientras le alcanzaba a Rocannon una capa de tosco tejido para que se envolviera en ella.

Luego de desembarazarse de su propia capa, el hombre acomodó un cuenco rebosante de algún cocido entre las ascuas; acto seguido se acuclilló junto a ellos, de buen talante; sus ojos iban de uno a otro.