— Mi familia fue dueña de un gran tesoro hace tiempo — le dijo —. Era un collar de oro con una piedra azul en el centro… ¿un zafiro?
Sonriente, Durossa alzó los hombros; no estaba segura del nombre. Estaba muy avanzada la estación cálida del año, el verano de aquellos Angyar del norte, dentro de su año de ochocientos días que inicia el ciclo de los meses en cada nuevo equinoccio. Para Semley, aquél resultaba un calendario extraño, el cómputo típico de los hombres normales. Su familia se extinguía ahora, pero su sangre era más antigua y más pura que la de cualquiera de los integrantes del grupo del noroeste, que con tanta libertad se unían a los Olgyior. Sobre un asiento de piedra, Semley y Durossa contemplaban los rayos de sol desde una ventana alta de la Gran Torre, en el apartamento de las mujeres casadas. Viuda desde su juventud y sin hijos, Durossa había sido otorgada en segundo matrimonio al Señor de Hallan, que era hermano del padre de ella. Por ser ésta una boda entre parientes y la segunda para ambos, Durossa no recibía el título de Señora de Hallan — que Semley habría de ostentar algún día —, pero se sentaba en el trono, junto al anciano señor y gobernaba con él sus dominios. Mayor que su hermano Durhal, amaba a la joven esposa de éste y se deleitaba con la rubia Haldre.
— Fue comprado — prosiguió Semley — con todas las riquezas que mi antepasado Leynen obtuvo cuando se apoderó del sur de Fief, ¡toda la riqueza de un reino por una joya! Oh, sin duda podría oscurecer a cualquier otra aquí, en Hallan, aun a esos enormes cristales que lleva tu primo Issar. Era tan bello que le dieron un nombre propio; lo llamaban Ojo del Mar. Mi bisabuela lo llevaba.
— ¿Tú nunca lo viste? — preguntó la mujer, con lentitud, mientras contemplaba las verdes colinas donde el largo verano hacía soplar sus cálidos vientos incansables por entre los bosques y los caminos blancos, hasta alcanzar la lejana costa.
— Se perdió antes de que yo naciera. No, mi padre me ha dicho que fue robado antes de que los Señores de las Estrellas Regasen a nuestros dominios. El prefería no tocar el asunto, pero una anciana de la casta común, sabedora de toda clase de cuentos, siempre me ha asegurado que los Fiia han de saber dónde está.
— ¡Ah, los Fiia! ¡Cuánto me gustaría verlos! — dijo Durossa —. Conocen tantas canciones y leyendas… ¿Por qué nunca vendrán a las Tierras del Oeste?
— Demasiado altas, demasiado frías, creo. Gustan del sol de los valles del sur.
— ¿Se asemejan a los gredosos?
— A ésos no los conozco; se mantienen alejados de nosotros en el sur. ¿No son blancos, como los hombres normales, y deformes? Los Fiia son graciosos; se asemejan a los niños, sólo que más delgados y sensatos. Me pregunto si sabrán dónde está el collar, quién lo robó y dónde lo oculta. Piensa, Durossa, si yo pudiera ir a una fiesta de Hallan y sentarme junto a mi marido con toda la riqueza de un reino en torno a mi cuello y eclipsar a las otras mujeres, tal como ellas eclipsan a los hombres.
Durossa inclinó el rostro hacia la niña, que examinaba sus propios piececitos oscuros sobre una manta, entre su madre y su tía.
— Semley es una simple — murmuró a la niña —; Semley, que brilla como una estrella fugaz, Semley, la mujer de un hombre que no quiere más oro que el de ella…
Y Semley, viendo las verdes colinas del verano que llegaban hasta el mar distante, callaba.
Pero cuando hubo pasado otra estación fría y hubieron regresado, una vez más, los Señores de las Estrellas para coger sus tributos por la guerra — y esta vez una pareja de gredosos enanos les servía de intérpretes, de modo que todos los Angyar se sintieron humillados hasta el límite de la rebeldía —, y cuando hubo pasado también otra estación cálida y Haldre ya había crecido hasta convertirse en una dulce y locuaz niña, Semley la llevó consigo, una mañana, hasta la solana de Durossa, en la Torre. Semley lucía una vieja capa y una capucha cubría sus cabellos.
— Ten contigo a Haldre por unos pocos días, Durossa — pidió con calma, pero de prisa —. voy a ir al sur, a Kirien.
— ¿Vas a ver a tu padre?
— Hallaré mi herencia. Vuestros primos de Harget Fief se han mofado de Durhal; incluso Parna, ese mestizo, se cree con derecho a atormentarlo porque su mujer tiene un edredón de raso para su lecho y unos pendientes de diamante y tres vestidos… ¡Esa bruja de pelo negro! Y en tanto, la mujer de Durhal ha de remendar su vestido…
— ¿El orgullo de Durhal está en su mujer o en lo que ella lleva?
Pero Semley no cambió su propósito.
— Los Señores de Hallan se han convertido en hombres pobres en su propia mansión. Traeré mi dote a mi señor, tal como una de mi estirpe debe hacerlo.
— ¡Semley! ¿Sabe Durhal que partes?
— Dile que el mío será un regreso feliz — respondió la joven Semley rompiendo en una breve risa gozosa, luego se inclinó a besar a su hija, y antes de que Durossa pudiese hablar ya marchaba, ligera como el viento, sobre el suelo de piedra de la solana.
Las mujeres casadas de los Angyar jamás cabalgaban, sino por necesidad, y Semley no había salido de Hallan después de su matrimonio; ahora, al montar sobre la alta silla de su animal alado se sintió niña otra vez, como la doncella indómita que había sido, cabalgando sobre escuálidas bestias con el viento del norte, a través de los campos de Kirien, pero su montura actual provenía de las montañas de Hallan, era de la mejor de las razas, de piel a rayas, recia y lustrosa. extremidades vivaces, ojos verdes, penetrantes a pesar del viento, claras y vigorosas alas que se elevaban y caían a cada lado de Semley, descubriendo y ocultando, descubriendo y ocultando las nubes por encima y las colinas por debajo.
En la tercera mañana arribó a Kirien y, una vez más, se detuvo en medio de las salas ruinosas. Su padre había estado bebiendo durante toda la noche y, como en días pasados, la luz del sol, filtraba por entre las grietas de los techos, lo abrumaba. La presencia de su hija aumentó su disgusto.
— ¿A qué has venido? — en tanto que sus ojos hinchados recorrían las paredes y el rostro de la joven. La mata de fuego de su cabellera había desaparecido y sólo gruesas arrugas le cubrían el cráneo —. ¿El joven de Hallan no se ha casado contigo y vienes aquí con tus lloros?
— Soy la mujer de Durhal; he venido a buscar mi dote, padre.
Ebrio aún, gruñó una vez más, con enfado; pero la sonrisa de ella fue tan dulce que se sintió vencido.
— ¿Es verdad, padre, que los Fiia han sido los que robaron el collar, el Ojo del Mar?
— ¿Cómo puedo saberlo? Son viejas leyendas. Esa joya se perdió antes de nacer yo, creo, y quisiera no haber nacido nunca. Pregúntale a los Fiia, si quieres saberlo. Vete con ellos, vuelve con tu marido, déjame solo aquí. No hay espacio en Kirien para las muchachas, el oro y todo lo demás. Aquí ya es el fin; ésta es una plaza perdida, vacía. Los hijos de Leynen han muerto todos; sus riquezas han desaparecido. Sigue tu camino.
Gris e hinchado, casi como un pordiosero en una casa ruinosa, se volvió, tambaleante, para ir a ocultarse de la luz del sol, en los sótanos.
Con la rienda de su cabalgadura alada entre las manos, Semley abandonó el antiguo hogar. Marchaba hacia una colina escarpada, luego de atravesar la aldea de hombres normales, que la saludaron con hosco respeto. En los campos pacían las bestias aladas y semisalvajes, en grandes rebaños. Semley descendió por un valle de verde intenso, rebosante de sol. En lo profundo del valle estaba asentada la aldea de los Fiia, y al par que ella iba descendiendo, con la rienda entre las manos, las diminutas gentes corrían a su encuentro desde huertas y jardines riendo y nombrándola con sus finas vocecillas:
— ¡Salud, esposa de Hallan, Señora de Kirien, Dama de los Vientos, Semley la Bella!
Todos coreaban dulces nombres y ella los oía con placer, sin enfadarse por sus carcajadas, porque los Fiia reían a cada palabra: era su actitud habitual, hablar y reír. Se detuvo, firme y erguida en su capa azul, en el centro de la bienvenida.