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— Siempre nieva en esta época del año; muy pronto nevará más aún. Hay lugar para vosotros. Somos tres aquí, durante el invierno. Los otros llegarán esta noche, o mañana, o en seguida; deben de estar pasando la nevisca en el cerro; salieron de caza. Somos cazadores de pejijunur, como tú has dicho. Lo has sabido por mis flautas, ¿eh, muchacho? — Palpó la pesada flauta que pendía de su cintura y sonrió. Tenía un aspecto fiero, salvaje y como enloquecido, pero su hospitalidad era franca. Les sirvió cocido en abundancia y al oscurecer les hizo lugar para que descansaran. Rocannon no perdió tiempo. Se echó entre las pieles hediondas que hacían las veces de cama, para dormirse en el acto, como un niño.

Al día siguiente aún caía la nieve; la tierra estaba blanca, oculta bajo una capa espesa. Los compañeros del dueño de la choza no hablan regresado.

— Seguramente habrán dormido al otro lado de la Espina, en la aldea de Timash. Ya vendrán cuando deje de nevar.

— ¿La Espina es el brazo de mar?

— No, eso se llama estrecho; no hay aldeas al otro lado. La Espina es el cerro, las colinas de allá arriba. ¿De dónde venís vosotros? Tú hablas casi como yo, pero tu tío no.

Yahan echó una mirada de disculpa a Rocannon, que seguía durmiendo mientras le endosaban un sobrino.

— Oh… él es de las Tierras del Interior; hablan de otro modo. Nosotros también llamamos estrecho a estas aguas. Me gustaría saber de alguien que pudiera cruzamos en barca.

— ¿Iréis ir hacia el sur?

— Bien… ahora que todos nuestros bienes se han perdido, no somos más que pordioseros. Será mejor que regresemos.

— Hay un bote en la playa, cerca. Cuando deje de nevar lo buscaremos; te lo aseguro, chico, cuando hablas tan fresco de ir hacia el sur se me hiela la sangre. Nadie vive entre la ensenada y las grandes montañas, que yo sepa, como no sean los Innombrables. Todas esas son historias viejas, ¿y quién puede decir siquiera que allá haya montañas? Yo he estado al otro lado de la ensenada y no habrá muchos hombres que te puedan decir otro tanto. Allí he estado, cazando, en las colinas. Hay mucho pejijunur allá, cerca del agua. Pero ni una sola aldea. Ni hombres. Nada. Y no me gustaría pasar la noche allá.

— Sólo seguiremos la costa sur hacia el este — dijo Yahan con indiferencia; pero se sentía perplejo, porque, a cada pregunta, sus invenciones debían hacerse más complejas.

Pero al mentir lo había guiado un instinto correcto:

— Por fortuna no vienes del norte — el huésped, Piai, gruñó en tanto que afilaba la hoja de su cuchillo sobre una piedra —. No hay hombre que cruce la ensenada, y al otro lado del mar sólo están esos tipos sarnosos que sirven de esclavos a los cabezas amarillas. ¿No los conoce tu pueblo? En el país del norte, más allá del mar, existe una raza de hombres de cabeza amarilla. Es la verdad. Dicen que las casas en que viven son altas como árboles y que llevan espadas de plata y que cabalgan entre las alas de las bestias aladas. Yo lo creeré cuando lo vea. La piel de esos animales tiene buen precio en la costa; pero son muy peligrosos de cazar, imagínate lo que será domarlos y montarlos, no se puede creer todo lo que la gente cuenta. Con las pieles de los pejijunur me va muy bien. Puedo atraer a todas las bestias que estén a un día de vuelo a la redonda. ¡Escucha! — Aplicó sus labios a la siringa y fue creciendo un lamento apenas audible al principio, cambiante, palpitando quebradamente hasta convertirse en una melodía similar al grito salvaje de una bestia. Un escalofrío atravesó la espalda de Rocannon; ya antes, en los bosques de Hallan, había oído esa melodía. Yahan, entrenado como cazador, reía excitado, gritaba como en las partidas de caza, a la vista de la presa:

— ¡Sigue, sigue!

Piai y Yahan pasaron el resto de la tarde intercambiando historias de sus cacerías, en tanto que afuera la nieve caía aún, ahora sin viento, serena.

El día siguiente amaneció despejado. Como en una mañana de la estación fría, el violento brillo del sol cegaba al reflejarse en las colinas nevadas. Antes de mediodía Regaron los dos compañeros de Piai con unas pocas pieles vellosas de pejijunur. De cabello oscuro y robusto, semejantes a todos los Olgyior del sur, parecían más salvajes que Piai; temerosos como animales frente a los forasteros, los evitaban aunque los examinaron de soslayo.

— Llaman a mi gente esclavos — dijo Yahan a Rocannon, en una ocasión en que los otros estaban fuera de la cabaña —. Pero yo prefiero ser un hombre al servicio de hombres que una bestia cazando bestias, como éstos. — Rocannon hizo un rápido gesto y Yahan guardó silencio cuando uno de los sureños volvió a entrar, mirándolos de lado, sin una palabra.

— Será mejor que nos marchemos — musitó Rocannon en lengua Olgyior, que dominaba un poco mejor al cabo de aquellos dos días. Hubiera querido no estar allí al regreso de los compañeros de Piai, y también Yahan se sentía incómodo, de modo que habló con Piai, quien en ese momento llegaba:

— Nos marcharemos, este buen tiempo durará hasta que alcancemos la ensenada. Si no nos hubieras alojado, no habríamos sobrevivido a estos dos días de borrasca. Y nunca he oído la canción del pejijunur tocada como la tocas tú. ¡Que vuestras cacerías sean afortunadas!

Pero Piai estaba quieto y nada decía. Por fin, echó un escupitajo a la lumbre y girando los ojos farfulló:

— ¿La ensenada? ¿No quieres cruzar en bote? Hay un bote. Es mío. En fin, puedo usarlo, os llevaremos al otro lado del agua.

— Os ahorraréis seis días de marcha — explicó el más bajo de todos, Karmik.

— Así os ahorraréis seis días de viaje — repetía Piai —. Os cruzaremos con el bote. Ahora podemos ir.

— De acuerdo — contestó Yahan tras intercambiar una mirada con Rocannon; nada podían hacer.

— Adelante, pues — gruño Piai, y así, de forma abrupta, sin ofrecerles ninguna provisión, abandonaron la cabaña, Piai a la cabeza, sus compañeros a la zaga. El viento era suave, el sol brillante. Aunque la nieve persistía en los lugares protegidos, el camino estaba lleno de fango pegajoso y avanzaron chapoteando por trechos. Siguieron la línea de la costa, hacia el oeste, y ya se había puesto el sol cuando en una pequeña cueva hallaron un bote con sus remos, afianzado con rocas y alguna cuerda. El rojo del poniente teñía el agua y el cielo del oeste; por encima del resplandor rojizo, la diminuta luna Heliki resplandecía en su creciente, y en el profundo firmamento oriental surgió la Gran Estrella. La lejana compañera de Fomalhaut semejaba un ópalo. Por debajo del cielo brillante, por encima del agua brillante, las amplias playas montuosas y oscuras.

— Aquí está el bote — dijo Piai, que se detuvo y los enfrentó; su rostro estaba rojo con la luz del poniente. Los otros dos se acercaron en silencio a Rocannon y Yahan.

— Tendréis que remar en la oscuridad al regreso — dijo Yahan.

— La Gran Estrella ilumina; será una noche clara. Ahora, muchacho, veamos cuál será la paga para que os crucemos al otro lado.

— Ah — dijo Yahan.

— Piai lo sabe: no tenemos nada. Esta capa es presente suyo — intervino Rocannon que, al ver cómo soplaba el viento, no se preocupaba ya de que su acento los delatara.

— Somos unos pobres cazadores. No podemos hacer regalos — dijo Karmik, cuya voz era más suave y cuyo aspecto parecía más común e insignificante que el de Piai y el otro cazador.

— Nada tenemos — insistió Rocannon —. No podremos pagaros. Dejadnos aquí mismo.

Yahan comenzó a repetir las palabras de Rocannon con mayor claridad, pero Karmik le interrumpió:

— Llevas una bolsa en tomo al cuello, extranjero, ¿qué tienes ahí?