— Mi alma — repuso Rocannon sin vacilar.
Todos clavaron los ojos en él, incluso Yahan. Pero no estaba en condiciones de baladronear, así que la pausa fue breve. Karmik echó mano de su cuchillo de caza y se acercó; Piai y el otro lo imitaron.
— Vosotros estábais en el fuerte de Zgama — dijo el cazador —. Por allí cuentan un larga historia, en la aldea Timash. Que un hombre desnudo soportó el fuego y que quemó a Zgama con un palo blanco y que salió andando del fuerte, llevando una gran piedra en una cadena de oro alrededor del pescuezo. Hablan de magia y hechizos. Se me hace que están todos locos. Tal vez no se te pueda herir. Pero éste… — sujetó a Yahan, rápido como la luz, cogiéndole por el pelo; le giró la cabeza hacia atrás y hacia un lado y apoyó el cuchillo en su garganta —. Chico, dile al extranjero que lleváis con qué pagar vuestro alojamiento, ¿quieres?
Todos estaban en silencio. El resplandor rojo se deslucía en el agua, la Gran Estrella refulgía en el este, el viento frío los traspasaba, de camino hacia el mar.
— No queremos lastimar al muchacho — farfulló Piai, con una mueca de su tosco rostro —. Haremos lo que os he dicho: os llevaremos al otro lado, pero pagad. No me dijisteis que teníais oro para pagar. Decís que perdisteis todo vuestro oro. Habéis dormido bajo mi techo. Dadnos esa cosa y os llevaremos al otro lado.
— Os la daré… al otro lado — dijo Rocannon señalando la otra orilla del estrecho.
— No — replicó Karmik.
Indefenso en sus manos, Yahan no movía ni un solo músculo. Rocannon percibía el latido de la arteria en su garganta, sobre la que reposaba el filo del cuchillo.
— Al otro lado — repitió, inflexible, y llevó hacia atrás su palo de apoyo, con la esperanza de impresionar un tanto a los cazadores —. Llevadnos. Os daré la cosa. Esto os digo. Pero lastímalo, y morirás aquí, ahora. ¡Esto os digo!
— Karmik, es un pecan — murmuró Piai —, haz lo que te ha dicho. Han estado conmigo, bajo mi techo, dos noches. Deja al chico. Te ha prometido esa cosa.
Karmik fruncido el ceño, miró a Piai, luego a Rocannon y por último se avino:
— Arroja tu vara. Luego os cruzaremos.
— Antes suelta al chico — ordenó Rocannon, y cuando Karmik quitó sus manos, el etnólogo arrojó la vara lejos, al agua.
Los cuchillos volvieron a sus vainas, los tres cazadores los empujaron hacia el bote; luego de arrastrarlo hasta el agua, lo abordaron saltando desde las rocas resbaladizas junto a las que morían ondas opacas. Piai y el tercer hombre remaban; Karmik, cuchillo en mano, se sentó detrás de los pasajeros.
— ¿Les darás la joya? — susurró Yahan en lengua común, que aquellos cazadores de la península no comprendían.
Rocannon asintió.
El susurro de Yahan era ronco y trémulo.
— Salta y nada, llévasela, Señor. Cerca de la costa sur. Me dejarán ir cuando vean…
— Te cortarán el pescuezo. ¡Shh!
— Están diciendo hechizos, Karmik — advertía el tercer hombre —. Hundirán el bote…
— Rema, tú, pescado podrido. Y tú, calla o le cortaré el pescuezo al chico.
Rocannon, sentado en uno de los bancos, observaba, paciente, cómo se elevaba del agua una niebla gris a medida que en ambas costas se imponía la noche. Los cuchillos no podían herirlo, pero podrían matar a Yahan antes de que él lograra hacer algo. Podía nadar, sin mucho esfuerzo, pero Yahan no. No había alternativa. Al menos harían el viaje por el que debían pagar.
Lentamente las oscuras colinas de la costa sur se elevaban, se hacían visibles. En el oeste, unas pocas y débiles sombras grises; en el cielo gris unas pocas estrellas. El remoto brillo solar de la Gran Estrella dominaba incluso a la luna Heliki, ahora en su fase menguante. Ya podían oír el arrullo de las ondas en la playa.
— Basta de remar — ordenó Karmik, y se encaró con Rocannon —. Dame la cosa ahora.
— Más cerca de la playa — fue la respuesta impasible.
— Desde aquí llegaré, Señor — murmuró Yahan, trémulo —. Hay cañas que van hasta la playa…
El bote se movió unos metros más y luego se detuvo.
— Saltarás conmigo — ordenó Rocannon a Yahan; se irguió con lentitud sobre el banco. Abrió el cuello de su protector, que por tantos días llevara, rompió el cordón que le rodeaba el cuello y con un movimiento brusco arrojó la bolsa que contenía el zafiro y la cadena al fondo del bote; volvió a cerrar el traje y al mismo tiempo se zambulló.
Un par de minutos después, junto con Yahan, desde las rocas de la costa, observaba el bote, una mancha oscura sobre el agua, entre la luminosidad grisácea, alejándose.
— ¡Oh, que se pudran, que los gusanos les carcoman las tripas, que los huesos se les vuelvan fango! — exclamó Yahan y se echó a llorar. Habla sentido mucho temor, pero su autocontrol se había quebrado no por miedo: ver a un «señor» arrojando una joya que representaba el tributo de un reino para salvar la vida de un hombre normal, su propia vida, era ver subvertido todo ordenamiento, implicaba, para Yahan, una responsabilidad intolerable —. ¡Ha sido un error, Señor de las Estrellas! ¡Ha sido un error! — sollozó.
— ¿Comprar tu vida con una piedra? Vamos, Yahan, tranquilízate. Te helarás si no encendemos un fuego. ¿Dónde está tu encendedor? Aquí hay buena cantidad de ramas secas. ¡Manos a la obra!
Se ingeniaron para encender un fuego allí, en la playa, y lo alimentaron hasta que fue más fuerte que la noche y el silencioso y agudo frío. Rocannon envolvió a Yahan con la capa del cazador; el joven se tendió y pronto quedó dormido. Rocannon mantenía viva la lumbre, inquieto y sin deseos de dormir. El también estaba perturbado por el episodio del collar; no se trataba del valor de la joya, sino que recordaba habérsela entregado a Semley, la memoria de cuya belleza, a lo largo de muchos años, lo había traído a aquel mundo; recordaba que Haldre se lo había puesto en las manos con la esperanza — y él lo sabía bien — de alejar las sombras, de evitar la temprana muerte de su hijo, tan temida. Tal vez había ocurrido lo mejor; ahora el valor y la belleza de la joya no habrían de interferir. Tal vez, si todos los males se sumaban, Mogien jamás sabría de la pérdida, porque quizá no lo hallaría o quizá estaba muerto. Rechazó la idea. Mogien estaba buscándolos, a él y a Yahan; ésta debía ser su certeza básica. Les estaría buscando en dirección sur. Porque ¿qué otro plan había elaborado, sino el de ir hacia el sur para encontrar al enemigo, o, si sus suposiciones habían sido erradas, no hallarlo? Con la compañía de Mogien, o sin él, marcharía hacia el sur.
Iniciaron la jornada al amanecer, escalando las colinas de la costa a la dudosa luz del alba, para alcanzar las cimas en el momento en que el sol naciente les descubría una elevada y vacía planicie que se extendía hasta el horizonte, oscurecida con la sombra de densas matas. En apariencia, Piai no se había equivocado al asegurar que nadie vivía al sur del estrecho. Cuando menos, Mogien estaría en condiciones de verlos a muchos kilómetros de distancia. Se encaminaron hacia el sur.
Hacía frío, pero el tiempo era bueno. Yahan llevaba todas las ropas de que disponían, Rocannon su traje protector. Vadearon una y otra vez riachuelos que iban a desembocar al estrecho, y con esas aguas apaciguaron la sed. Ese día y otro más transcurrieron; una planta llamada peya les proporcionó algo de comida con sus raíces, y Yahan, con una estaca, cazó un par de animalillos alados, semivoladores, semisaltarines, parecidos a gazapos, a los que coció sobre una lumbre de ramas secas. Ninguna otra cosa viviente se cruzó en su camino. Nítida hasta confundirse con el cielo, la elevada pradera se extendía, sin árboles, sin senderos, silenciosa.
Oprimidos por la inmensidad, los dos hombres estaban sentados junto a la débil lumbre en el vasto desierto, sin decir una palabra. Con largos intervalos, sobre sus cabezas, como una pulsación en la noche, llegaba el grito débil, muy alto en el aire, de los barilor, grandes bestias aladas salvajes de la misma especie que los domesticados horilor, emigraban hacia el norte, pues ya era tiempo de primavera. Las estrellas más grandes podían ser oídas por una manada de aquellos animales, pero nunca se oía más que un único grito breve, una pulsación en el viento.