— ¿En qué estrella has nacido, Olhor? — preguntó Yahan con tono suave, mientras observaba el cielo.
— Nací en un planeta al que el pueblo de mi madre llama Hain y el de mi padre Davenant. A su sol vosotros lo llamáis Corona de Invierno. Pero lo dejé hace mucho tiempo…
— Entonces vosotros, la gente de las estrellas, ¿no sois un solo pueblo?
— Varios cientos. Por mi sangre pertenezco por entero a la raza de mi madre; mi padre, que era un terrestre, me adoptó. Es costumbre hacerlo así cuando individuos de distintas especies que no pueden tener hijos entre sí se casan. Como si uno de tu pueblo se casara con una mujer Fian.
— Eso jamás ocurrirá — dijo Yahan, tajante.
— Lo sé. Pero los terrestres y los davenanteses son como tú y yo. Pocos son los mundos que tienen tantas razas distintas como éste. Por lo común hay una sola, parecida a nosotros, y el resto son animales que no poseen habla.
— Has visto muchos mundos — dijo el joven con tono soñador, intentando concebir la idea con claridad.
— Demasiados — dijo el etnólogo —. según vuestros años, tengo cuarenta — Pero he nacido hace ciento cuarenta años. He perdido cien años sin vivirlos, yendo de un mundo a otro. Si volviese a Davenant o a la Tierra, las personas que conocí estarían muertas hace mucho. Sólo puedo seguir adelante; o detenerme, en algún lugar… ¿Qué es eso? — El aura de una presencia pareció silenciar hasta el silbido del viento entre la hierba. Algo rebulló en la linde de la luz del fuego; una sombra enorme, un trozo de oscuridad. Tenso, Rocannon se incorporó; Yahan brincó lejos de la lumbre.
Nada se movía. El viento silbó otra vez entre la hierba, a la luz grisácea de las estrellas. En el horizonte brillaban, claros, los astros, sin sombra que los enturbiara.
Ambos hombres se reunieron junto al fuego.
— ¿Qué ha sido eso? — preguntó Rocannon.
Yahan sacudió la cabeza:
— Piai me habló de… algo…
Durmieron por turnos, para mantener una guardia. Cuando llegó el lento amanecer, se sentían rendidos. Buscaron huellas o marcas donde les pareciera ver la sombra, pero la hierba tierna no delataba rastro alguno. Taparon las ascuas y marcharon hacia el sur, bajo la luz del sol.
Habían creído que cruzarían muy pronto alguna corriente de agua, pero no fue así. O bien los cursos tomaban dirección sur a norte ahora, o bien ya no los había, simplemente. La llanura inalterable antes, iba haciéndose cada vez más seca, cada vez mas gris a medida que avanzaban. Durante aquella mañana no vieron ni una sola mata de peya, sólo la tosca hierba verde grisácea, extendida hasta donde alcanzaba la vista.
Al mediodía Rocannon se detuvo.
— Es inútil, Yahan.
Yahan luego volvió su flaco y extenuado rostro hacía Rocannon:
— Si quieres seguir adelante, Señor, lo haré.
— No podemos; no sin agua ni comida. Robaremos un bote en la costa y regresaremos a Hallan. Esto es inútil. Vamos.
Rocannon dio media vuelta y comenzó la marcha hacia el norte. Yahan iba a su lado. El alto cielo de primavera se quemaba en su azul; el viento silbaba sin cesar en la superficie interminable de la hierba. Rocannon marchaba pesadamente, con los hombros caídos; cada paso le hundía más y más en el exilio y la derrota. No se volvió cuando Yahan se detuvo.
— ¡Monturas aladas!
Entonces elevó los ojos y los vio, tres grandes felinos, casi míticos grifos, describiendo círculos sobre sus cabezas, con las garras abiertas, las alas negras contra el cálido cielo azul.
SEGUNDA PARTE — EL VAGAMUNDO
VI
Mogien saltó de la silla antes de que la bestia tocara suelo, corrió hacia el etnólogo y lo abrazó como a un hermano. Su voz vibró con deleite y alivio:
— ¡Por la lanza de Hendin, Señor de las Estrellas! ¿Por qué andas totalmente desnudo en este desierto? ¿Cómo has hecho para llegar tan al sur, si te diriges hacia el norte? ¿Estás…? — Mogien encontró los ojos de Yahan y su voz murió.
— Yahan es mi siervo — explicó Rocannon.
Mogien no repuso. Tras una evidente lucha interior comenzó a sonreír, y por fin estalló en carcajadas.
— ¿Has aprendido nuestras costumbres para robarme los sirvientes, Rokanan? Pero ¿quién te robó tus ropas?
— Olhor lleva más de una piel — dijo Kyo, acercándose con su paso diminuto a través de la hierba —. ¡Salud, Señor del Fuego! te oí en mi mente.
— Kyo nos ha conducido hasta ti — dijo Mogien —. Desde que desembarcáramos en la costa de Fiern, diez días atrás, no volvió a decir palabra. Pero anoche, sobre la orilla del estrecho, cuando surgió Lioka, escuchó con atención, bajo la luz de la luna, y dijo «hacia allá». Amanecido el día, volamos hacia donde él nos indicara y así te hemos hallado.
— ¿Dónde está Iot? — preguntó Rocannon, al ver que sólo Raho sostenía las riendas de las bestias.
— Muerto — repuso Mogien, sin cambiar de expresión —. Los Olgyior nos atacaron entre la niebla, en la playa. Tenían sólo piedras, no armas; pero eran muchos. Mataron a Iot y tú te perdiste. Nos ocultamos en una cueva, en los acantilados, hasta que las bestias pudieran volar nuevamente. Raho fue a merodear y oyó la historia de un extranjero que soportaba el fuego sin arder y que llevaba una piedra azul. De modo que cuando las bestias volaron, nos dirigimos hacia el fuerte de Zgama; al no hallarte, pusimos fuego a sus techos hediondos, espantamos los rebaños hacia el bosque y comenzamos a buscarte por la costa del estrecho.
— La joya, Mogien — interrumpió Rocannon —, el Ojo del Mar… he tenido que comprar nuestras vidas con él. Lo he entregado.
— ¿La joya? — exclamó Mogien, con los ojos fijos —. ¿El collar de Semley? ¿Te has desprendido de él? ¡No para comprar tu vida! A ti, ¿quién puede hacerte daño? ¿Para comprar una vida inútil, la de este medio hombre desobediente? ¡Has vendido bien barata mi herencias…! ¡Toma! ¡Aquí está! ¡No es tan fácil perderla! — arrojó algo al aire con una carcajada, lo cogió y se lo tendió a Rocannon, que inmóvil vio de pronto en su mano la piedra azul, brillante, la maciza cadena de oro.
— Ayer nos encontramos con dos Olgyior, y uno muerto, sobre la otra ribera del estrecho; nos detuvimos para preguntarles acerca de un viajero desnudo que tendrían que haber visto, por fuerza, de camino con su inútil sirviente. Uno de ellos bajó la cabeza y nos contó la historia, así es que cogí la joya de manos del otro. También su vida, porque hubo pelea. Entonces supimos que habías atravesado el estrecho. Y Kyo nos condujo directamente a ti. Pero ¿por qué ibas hacia el norte, Rokanan?
— Iba… iba en busca de agua.
— Hay un arroyo hacia el oeste — intervino Raho —. Lo divisé antes de veros a vosotros.
— Hacia allí, pues. Yahan y yo no hemos bebido ni una gota desde anoche.
Montaron. Y con Raho, Kyo en su antiguo puesto, junto a Rocannon. La hierba batida por el viento se alejó de ellos, que, suspendidos entre la vasta planicie y el sol, volaron hacia el sudoeste.
Acamparon junto al arroyo, que corría cristalino y lento entre matas sin flor. Por fin Rocannon pudo quitarse el traje protector y vestirse con al prendas de Mogien. Comieron duro pan, traído de Tolen, raíces de peya y cuatro gazapos alados que cazaran Raho y Yahan, feliz otra vez al volver a coger un arco. Los seres vivientes de la llanura, en su mayoría, volaban por encima de las flechas, pero se dejaban atrapar por las monturas en el vuelo, pues no huían. Incluso las bestezuelas verdes, moradas y amarillas — kilar era su nombre — parecidas a insectos, aunque en rigor perteneciesen a la especie marsupial, no mostraban miedo allí sino que desplegaban su curiosidad rondando las cabezas de los viajeros, observándolos con sus redondos ojos dorados, posándose sobre una mano o una rodilla, rozándolos en el vuelo. Toda la enorme llanura herbosa se mostraba falta de vida inteligente. Mogien aseguró que no hablan visto trazas de hombres ni de otros seres, durante su vuelo.