Выбрать главу

— Hemos creído ver algo, anoche, cerca del fuego — dijo Rocannon, dubitativo, porque, ¿qué habían visto en realidad? Kyo miró al etnólogo, desde su lugar junto a la lumbre; Mogien se desprendió el cinturón que portaba las dos espadas y nada dijo.

Levantaron el campamento al alba y durante todo el día marcharon con el viento entre llanura y sol. Volar sobre la planicie era tan grato como duro había sido andar por ella. Así transcurrió el día siguiente, y poco antes de la noche, mientras miraban por alguno de los arroyuelos que muy de trecho en trecho quebraban la superficie herbosa, Yahan giró sobre la silla y gritó en el viento:

— ¡Olhor! ¡Mira al frente!

Lejos, en el horizonte sur, una línea grisácea y entrecortado rompía la suavidad de la planicie.

— ¡Las montañas! — exclamó Rocannon, y al mismo tiempo oyó que, a su espalda, Kyo respiraba entrecortadamente, como con temor.

En el siguiente día de vuelo vieron que las praderas se elevaban en ondulaciones graduales y suaves collados; amplias olas en un mar inmóvil. Por encima de sus cabezas, las nubes se apiñaban hacia el norte y a lo lejos el terreno se mostraba cambiante, quebrado, creciente en la oscuridad. Al anochecer las montañas estaban claras aún; mientras la planicie ya se había hundido en las sombras, los apenas visibles picos de las lejanas cimas del sur brillaban, dorados. Por detrás surgió la luna Lioka, el gran astro amarillo, e inició su carrera presurosa. También brillaban Feni y Feli, marchando imponentes de este a oeste; la cuarta, Heliki, se mostró luego para darse a la persecución de las otras, radiante en sus fases continuadas y breves, creciendo y decreciendo. Rocannon yacía de espaldas sobre la hierba alta y oscura, contemplando la ininterrumpida y luminosa complejidad de aquella danza lunar.

Por la mañana, cuando, junto con Kyo, estaba a punto de montar, Yahan le advirtió, de pie junto a la cabeza de la bestia alada:

— Cabalga con cuidado hoy, Olhor. — La bestia emitió un rugido hondo, que parecía corroborar las palabras del joven, y al que hizo eco la montura de Mogien.

— ¿Qué las inquieta?

— ¡El hambre! — repuso Kyo que mantenía tensas las riendas de su blanca bestia —. Se hartaron de la carne de los ganados de Zgama, pero desde que iniciamos el viaje por esta llanura no han olido gran cosa y esas bestezuelas aladas no son más que un bocado. Cíñete la capa, Señor Olhor, porque si llega al alcance de sus mandíbulas, serás la cena de tu propia montura.

Yaho, cuyo cabello castaño y oscura piel daban testimonio de la atracción que una de sus abuelas había ejercido en algún noble Angyar, era más brusco y burlón que la mayoría de los hombres normales. Mogien jamás lo había regañado por ello y la rudeza de Raho no ocultaba su apasionada lealtad hacia su señor. Hombre ya maduro, pensaba que aquel viaje era una empresa descabellada, pero a la vez sólo se cuidaba de acompañar a su joven amo en cualquier peligro que se presentara.

Yahan tendió las riendas a Rocannon y se apartó de la bestia gris, que brincó en el aire como una flecha. Todo ese día los tres animales volaron infatigables hacia los cotos que presentían o husmeaban en el sur; el viento del norte los favorecía. Por debajo de la barrera flotante de montañas, romos cerros montuosos y oscuros se divisaban ahora con claridad. Surgían aquí y allá bosquecitos y sotos, como islas en el mar, inmenso de hierba. Los sotos se fueron convirtiendo en montes separados por superficies verdes, y antes del anochecer el pequeño grupo arribó a un lago rodeado de juncias, entre colinas boscosas. Con rapidez y cautela los dos normales liberaron a las bestias de arreos y monturas y las dejaron marchar. Una vez en el aire, bramando y con las alas vertiginosas en su batir, cogieron tres direcciones distintas y desaparecieron sobre las colinas.

— Volverán cuando estén satisfechas — dijo Yahan a Rocannon —, O cuando el Señor Mogien haga oír su silbido sordo.

— En ocasiones traen consigo alguna hembra… de las salvajes — agregó Raho para ilustrar al etnólogo, lego en estos temas.

Mogien y sus siervos se dispersaron para cazar cualquier presa que pudiesen hallar; Rocannon arrancó algunas raíces de peya y, envueltas en sus propias hojas, las metió entre las cenizas de la lumbre para que se asaran. Se había convertido en un experto del aprovechamiento de los dones de la tierra y esto le hacía feliz; los días de vuelos prolongados desde el alba hasta el crepúsculo, de hambre nunca saciada, de dormir sobre el suelo desnudo, en el viento primaveral, lo habían purificado y se sentía abierto a cualquier sensación, a todas las impresiones. Se puso de pie; vio que Kyo se había aproximado a la orilla del lago y allí estaba su figura diminuta, tan grácil como las juncias que crecían en el agua. El Fian tenía fijos los ojos en las montañas grisáceas del sur, que en sus picos reunían todas las nubes y el silencio del firmamento. Al llegar junto a él, Rocannon advirtió en su rostro una sombra desolada y ansiosa a la vez; sin volverse, con voz débil y temblorosa, Kyo dijo:

— Olhor, tienes la joya contigo, nuevamente.

— Aún trato de librarme de ella — repuso Rocannon, con una mueca.

— Tendrás que dar más que oro y piedras preciosas… ¿Qué podrás dar, Olhor, allá entre el frío, en los lugares altos, en los lugares grises? Del fuego al hielo…

Rocannon le oyó y, aunque tenía los ojos fijos en él, no vio que sus labios se movieran. Un estremecimiento le recorrió, y cerró su mente para evitar el contacto con un extraño poder que penetraba en su ser íntimo, en el núcleo mismo de su identidad. Tras un minuto de silencio, Kyo giró la cabeza, sereno y sonriente, y habló con su voz calmosa de siempre:

— Al otro lado de estas colinas hay Fiia, al otro lado de los bosques, en los valles verdes. Mi pueblo busca los valles, también aquí, la luz del sol y los sitios llanos. Encontraremos las aldeas en pocos días más de vuelo.

Estas fueron buenas nuevas para los otro cuando Rocannon las transmitió.

— He pensado que no hallaríamos seres con habla aquí. ¡Una tierra tan bella y rica y vacía! — comentó Raho.

En tanto que observaba una pareja de kilar revoloteando como amatistas sobre el lago, Mogien recordó:

— No siempre ha estado vacía. Mi pueblo la cruzó mucho tiempo ha, en la época anterior a los héroes, antes de que Hallan o el elevado Oynhall fueran construidos, antes de que Hendin asestara su golpe y de que Kirfiel muriese en la colina de Orren. Vinimos desde el sur, en botes con cabezas de dragón en la proa; en Angien hallamos un pueblo salvaje que se ocultaba en bosques y cuevas, un pueblo de caras blancas. Tú conoces la canción, Yahan, la Balada de Orho-gien:

Cabalgan en el viento, marchan sobre la hierba, rozan el mar oscuro, siempre en pos de Brehen, estrella luminosa, siguiendo el sendero de la radiante Lioka…

— El camino de Lioka va de sur a norte. Y la canción dice cómo, en batallas duras, nosotros, los Angyar, luchamos y vencimos a los cazadores salvajes, los Olgyior, los únicos de nuestra raza en Angien; porque ambos pueblos hemos sido una raza, los Liuar. Pero la balada no habla de estas montañas. Es un poema antiguo; quizá se haya perdido el comienzo. O quizá mi pueblo partió desde estas colinas. Esta tierra es bella; bosques para cazar, colinas para el ganado y alturas para asentar una fortaleza. Aunque aquí no se ven trazas de seres humanos…