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Esa noche Yahan no pulsó su lira de plata; todos durmieron intranquilos, tal vez porque las monturas se habían ido y porque el silencio de las colinas era de muerte, como si ninguna criatura osase moverse durante la noche.

Al día siguiente, acordes todos en que el suelo era demasiado pantanoso junto al lago, decidieron trasladarse, sin prisas, deteniéndose para cazar y coger hierbas secas. Al atardecer llegaron a un collado; en la zona más elevada, bajo la hierba, se advertían restos de alguna construcción; nada quedaba en pie ya, pero pudieron adivinar que había sido el emplazamiento de las cuadras de una pequeña fortaleza, tan antigua que ninguna leyenda hablaba de ella. Acamparon, allí; las monturas los habrían de hallar con facilidad a su regreso.

Muy avanzada la larga noche, Rocannon se despertó incorporándose. No brillaba más luna que la menuda Lioka; la lumbre se había extinguido, pues no habían establecido vigilancia. Mogien estaba de pie a unos cinco metros de distancia, inmóvil, una forma alta, de contornos vagos a la luz de las estrellas. Soñoliento, Rocannon le echó una mirada mientras se preguntaba por qué razón la capa le hacía aparecer tan alto y delgado. La capa de los Angyar flotaba siempre en tomo a los hombros, abierta como el techo de una pagoda, e incluso cuando no llevaba su capa, Mogien era identificable por la anchura de su tórax. ¿Por qué estaba allí de pie, tan aislado, abatido y sombrío?

El rostro giró con lentitud y no era el rostro de Mogien.

— ¿Quién está ahí? — preguntó Rocannon, de pie ahora, y su voz sonó recia en el silencio de muerte. Junto a él, Raho despertó; mirando alrededor, cogió el arco y saltó en pie. Por detrás de la alta figura algo se movió apenas: otra sombra igual. En torno de ellos, sobre las ruinas cubiertas de hierba, a la luz de las estrellas, se erguían altas, magras y silenciosas formas, enfundadas en sus capas, las cabezas gachas. Junto a las cenizas frías de la lumbre, sólo se hallaban Raho y el etnólogo.

— ¡Señor Mogien! — gritó Raho.

No hubo respuesta.

— ¿Dónde está Mogien? ¿Quiénes sois vosotros? ¡Hablad!

Las sombras no respondieron, pero comenzaron a adelantarse. Raho arrojó una flecha. Tampoco ahora hubo palabras, pero el círculo fantasmal se dilató, las capas llamearon y el ataque se precipitó desde todas las direcciones; las sombras avanzaban a brincos altos y lentos. Rocannon luchaba como si lo hiciera para despertar de un mal sueño, pues eso debía ser la lentitud, el silencio, todo era irreal y ni siquiera percibía el contacto de aquellas extremidades, porque llevaba su traje protector. Oyó la voz desesperada de Raho, llamando a su amo. Los atacantes habían abatido a Rocannon, superiores como eran en peso y número; antes de que pudiera rechazarlos desde el suelo, se sintió izado y se columpiaba cabeza abajo y una sensación de náusea lo poseía. Mientras, entre contorsiones, intentaba liberarse de aquellas manos, colinas y bosques fluctuaban oscilantes lejos muy lejos de él. Una violenta sensación de vértigo le inundaba y se aferró con ambas manos a las delgadas extremidades de aquellos seres. Todos lo rodeaban, lo sostenían con sus manos y el aire estaba lleno de negras alas batientes.

La situación se prolongaba más y más; siguió luchando por emerger de aquella monotonía de terror, en tanto continuaban a su alrededor las voces suaves y sibilantes, el aleteo reiterado que lo sacudía sin cesar. Luego el movimiento se convirtió en un deslizarse sesgadamente y el oriente radiante se precipitó hacia él y la tierra también y las manos suaves y firmes que lo sostenían se abrieron y cayó. No estaba herido; sólo atontado e incapaz de mantenerse en pie. Se quedó tendido con brazos y piernas abiertos, mirando a su alrededor.

Bajo su cuerpo, un piso de pulidos y frágiles mosaicos. A la izquierda, a la derecha y por encima de él se elevaba un muro, plateado en la luz de la mañana, alto, recto y limpio, como si estuviera hecho de acero. Por detrás, se levantaba la vasta mole de un edificio, y por delante, a través de una puerta abierta, vio una calle de casas plateadas y sin ventanas, en perfecta alineación todas semejantes; una pura perspectiva geométrica en la claridad sin sombras del amanecer. Era una ciudad, y no una aldea de la época de piedra ni una fortaleza de la edad de bronce; era una gran ciudad, y era grandiosa, sólida y exacta, producto de una tecnología desarrollada. Rocannon se sentó; su sensación de vértigo seguía aún.

Con la claridad creciente logró captar ciertos contornos en la penumbra del patio, ciertos bultos amorfos en principio; una línea de reluciente amarillo. Un sacudimiento quebró su estado: estaba viendo el oscuro rostro bajo la mata de cabello dorado. Los ojos de Mogien estaban abiertos, fijos en el cielo, no parpadeaban. Sus cuatro compañeros yacían rígidos con los ojos abiertos. El rostro de Raho se convulsionaba en una mueca horrible. Incluso Kyo, a quien se habría creído invulnerable en su fragilidad, estaba tendido de espaldas y sus grandes ojos reflejaban la palidez del cielo.

Pero todos respiraban en profundas, silenciosas y espaciadas inspiraciones; Rocannon buscó con su oído en el pecho de Mogien y oyó los latidos, muy débiles y lentos, como si llegaran desde muy lejos.

De pronto silbó el aire a sus espaldas, e instintivamente se echó de bruces, tan inmóvil como los cuerpos parados de sus compañeros. Unas manos, cogiéndolo de hombros y piernas, lo volvieron de espaldas al suelo y se halló ante un rostro de amplias facciones, sombrío y dulce. La cabeza oscura no tenía cabellos y tampoco cejas; los ojos, de un color amarillo oro, asomaban entre anchos párpados carentes de pestañas; pequeña y delicada en sus trazos, la boca estaba cerrada con firmeza. Las suaves y fuertes manos tiraban de sus mandíbulas para abrirle la boca.

Otra figura alta se inclinó sobre él; sofocado, tosió mientras algo se deslizaba por su garganta: agua tibia, sucia y nauseabunda. Las dos altas criaturas lo soltaron y se puso en pie, escupiendo y gritando:

— ¡Estoy bien, dejadme!

Pero ya le habían dado la espalda. Se detuvieron junto a Yahan: uno forzaba las mandíbulas del joven, el otro le vertía en la boca un chorro de agua de una gran redoma plateada.

Eran altos, muy delgados, semihumanoides; fuertes y delicados, se movían con cierta torpeza Y lentitud sobre la tierra, que no era su elemento. Su estrecho tórax se proyectaba entre los músculos, en los hombros, de largas y suaves alas que caían, curvas, a sus espaldas, como capas grises. Las piernas eran delgadas y cortas y las nobles cabezas oscuras se inclinaban hacia adelante, como empujadas por las alas.

El Manual de Rocannon se hallaría bajo las aguas cubiertas de niebla del canal, pero su memoria lo evocó: Formas de vida de alto nivel de inteligencia: Especie no confirmada (?): se dice que grandes humanoides habitan amplias ciudades (?). y ahora era él quien tenía la suerte de confirmarlo, de poner por primera vez los ojos sobre una especie nueva, una nueva cultura avanzada, un nuevo miembro para la Liga. La limpia e impecable belleza de los edificios, la impersonal caridad de las dos grandes figuras angélicas que trajeran al agua, su silencio majestuoso, todo aquello le sobrecogía. En ningún mundo había visto una raza similar a ésta. Se acercó a ambas criaturas, que estaban vertiendo agua en la boca de Kyo, y les preguntó con tímida cortesía:

— ¿Habláis la lengua común, señores alados?

Ni siquiera repararon en él, sino que prosiguieron su ronda, con el paso torpe, hacia Raho, en cuya boca contraída echaron agua; el líquido se derramó por las mejillas del sirviente. Los alados se volvieron hacia Mogien y Rocannon los siguió: