VII
A Rocannon se le doblaban las piernas. Se sentó en el piso pulido y rojo, intentando reprimir su terror y sus náuseas y pensar qué podía hacer. Qué hacer. Debía regresar a la bóveda y hallar el modo de sacar de allí a Mogien, Yahan y Kyo. Ante el pensamiento de volver junto a las esbeltas y angélicas figuras cuyas nobles cabezas contenían cerebros degenerados o especializados, pero al nivel de los insectos, se le erizaron los cabellos en la nuca; con todo, debía hacerlo. Sus amigos estaban allí y él debía liberarlos. ¿Estarían las larvas y sus custodios tan dormidos como para no atacarle? Desechó las preguntas inútiles. Antes que nada tendría que inspeccionar todo el contorno de la pared exterior, porque si no hallaba una puerta todo esfuerzo sería en vano. No podría llevarse a sus amigos por encima de un muro de casi cinco metros de altura.
Probablemente existían tres castas, pensó mientras bajaba por la calle silenciosa y perfecta: nodrizas para las casas en la bóveda, constructores y cazadores en las salas más externas, y en aquellas casas quizá viviesen los individuos fértiles, que desovaban e incubaban los huevos. Las dos que habían llevado agua a los prisioneros debían de ser nodrizas, que conservaban vivas a las presas paralizadas hasta el momento en que las larvas las succionaran. Le habían dado agua a Raho, aun cuando estaba muerto. ¿Cómo no había comprendido que eran mentalmente subnormales? Había querido creerlos inteligentes porque los había visto angelicales, humanos. «¿Especie destructiva?», dijo con tono salvaje y como para su perdido Manual. En ese momento algo cruzó la calle, en la esquina siguiente; era una criatura baja, marrón, que en la irreal perspectiva de fachadas idénticas no se podía definir como grande o pequeña. Sin duda no era habitante de la ciudad. Por lo visto los ángeles-insecto tenían parásitos que infectaban su bella colmena. Prosiguió su marcha con paso rápido y decidido en el silencio profundo, llegó hasta el muro exterior y torció hacia la izquierda.
A pocos pasos de él uno de los animales marrones estaba agazapado. Incluso erguido, le llegaría apenas a la altura de las rodillas. Como la mayoría de los animales de bajo nivel de inteligencia del planeta, carecía de alas. Estaba agazapado, lleno de terror, y el etnólogo lo evitó, tratando de no despertar su desconfianza, y continuó la marcha. En todo lo que su vista alcanzaba, no había accesos en la pared curva.
— ¡Señor! — gritó una voz débil, desde algún lugar —. ¡Señor!
— ¡Kyo! — exclamó Rocannon girándose mientras su voz reverberaba entre las paredes. Nada se movía. Muros blancos, sombras negras, líneas rectas, silencio.
El animalito oscuro se acercó brincando.
— ¡Señor! — gritaba con voz débil —. ¡Señor, oh, ven, ven! ¡Oh, ven, Señor!
Rocannon se detuvo, con los ojos desorbitados. La diminuta criatura se había sentado sobre sus poderosas corvas, frente a él; jadeaba y los latidos de su corazón agitaban su pecho peludo, contra el que oprimía sus manecillas negras. Unos ojos negros, llenos de pavor, miraban con fijeza el rostro de Rocannon. El extraño ser repitió, en Lengua Común, trémulo:
— Señor…
Rocannon se hincó; sus ideas bullían ante la visión; por fin logró articular, con suavidad:
— No sé cómo llamarte.
— ¡Oh, ven! — repitió la voz trémula —. ¡Señores…, señores, ven!
— Los otros señores… ¿mis amigos?
— Amigos — repitió la criatura —, amigos, castillo. Señores, castillo, fuego, bestia alada, día, noche, fuego. ¡Oh, ven!
— Voy — contestó Rocannon.
El animalito comenzó a brincar y él lo siguió. Bajaron por la calle radial, torcieron por una de las laterales hacia el norte y dieron con una de las doce puertas de la bóveda. Allí, en el patio de mosaicos rojos, yacían sus compañeros, tal como los dejara poco antes. Más tarde, cuando tuvo tiempo de pensar, comprendió que había salido de la bóveda por otra puerta y así había perdido a sus amigos.
Otras cinco criaturas marrones aguardaban allí, reunidas en un grupo casi ceremonioso junto a Yahan. Rocannon volvió a hincarse, para disimular la diferencia de altura, e hizo una reverencia tan profunda como su posición se lo permitía.
— Salud, pequeños señores — dijo.
— Salud, salud — respondieron los peludos seres.
Uno de ellos, con listas negras en torno al hocico se presentó:
— Kiemhrir.
— ¿Tú eres Kiemhrir? — todos se inclinaron, imitando la reverencia de Rocannon — Yo soy Rokanan Olhor. Hemos venido desde el norte, de Angien, del castillo de Hallan.
— Castillo — dijo Caranegra; su voz aguda temblaba; como reflexionando, se rascó la cabeza —. Días, noche, años, años — dijo —. Los Señores marcharon. Años, años, años… Kiemhrir no marcharon. — Miró al etnólogo con ojos esperanzados.
— ¿Los Kiemhrir… permanecieron aquí? — Preguntó Rocannon.
— ¡Permanecieron! — gritó Caranegra con una voz de sorprendente volumen —. ¡Permanecieron! ¡Permanecieron! — Y los demás repitieron la palabra con evidente placer.
— Día — dijo Caranegra con decisión, señalando el sol —, señores llegan… ¿Van?
— Sí, querríamos irnos. ¿Podéis ayudarnos?
— ¡Ayudar! — dijo el Kiemhrir, aferrando la palabra con aquel tono de deleite y avidez —. Ayudarlos. ¡Quédate, Señor!
Rocannon, pues, se quedó: sentado observó cómo los Kiemhrir se entregaban a su tarea. Caranegra silbó e inmediatamente una docena más de sus semejantes aparecía brincando, con precaución. El etnólogo se preguntaba dónde habrían hallado lugares para ocultarse y vivir dentro de la matemática perfección de la ciudad colmena; pero era evidente que lo habían logrado. Y también tenían sus lugares de aprovisionamiento: uno de ellos traía entre sus manecitas negras una forma redondeada y blanca que parecía un huevo; era una cáscara vacía, ahora haciendo las veces de redoma; Caranegra la cogió con cuidado y la destapó. Dentro había un fluido denso y transparente, con el que mojó las punzadas de los hombros de los durmientes; los otros, con dulzura y temor, levantaron las cabezas de los tres hombres y él vertió unas gotas del líquido en sus bocas. Pero no tocó a Raho. Los Kiemhrir no hablaban entre sí, sino que se comunicaban con silbidos o gestos muy silenciosos y con un enternecedor aire de cortesía.
Caranegra volvió junto a Rocannon y le dijo como para confortarlo:
— Quédate, Señor.
— ¿Esperar? Si, sin duda.
— Señor — dijo el Kiemhrir con un gesto hacia el cuerpo de Raho.
— Muerto — explicó Rocannon.
— Muerto, muerto — repitió la criatura. Se tocó la base del cuello y el etnólogo asintió.
El patio rodeado de muros plateados se colmaba de una luz cálida. Yahan, que yacía junto a Rocannon, exhaló un hondo suspiro.
Los Kiemhrir se sentaron sobre sus corvas, en semicírculo detrás de su jefe, a quien Rocannon preguntó:
— Pequeño señor, ¿puedo saber tu nombre?
— Nombre — susurró el animalito; todos los demás estaban inmóviles —. Liuar — dijo, utilizando la misma antigua palabra que Mogien empleara al referirse a nobles y normales como un todo, es decir, a los que el Manual denominaba Especie II —. Liuár, Fiia, Gdemiar: nombres. Kiemhrir: no nombre.
Rocannon asintió preguntándose cuál seria el significado de la expresión. El vocablo «kieniherl kiemhrir» era en rigor, infería él, un adjetivo, con el significado de flexible o veloz.
A sus espaldas, Kyo, ya recuperado el ritmo respiratorio, se incorporó; el etnólogo se dirigió hacia él. Los animalitos sin nombre observaban con sus negros ojos atentos y caímos. Yahan se puso de pie y por último lo hizo Mogien, a quien debían de haber administrado una dosis mayor del agente paralizante, pues, en un primer momento, fue incapaz hasta de levantar una mano. Uno de los Kiemhrir, con gran timidez, explicó mediante gestos que serían buenos para Mogien masajes en brazos y piernas, cosa que Rocannon puso en práctica en tanto explicaba lo ocurrido y dónde estaban.