— El tapiz — murmuró Mogien.
— ¿Qué dices? — preguntó Rocannon con suavidad, pensando que el joven estaba aún aturdido y por ello desvariaba.
— El tapiz de Hallan… los gigantes alados.
Entonces Rocannon recordó que había estado con Haldre, en el Gran Salón de Hallan, bajo un tapiz que representaba guerreros de cabellos rubios luchando contra figuras aladas.
Kyo, que había observado a los Kiemhrir, tendió su mano. Caranegra brincó hasta él y apoyó su manecita negra y sin pulgar sobre la palma larga y delicada de Kyo.
— Señores de las palabras — dijo el Fian suavemente —. Amantes de palabras, los devoradores de palabras, los sin nombre, los brincadores de larga memoria. ¿Aún recordáis las palabras de las gentes altas, oh, Kiemhrir?
— Aún — repuso Caranegra.
Con ayuda de Rocannon, Mogien se puso en pie; se le veía demacrado, pero firme. Estuvo quieto por un instante, junto a Raho, cuyo rostro aparecía devastado bajo la poderosa y blanca luz solar. Luego el joven Angyar dio las gracias a los Kiemhrir, y, en respuesta a una pregunta del etnólogo, dijo que ya se sentía con fuerzas.
— Si no hay salidas, podremos cavar algún hueco de sostén en los muros y saltar — propuso Rocannon.
— Silba a las monturas, Señor — pidió Yahan.
Parecía muy complejo preguntar a los Kiemhrir si el silbato llegaría a despertar a las criaturas de la bóveda. Pero en vista de que los seres alados parecían ser enteramente nocturnos, optaron por afrontar el posible riesgo. Mogien extrajo un diminuto silbato, atado debajo de su capa con cadenilla, y emitió una señal que Rocannon no alcanzó a oír, pero que hizo retorcerse a los Kiemhrir.
En el término de veinte minutos una gran sombra se proyectó sobre la cúpula, en su torno y se lanzó hacia el norte para regresar al cabo de unos pocos minutos más, pero esta vez con un compañero. Ambos animales se dejaron caer en el patio, entre un despliegue de alas: la montura rayada y la gris de Mogien; la blanca, en cambio, no llegaría jamás. Debía de ser la que Rocannon hallara en la rampa entre la rancia y polvorienta atmósfera dorada de la cúpula, alimento para las larvas de los ángeles.
Los Kiemhrir estaban aterrorizados con la presencia de las bestias aladas. La gentileza, la mesurada cortesía de Caranegra se habían diluido en un pánico apenas controlado cuando Rocannon quiso agradecerle y darle su adiós.
— ¡Oh, vuela, Señor! — decía con una mueca lastimera, manteniéndose a buena distancia de las garras de las monturas; de modo que no demoraron la partida.
A una hora de camino de la ciudad-colmena, todas sus ropas y pieles utilizadas como camas y el resto de su equipo estaba aún esparcido por tierra, junto a las cenizas frías del fuego. Al otro lado de la colina yacían tres seres alados muertos y junto a ellos las dos espadas de Mogien, una, quebrado el acero cerca de la empuñadura. Mogien se había despertado en el momento en que los alados se inclinaban sobre Yahan y Kyo. Uno lo había mordido.
— Ya no pude hablar — relató. Pero se había resistido y dado muerte a tres antes de que la parálisis lo abatiese —. Oí la voz de Raho, llamándome. Por tres veces me llamó y no pude brindarle ayuda.
Y se quedó allí, sentado entre las ruinas cubiertas de hierba, aquellas que habían sobrevivido a nombres y leyendas; la espada rota descansaba sobre sus rodillas y ya no habló más.
Alzaron una pira de ramas y pajas, sobre la que pusieron el cadáver de Raho, traído desde la ciudad, y a su costado su arco de caza y las flechas. Yahan preparó la lumbre y Mogien pegó fuego al túmulo funerario. Montaron en las bestias aladas y se elevaron, Mogien con Kyo a la grupa, Rocannon con Yahan, confundidos en el humo y el calor del fuego que ardía a la luz del mediodía en la cima de una colina de una tierra extraña.
Por largo rato siguieron divisando la débil columna de humo, delgada a sus espaldas, mientras volaban.
Los Kiemhrir les habían explicado con claridad que debían alejarse y que debían ocultarse durante la noche, porque de lo contrario los alados les darían caza en la oscuridad. Hacia el atardecer descendieron junto a un arroyo en un profundo desfiladero boscoso y acamparon cerca de una caída de agua. Había humedad, pero el aire era fragante y musical y aligeraba sus espíritus. Para la cena hallaron un bocado delicioso, un animal con caparazón, acuático, que se movía con lentitud, de exquisito sabor. Pero Rocannon no pudo comer: en las articulaciones y en la cola había trazas de pelo. Eran ovovivíparos, como muchos de los animales de aquella tierra, como los Kiemhrir quizá.
— Cómetelos tú, Yahan. No puedo devorar algo que tal vez llegaría a hablarme — dijo, colérico y hambriento, y fue a sentarse cerca de Kyo.
El Fian sonrió, en tanto que se frotaba la punzada del hombro.
— Si pudieras llegar a oír a todas las cosas…
— Yo, por lo menos, moriría de hambre.
— Bien, las criaturas verdes son mudas — dijo el Fian, acariciando el tronco rugoso de un árbol que se inclinaba sobre el arroyo. En esa zona los árboles, coníferas en su totalidad, estaban a punto de florecer y el bosque se cubría con el suave polen disperso en el viento. Todas las flores se valían del viento para la polinización, tanto las de los prados como las de los árboles: no había insectos ni corolas de pétalos variopintos. La primavera de aquel mundo innominado era verde, toda verdes profundos y verdes pálidos con grandes nubes de polen dorado.
Mogien y Yahan se echaron a dormir cuando llegó la oscuridad, tendidos junto a las cenizas tibias. No dejaron lumbre encendida por temor a que atrajese a los alados. Como Rocannon había supuesto, Kyo era más resistente que los hombres y ya estaba por completo repuesto de los efectos del paralizante; ambos se sentaron en la orilla del arroyo, entre la oscuridad, y hablaron.
— Te he oído saludar a los Kiemhrir como si los conocieras — observó Rocannon.
Y el Fian repuso:
— Lo que uno de nosotros recordaba en mi aldea, Olhor, todos lo recordaban. Así es como tantas historias y murmuraciones y mentiras y verdades nos son conocidas; y nadie sabe cuán grande es la antigüedad de muchas de esas cosas…
— ¿Pero nada sabías de los alados?
En un primer instante pareció que Kyo Ignoraría la pregunta, pero finalmente dijo:
— Los Fiia no tienen memoria para el temor, Olhor. ¿Para qué? Hemos elegido. La noche, las cuevas y las espadas de metal se las hemos dejado a los gredosos cuando nuestro camino se apartó del de ellos y escogimos los verdes valles, la luz del sol, el cuenco de madera. Y por eso somos una media-raza. Y hemos olvidado, ¡hemos olvidado mucho! — Más que en ocasiones anteriores, aquella noche la voz del Fian era firme, urgente, y resonaba clara entre el rumor del arroyo que corría debajo de ellos y entre el ruido de los saltos de agua al fondo del desfiladero —. En cada día de viaje hacia el sur he cabalgado por los relatos que mi gente aprende en la niñez, en los valles de Angien. Y he hallado que todos esos relatos eran verdaderos. Los pequeños devoradores de palabras, los Kiemhrir, poblaban las canciones que nos hemos transmitido de mente en mente; pero no los alados. Los amigos, pero no los enemigos. La luz del sol, no la oscuridad. Y yo soy compañero de Olhor, quien marcha hacia el sur, hacia la leyenda, sin llevar espada. He cabalgado con Olhor, que busca oír la voz de su enemigo, que ha viajado a través de la gran oscuridad, que ha visto el mundo suspendido como una piedra azul en la oscuridad. Sólo soy una media-persona. No puedo ir más allá de las colinas. ¡No iré a los lugares elevados contigo, Olhor!