El etnólogo apoyó su mano con delicadeza sobre el hombro de Kyo. El Fian quedó en silencio. Permanecieron allí, sentados, escuchando el sonido del arroyuelo, la caída de agua en la noche, viendo el brillo gris de las estrellas sobre la corriente, bajo ráfagas arremolinadas de polen, en el helado frío de las montañas del sur.
Al día siguiente, durante el vuelo, vieron por dos veces, hacia el este, las cúpulas y las calles radiales de ciudades-colmena. Esa noche montaron doble guardia; a la noche siguiente ya se hallaban muy arriba, en las colinas; una lluvia fría los azotó durante toda la noche y durante el vuelo del día siguiente. Cuando las nubes de lluvia se abrieron, había montañas dominando las colinas, a ambos lados. Otra noche de inquieta guardia y fría los sorprendió en una elevación, entre las ruinas de una torre antigua. A la mañana siguiente, temprano, atravesaron un desfiladero que los condujo hacia la luz del sol y a un valle amplio que se extendía hacia el sur, en medio de cordones montañosos, alejados en la bruma.
A su derecha ahora, mientras volaban sobre el valle, como si fuese una verde carretera, se erguían los picos elevados en hileras remotas y sombrías. El viento era penetrante y dorado y las monturas se deslizaban en él como hojas a la luz del sol. Sobre la verde concavidad aterciopelado, por debajo de ellos, en la que parecían esmaltados pequeños grupos de arbustos y algunos bosquecillos, flotaba un velo estrecho y gris. La montura de Mogien giró en el instante en que Kyo señaló hacia abajo y, en el viento dorado, descendieron hacia la aldea extendida entre una colina y un arroyo, bañada por el sol, con sus pequeñas chimeneas arrojando humo. Un rebaño pastaba en los alcores cercanos. En el centro del irregular círculo de casas, todas abiertas, con grandes ventanas y patios soleados, se alzaban cinco árboles altos; junto a ellos tocaron tierra los viajeros, y los Fiia les salieron al encuentro, tímidos y sonrientes. Aquellos aldeanos casi no hablaban Lengua Común y, lo que es más, casi no tenían costumbre de hablar en voz alta. Pero, con todo, fue como un regreso al hogar penetrar en sus casas aireadas, comer en cuencos de madera pulida, refugiarse por una noche de la intemperie en aquella gozosa hospitalidad. Un Pueblo extraño, tangencial, gracioso, evasivo: media-raza había llamado Kyo a su propia gente. Pero era evidente que Kyo no era ya uno más entre ellos; aunque con las ropas que le habían dado se movía y gesticulaba como los aldeanos, en todo momento sobresalía por completo de entre ellos. ¿Sería porque como extranjero no podía dialogar en la mente con libertad, o quizá porque, tras su relación con Rocannon, había cambiado, se había convertido en un ser distinto, más solitario, doliente y completo?
Los Fiia les hicieron una descripción de aquella tierra. Más allá de la franja que bordeaba el valle por el oeste se extendía el desierto, dijeron; hacia el sur continuaba el valle que se abría al este de las montañas y las acompañaba hasta que el propio cordón montañoso torcía hacía el este.
— ¿Podremos atravesarlo? — preguntó Mogien.
Los pequeños huéspedes respondieron entre sonrisas:
— Sin duda, sin duda.
— ¿Y sabéis qué hay más allá de los pasos?
— Los pasos están a mucha altura, mucho frío — dijo, cortés, un Fian.
Los viajeros permanecieron en la aldea durante dos noches, para descansar, y partieron con sus alforjas llenas de comida que los Fiia les regalaron. Luego de dos días más de viaje llegaron a otra aldea de aquellas diminutas gentes, donde una vez más fueron recibidos con tanta cordialidad que el suyo podría haber sido no el arribo de unos extranjeros, sino un regreso aguardado con largueza. Tan pronto como las monturas descendieron, un grupo de hombres y mujeres se acercó a recibirles, saludando a Rocannon, primero en desmontar, con un «salud, Olhor» que lo dejó maravillado; y la admiración seguía aun después de repetirse a sí mismo que esa palabra significaba «Vagamundo», cosa que él era evidentemente. Pero, claro, había sido Kyo quien le adjudicara ese nombre.
Luego de otro día de viaje tranquilo, más avanzados en el recorrido del valle, preguntó a Kyo:
— ¿No tenías entre tu gente un nombre propio, Kyo?
— Me llamaban «pastor» o «hermano menor» o «corredor». Yo era muy veloz en la carrera.
— Pero ésos son apodos, descripciones, como Olhor O Kiemhrir. Vosotros los Fiia sois muy afectos a poner nombres. A cada uno lo saludáis con un apodo: señor de las estrellas, portador de espadas, el de los cabellos de sol, señor de las palabras… Creo que los Angyar aprendieron de vosotros ese gran amor por el apodo. Y a pesar de todo, vosotros no tenéis nombres.
— Señor de las Estrellas, viajero de lejanías, cabellos de ceniza, portador de la joya — dijo Kyo sonriente —; ¿qué es un nombre, pues?
— ¿Cabellos de ceniza? ¿Es que he encanecido?… No sé muy bien qué es un nombre. El nombre que me dieron al nacer era Gaverel Rocannon. En el momento en que lo digo, no describo nada; sólo he dado mi nombre. Y cuando veo un nuevo tipo de árbol en esta tierra te pregunto, o se lo pregunto a Yahan o a Mogien, ya que tú pocas veces respondes, cuál es su nombre. Siento algo como una molestia, si no sé el nombre.
— Bien, ése es un árbol; como yo soy un Fian, como tú eres un… ¿qué?
— ¡Pero ésas son clasificaciones, Kyo! En las aldeas que hemos visto, he preguntado cómo se llaman las montañas occidentales, el cordón que se yergue sobre sus vidas desde que han nacido hasta que mueren, y me han respondido «ésas son montañas, Olhor».
— Y lo son — dijo Kyo.
— ¡Pero hay otras montañas: el cordón más bajo, al este, a lo largo de este mismo valle! ¿Cómo distingues un cordón de otro, un ser de otro, sin nombres?
El Fian, palmeando rítmicamente sus rodillas, fijó los ojos en las cimas altas que ardían en la profunda luz del poniente. Tras unos instantes, Rocannon comprendió que no habría respuesta.
Los vientos se tornaron más cálidos y los días se prolongaban, pues avanzaba la estación calurosa; entretanto continuó el vuelo hacia el sur. La doble carga que soportaban las monturas les impedía volar con mucha velocidad y a menudo se detuvieron por un día o dos para cazar y permitir que las bestias aladas cazasen. Pero por fin vieron que las montañas torcían en un círculo convergente con el cordón costero por el este, cerrándoles el paso. El valle se detuvo frente a una vastedad de colinas. Más arriba emergían manchas verdes y parduscas, los valles de la montaña; luego el gris de rocas y taludes y, por último, a medio camino entre tierra y cielo, la luminosa blancura de las altas cimas batidas por la borrasca.
Entre las colinas hallaron una aldea Fian. El viento se cernía frío desde las alturas que dominaban el frágil poblado, esparciendo humo azul entre las luces y sombras del lento atardecer. Como otras veces, fueron recibidos con gozosa animación y agasajados con agua y carne fresca y verduras en cuencos de madera, en la tibieza de una casa, en tanto que chiquillos vivaces limpiaban sus capas de polvo y alimentaban y reconfortaban a las bestias aladas. Después de la cena, cuatro muchachas de la aldea bailaron para ellos, sin música. Y sus movimientos eran leves y rápidos, tanto que parecían seres etéreos en aquel juego cambiante y huidizo de brillos y oscuridades frente a las ascuas de la lumbre. Rocannon dirigió una sonrisa complacida hacia Kyo que, como siempre, estaba sentado junto a él. El Fian devolvió la mirada, con seriedad, y dijo:
— Aquí me quedaré, Olhor.
Rocannon contuvo sus palabras de réplica, continuaba la danza con sus pasos ingrávidos, sus formas móviles ante la luz del fuego. Una música de silencios se entretejía entre ellos y un apartamiento entre sus mentes. La luz tembló sobre las paredes de madera y se hizo más débil.