— Se ha dicho que el Vagamundo podrá escoger sus compañeros. Por un tiempo.
No supo si había hablado él, Kyo o su memoria. Las palabras estaban en su mente y en la de Kyo. Esfumadas sus sombras de las paredes, las bailarinas se separaron y el cabello suelto de una de ellas brilló un instante. La danza que no tenía música había finalizado, las bailarinas que no tenían más nombre que luz y sombra estaban inmóviles. Del mismo modo, entre Kyo y él había finalizado una alianza, en la quietud y el silencio.
VIII
Por debajo de las alas de su cabalgadura, que batían pesadamente, Rocannon vio una masa de rocas desprendidas, un declive caótico de piedras que caían; se inclinó hacia adelante y la punta del ala izquierda de su bestia rozó las rocas en el esfuerzo por ascender hacia el frío. Llevaba ceñidas a sus muslos las correas de ataque, porque las corrientes y ráfagas desequilibraban a la montura; del frío se protegía con su traje. Montado detrás de él, envuelto en todas las capas y pieles de que ambos disponían, Yahan había atado sus tobillos a la montura, porque no confiaba en sus fuerzas para mantenerse bien asido. Mogien, cabalgando delante en su bestia menos cargada, soportaba el frío y la altura mucho mejor que Yahan y batallaba contra los picos con un rudo regocijo.
Quince días habían transcurrido desde que abandonaran la última aldea Fian, donde se despidieron de Kyo, e iniciaron la travesía de las colinas y los cordones montañosos menores en busca de algún paso bajo. Los Fiia no les habían indicado ninguna dirección. Ante las alusiones al cruce de las montañas, habían callado con actitud cohibida.
En los primeros días todo se presentó favorable, pero en cuanto comenzaron a ascender las monturas dieron rápidas muestras de cansancio, pues el aire enrarecido no les aportaba la gran cantidad de oxígeno que quemaban durante el vuelo. Al subir más aún, hallaron el frío y las traicioneras tormentas de las alturas. En los últimos tres días no habían avanzado más que quince kilómetros y la mayor parte de la distancia la cubrieron a ciegas. Los hombres estaban hambrientos, porque habían dejado a las monturas las mayores raciones de carne; aquella mañana Rocannon les había dejado terminar con los últimos trozos que quedaban en la alforja, porque si no lograban completar la travesía de las montañas tendrían que retornar hacia los bosques, donde hallarían caza y reposo y, luego, todo volvería a comenzar. Creían ahora estar en el camino adecuado para el paso, pero desde las cimas, hacia el este, soplaba un viento helado y el cielo se tornaba blanco y amenazante. Mogien volaba delante y Rocannon obligaba a su montura a seguirlo. Porque en aquella cruel etapa final de la travesía de las grandes montañas, Mogien era el jefe y él su seguidor. Había olvidado la razón por la que quisiera cruzar aquellas montañas; sólo recordaba que debía hacerlo, que debía ir hacia el sur. Pero en cuanto a la energía y el valor para hacerlo, dependía de Mogien.
— Creo que éste es tu dominio — había dicho al joven la noche anterior, durante la discusión de su itinerario.
Mogien, con una amplia mirada hacia las cumbres y los abismos, rocas y piedras y cielo, repuso, con su habitual tono de rápida seguridad señoriaclass="underline"
— Este es mi dominio.
Ahora los llamaba y Rocannon se inclinó para confortar a su montura, mientras atisbaba por entre las ráfagas heladas, en busca de un corte en el interminable caos de laderas abruptas. Allí había un ángulo, un saliente en el techo del planeta; desaparecía de pronto el amontonamiento de rocas y por debajo se iba abriendo un espacio blanco: el paso. A ambos lados los picos barridos por el viento se alzaban hasta la capa de densas nubes. Rocannon podía ver el rostro de Mogien, impertérrito, y oír su grito con voz de falsete, el alarido de batalla del guerrero victorioso. Siguió detrás de Mogien sobre el blanco valle que dormía bajo blancas nubes. La nieve comenzó a arremolinarse en torno a ellos, sin caer, danzando en su propio medio natural, su propia cuna, una danza de secos aleteos. Hambrienta y sobrecargada, la montura jadeaba a cada movimiento de sus grandes alas. Mogien había retrocedido para no perderse entre los torbellinos de nieve, pero aún continuaba al frente y ellos le seguían.
Entre los temblorosos copos se advertía un leve brillo y, gradualmente, despuntó una límpida radiación dorada. Como oro pálido, los puros campos de nieve dejaron ver sus declives. De pronto todo se perdió de los ojos de los viajeros y las bestias forcejearon en un enorme abismo. Muy abajo, muy lejos, definidos y pequeños, se tendían valles, lagos, la reluciente lengua de un glaciar, verdes manchas de vegetación. La bestia alada, tras un esfuerzo excepcional, comenzó a caer con las alas alzadas; caía como una piedra y Yahan no contuvo un grito de terror en tanto que Rocannon cerraba los ojos, expectante.
Las alas batieron de nuevo, con un ruido seco; batieron otra vez. La caída se convirtió en un penoso avance y por último se detuvo. El animal, tembloroso, se echó a tierra en un valle cubierto de rocas. Muy cerca, la montura gris de Mogien intentaba tumbarse mientras su jinete, riendo, desmontaba:
— ¡Lo hemos atravesado! ¡Lo hemos conseguido! — Se les acercó con el rostro oscuro y animado resplandeciente de triunfo —. ¡Ahora ambos flancos de la montaña son mis dominios, Rokanan!… Aquí acamparemos esta noche. Mañana las bestias podrán cazar, allá, entre los árboles, y nosotros bajaremos andando. Ven, Yahan.
Yahan estaba encogido en la montura, incapaz de moverse. Mogien lo alzó de la silla y lo ayudó a tenderse al amparo de una piedra saliente, aunque brillara el sol hasta tarde en aquel lugar, no entibiaba mucho más que la Gran Estrella, una partícula de cristal en el firmamento, al sudoeste, y el viento frío aún soplaba. Mientras Rocannon desensillaba las bestias, el noble Angyar se aplicaba a hacer todo lo que podía para que su sirviente entrara en calor. Nada había en aquel lugar que les permitiese alimentar un fuego, pues estaban muy por encima de la línea de vegetación. Rocannon se quitó su protector e hizo que Yahan se lo pusiera, sin oír las débiles y temerosas protestas del normal; luego se envolvió en capas y pieles. Jinetes y bestias se agruparon para mantenerse mutuamente abrigados y compartieron un poco de agua y alguna hogaza de los Fiia. La noche se elevaba de las tierras lejanas y desvanecidas en la oscuridad. Las estrellas brincaron en el cielo bruno y las dos lunas resplandecían al alcance de la mano.
Tarde en la noche Rocannon despertó sobresaltado. Sólo la luz de las estrellas. Silencio. Frío mortal. Yahan estaba cogido de su brazo y susurraba algo, febrilmente; sacudía su brazo y susurraba. Rocannon miró hacia donde el joven le señalaba: encima de ellos, sobre la piedra, había una sombra, una superficie sin estrellas.
Como la sombra que ambos vieran en las praderas, mucho más al norte, ésta era enorme y de contornos indefinidos. Mientras Rocannon la observaba, las estrellas comenzaron a brillar débiles a través de la forma oscura, y luego la sombra se había desvanecido, sólo quedaba aire negro y transparente. A la izquierda del lugar en que se mostrara, relucía Heliki, pequeña en su fase menguante.
— Ha sido la luz de la luna, Yahan — lo tranquilizó —. Duérmete, tienes fiebre.
— No — dijo la voz calmosa de Mogien, a su lado —. No era la luna, Rokanan. Era mi muerte.
Yahan se incorporó, sacudido por la fiebre:
— ¡No, Señor! ¡No la tuya; no puede ser! La he visto antes, en las llanuras, cuando tú no estabas con nosotros… ¡También Olhor la ha visto!
Reunidos sus últimos restos de sentido común y mesura científica, las últimas migajas de las normas de la antigua vida, Rocannon habló con tono autoritario:
— No digáis tonterías.
Mogien no hizo caso de él.
— La he visto en las llanuras, buscándome. Y por dos veces en las colinas, mientras marchaba en mi demanda, a nuestro paso. ¿De quién será sino mía? ¿Tu muerte, Yahan? ¿Eres un Señor, un Ana? ¿Usas acaso la segunda espada?