— Salud, gentes blancas, habitantes del sol, Fiia, amigos de los hombres.
Penetró en la aldea, conducida por todos, y se instaló en una de las luminosas casas, y los niños corrían y gritaban a su alrededor. Era difícil saber la edad de un Fian adulto; incurso distinguir con certeza a uno de otro era arduo, porque se movían con la rapidez de una mariposa en torno de la luz, y ella no sabía si siempre hablaba con el mismo interlocutor. Pero tuvo la sensación de que sólo uno de ellos le hablaba, por un momento, en tanto unos atendían su cabalgadura y otros le ofrecían agua y frutas de sus árboles.
— ¡No han sido los Fiia quienes han robado el collar de los Señores de Kirien! — exclamaba el hombrecito —: ¿Qué podrían hacer los Fiia con el oro, Señora? Para nosotros brilla el sol en la estación cálida y en la estación fría nos quedan los recuerdos de ese brillo. Las frutas amarillas, las hojas amarillas de fin de estación, el amarillo de la cabellera de nuestra Señora de Kirien: no tenemos otro oro.
— ¿Lo robó, pues, alguno de los normales?
— ¿Cómo osaría hacerlo un normal? Ah, Señora de Kirien, cómo fue robada la joya ningún mortal lo sabe, ni el hombre, ni el normal, ni el Fian, ni ninguna de las siete castas. Sólo los muertos saben cómo se ha perdido, tiempo ha, cuando Kireley el Arrogante, bisabuelo de nuestra Semley, marchó sin compañía por las cavernas del mar. Pero quizá esté entre los Enemigos del Sol.
— ¿Los gredosos?
Un estallido de risa seca, nerviosa.
— Siéntate con nosotros, Semley la del cabello de sol, llegada desde el norte.
Y se sentó a comer con los Fiia, tan complacidos con su donaire como ella lo estaba con su presencia. Pero cuando la oyeron repetir su propósito de buscar la joya entre los gredosos, si es que allí estaba, dejaron de reír; poco a poco fueron desapareciendo. De pronto estaba sola junto a la mesa con uno de ellos, tal vez el que le hablara antes de la comida.
— No vayas al encuentro de los gredosos, Semley — le dijo, y por un instante el corazón de la Señora de Hallan se estremeció.
El Fian, con un lento vaivén de la mano por encima de sus ojos, había oscurecido el aire que los rodeaba. Restos de frutas llenaban las fuentes; todos los cuencos de agua clara estaban vacíos.
— En las montañas lejanas se separaron los Fiia y los Gdemiar; hace muchos años se separaron — dijo el pequeño hombre de los Fiia —. Mucho antes de eso fuimos un solo pueblo; pero lo que nosotros somos, ellos no lo son. Lo que no somos, ellos lo son. Piensa en la luz del sol y en la hierba y en los árboles que dan frutos, Semley. Piensa que no todos los senderos que hay son buenos.
El Fian se inclinó, con una sonrisa.
Fuera de la aldea Semley montó en su cabalgadura, dijo adiós en respuesta a los adioses, y en el viento de la tarde se remontó hacia el sudoeste, hacia las cavernas de las costas rocosas del Mar de Kirien.
Temía tener que penetrar en las cavernas para hallar a las gentes que buscaba: le habían dicho que los gredosos nunca salían fuera de sus grutas a la luz del sol y que hasta recelaban de la luz de la Gran Estrella y de las lunas. El trayecto era largo; una vez bajó a tierra, para que su cabalgadura cazara alguna alimaña mientras ella comía un trozo de pan de su alforja. El pan estaba duro y reseco ahora y sabía a piel, aunque conservaba algo de su sabor primitivo: por un momento, comiendo sola en un claro de los montes sureños, oyó el tono apacible de una voz y le pareció haber visto el rostro de Durhal, vuelto hacia ella a la luz de las antorchas de Hallan. Y permanecía sentada, viendo el rostro austero, vívido y joven, soñando con que al regresar con toda la riqueza de un reino en tomo a su cuello le diría: «He querido traer un regalo digno de mi marido, Señor…» Se apresuró luego, pero al alcanzar la costa el sol se había ocultado, Y la Gran Estrella se ponía también. Desde el oeste se había elevado una brisa suave que viró luego para adquirir empuje. La montura de Semley luchaba contra el viento con tanto esfuerzo, que ella le dejó descender sobre la arena. La bestia legó sus alas y encogió las gráciles patas bajo el cuerpo, con una suerte de ronroneo. Semley, de pie, se ajustaba la capa en torno a los hombros, palmeando el pescuezo del animal, que sacudió las orejas en tanto volvía a ronronear. El contacto tibio le reconfortó la mano, pero sus ojos no veían más que un cielo gris, cubierto de jirones de nubes, un mar gris, arenas oscuras. Luego, deslizándose sobre la arena, se presentó una criatura baja, sombría, luego otra, por fin todo un grupo que se agazapaba, corría, se detenía.
Los llamó en alta voz. Y aunque se hubiera dicho que no la habían advertido, en un instante la rodearon todos; pero se mantenían apartados de su montura, que cesó en sus ronroneos, crispada la piel bajo la mano de su ama. Semley cogió las riendas, confiada en la protección que la bestia le brindaba, pero temerosa de la ferocidad que podía manifestar. En silencio, las extrañas gentes la observaban, con los toscos pies descalzos inmóviles sobre la arena. No podía haber engaño: eran de la talla de los Fiia, y en todo lo demás, una sombra, una imagen negra de aquel pueblo risueño. Desnudos, contrahechos, ralos los cabellos negros, la tez gris y viscosa como la de un gusano, de piedra la mirada.
— ¿Sois los gredosos?
— Somos los Gdemiar, el pueblo de los Señores de los Reinos de la Noche.
La voz tuvo una inesperada hondura y corrió pomposa a través del anochecer salino. Pero, tal como le ocurriera con los Fiia, Semley no estaba segura de quién le había hablado.
— Salud, Señores de la Noche. Yo soy Semley de Kirien, esposa de Durhal de Hallan. He venido hasta vosotros a buscar mi herencia, el collar llamado Ojo del Mar, que se perdiera tiempo atrás.
— ¿Por qué lo buscas aquí, Angya? Aquí sólo hallarás arena, sal y noche.
— Porque las cosas perdidas se hallan en los lugares profundos — repuso Semley, hábil para las agudezas —, y oro que ha venido de la tierra tiene un medio de volver a ella. Y a veces lo hecho, dicen, regresa a su hacedor. — No era más que una conjetura. Y fue exacta.
— Por cierto que conocemos el nombre de Ojo del Mar. Fue hecho en nuestras cavernas, tiempo ha, y vendido por nosotros a los Angyar. La piedra azul procedía de los campos de arcilla de nuestros parientes del este. Pero éstos son antiguos cuentos, Angya.
— ¿Podría escucharlos en el mismo lugar en que fueron narrados?
El círculo de gentes oscuras guardó silencio por un instante, como si dudara. El viento gris barrió la arena, oscureciendo la puesta de la Gran Estrella; el sonido del mar se amortiguó. La voz profunda vibró otra vez:
— Sí, Señora de los Angyar. Podrás penetrar en las Moradas Profundas. Síguenos. — Hubo corno una asechanza en la voz, pero Semley no quiso oírla. Siguió a los gredosos por la arena, llevando con la rienda corta a su cabalgadura de agudas garras.
Ante la boca de la caverna, una boca desdentada de la que surgían vahos fétidos, uno de los gredosos dijo:
— La bestia no debe entrar.
— Sí — dijo Semley.
— No — repuso todo el grupo.
— Sí, no la dejaré aquí. No me pertenece, no puedo dejarla. No os hará daño, mientras yo sujete las riendas.
— No — repitieron voces oscuras.
Pero otras asintieron:
— Como tú quieras.
Tras un instante de duda avanzaron; la boca de la cueva parecía haberse cerrado tras ellos, tanta era la oscuridad bajo la piedra. Marchaban de uno en fondo, Semley la última.
La oscuridad del túnel se debilitó; habían llegado hasta el lugar donde pendía del techo una bola de tenue fuego blanco, otra más lejos y otra. Entre ellas, como festones, negros gusanos larguísimos colgaban de las rocas. A medida que avanzaban, menor era el espacio entre una y otra bola de fuego y todo el túnel estaba iluminado con una luz brillante y fría.