Desesperado, Yahan trataba de replicar, pero Mogien prosiguió:
— No puede ser la muerte de Rokanan, porque él marcha por su camino. Un hombre puede morir en cualquier parte, pero un señor morirá su propia muerte, su verdadera muerte sólo en sus dominios. Ella le aguarda en el lugar que corresponde, el campo de batalla, un salón o el final de un camino. Y éste es mi lugar. De estas montañas ha venido mi gente y yo he regresado. Mi segunda espada se ha quebrado en la pelea. Pero oye, muerte mía: ¡yo soy Mogien, el heredero de Hallan! ¿Sabes ahora quién soy?
El viento agudo y helado recorría las rocas. Las piedras se erguían sobre ellos y las estrellas centelleaban muy en lo alto. Una de las bestias aladas se agitó con un resuello.
— Calla — dijo Rocannon —. Todo eso son tonterías. Calla y duerme…
Pero él mismo no pudo ya dormir. Y cuando se levantó, al alba, vio a Mogien sentado, apoyada la espalda en el flanco de su montura, silencioso y presto a partir, la mirada fija en las tierras aún cubiertas de noche.
Al llegar la luz dejaron libres a las bestias para que fueran a cazar en los bosques que crecían más abajo y ellos iniciaron el descenso a pie. Todavía estaban muy arriba, lejos de la vegetación, y no correrían peligro si el tiempo se mantenía claro. Pero antes de una hora comprendieron que Yahan no podría seguir adelante; el descenso no era en exceso duro, pero los días de intemperie, poco descanso y malas comidas lo habían extenuado y no podía proseguir la marcha, que a menudo exigía esfuerzos para trepar o dejarse deslizar. Un día más de descanso con la protección del traje de Rocannon tal vez le habría dado las fuerzas necesarias para seguir adelante, pero ello significaba otra noche en la altura, sin fuego, ni reparo, ni alimentos. Mogien enfrentaba los riesgos sin detenerse a sopesarlos y sugirió a Rocannon que se quedaran allí, él y Yahan, en un hueco soleado, mientras buscaba una vía menos ardua para el descenso o, de no hallarla, un lugar abrigado y sin nieve.
Al quedar solos, Yahan pidió agua en medio de su sopor. Las redomas estaban vacías. Rocannon le pidió que le aguardara allí y descendió por una pared rocosa hasta una saliente donde, quince metros más abajo, había un poco de nieve. La pendiente era más ardua de lo que le pareciera y se detuvo jadeante sobre un peñasco, aspirando con avidez el aire leve; el corazón le batía esforzado.
En un primer momento el ruido le pareció el flujo de su propia sangre; luego, cerca de su mano vio un hilo de agua. Una corriente delgada, exhalando vapor en su curso, rodeaba la base de un manchón de nieve dura y sombreada. Buscó la fuente del hilo de agua y divisó una negra abertura bajo un peñón, una cueva. Una cueva era la mejor posibilidad de abrigo que tendrían, dijo su mente racional, pero hablaba desde las lindes de un tropel de sentimientos oscuros, no racionales: pánico. Y allí quedó inmóvil, atrapado por el más violento de los temores que conociera.
A su alrededor la luz inane del sol bañaba las rocas grises. Las cimas de las montañas estaban ocultas por los peñascos cercanos, y la tierras, hacía el sur, embozadas en un manto de nubes. En aquella grisácea cúpula del planeta, nada alentaba, excepto él mismo y una oscura boca entre las peñas.
Transcurrió largo rato antes de que se pusiera en pie y marchara remontando el curso del arroyo envuelto en vapores. Allí, en la naciente, habló a la presencia que lo aguardaba — y bien lo sabía él — dentro del agujero sombrío.
— He venido — dijo.
Algo se agitó en la oscuridad y el morador de la caverna se presentó en la entrada.
Parecía un gredoso, diminuto y pálido; como los Fiia tenía ojos claros y era frágil; se asemejaba a ambos pueblos, a ninguno. El cabello era blanco. Su voz no era voz, porque resonaba en la mente de Rocannon, mientras sus oídos no percibían más que el débil silbido del viento: y no había palabras. Pero aun así le preguntó qué buscaba.
— No lo sé — dijo el hombre, en voz alta, lleno de terror.
Pero su deseo firme respondió en silencio por éclass="underline"
— Iré hacia el sur en busca de mi enemigo para destruirlo.
El viento elevó sus silbidos; a sus pies el agua tibia gorgoteaba. Rápida, ágilmente, el morador de la caverna se hizo a un lado y Rocannon, inclinándose, penetró en las sombras.
¿Qué entregaras a cambio de lo que te he concedido?
¿Qué debo entregar, Anciano?
Lo que te sea más querido y con mayor esfuerzo entregues.
Nada mío tengo en este mundo. ¿Qué puedo dar?
Una cosa, una vida, una oportunidad; un ojo, una esperanza, un retorno: no es preciso saber el nombre. Pero gritarás su nombre en voz alta cuando haya desaparecido. ¿Lo entregas libremente?
Libremente, Anciano.
Silencio y el soplo del viento. Rocannon inclinó la cabeza y emergió de la oscuridad. Mientras ascendía, una luz roja hirió de lleno sus ojos: un rojo amanecer sobre el mar de nubes, gris y escarlata.
Yahan y Mogien dormían en el hueco, arrebujados en sus capas y sus pieles, inmóviles, cuando Rocannon se inclinó sobre ellos.
— Despertad — les dijo suavemente.
Yahan se incorporó; su cara estaba demacrada, con una expresión infantil, más visible en la patética luz roja del amanecer.
— ¡Olhor! Creímos… te hablas ido… creímos que habrías caído…
Mogien sacudió su cabeza rubia para disipar el sueño y observó a Rocannon durante un largo minuto. Luego le dijo con voz ronca y suave:
— Bienvenido, Señor de las Estrellas, compañero. Hemos esperado por ti aquí mismo. — He descubierto… He hablado con…
Mogien alzó una mano.
— Has regresado, me regocijo con tu llegada. ¿Iremos hacia el sur?
— Sí.
— Bien — dijo Mogien. En ese momento no le resultó extraño a Rocannon que Mogien, quien por tanto tiempo había sido su guía, ahora se dirigiese a él como a un gran señor.
Mogien hizo resonar su silbato, pero a pesar de que aguardaron largos minutos, las cabalgaduras no acudieron al llamado. Comieron el último y duro trozo de pan de los Fiia y se pusieron de pie. El abrigo del traje protector había beneficiado a Yahan, y Rocannon insistió en que el joven lo llevara; aun cuando necesitaba comida y un descanso profundo para recuperar sus fuerzas. Yahan podía ahora moverse y debían hacerlo, pues tras aquel rojo amanecer vendría una borrasca. La marcha no extrañaba peligro, pero sí cansancio. A media mañana vieron llegar a una de las bestias aladas: la gris de Mogien, que volaba desde el bosque lejano, allá abajo. La cargaron con las sillas, arneses y pieles que hasta ese momento habían transportado ellos; el animal voló por debajo, por arriba, siempre cercano, haciendo oír de cuando en cuando un maullido, quizá una llamada a su compañero que aún cazaba o seguía merodeando entre los árboles.
Hacia el mediodía arribaron a un tramo difíciclass="underline" la cara de una escarpadura que sobresalía como un escudo y sobre la cual tendrían que arrastrarse, ligados con una cuerda.
— Desde el aire podrías descubrir un camino mejor, Mogien — sugirió Rocannon —. Cuánto daría porque la otra bestia hubiese acudido. — Experimentaba un sentimiento de urgencia; ansiaba estar fuera de aquellas laderas grises e imponentes, verse entre los árboles, oculto.
— La bestia estaba muy fatigada cuando la dejamos ir; quizá no haya cazado nada aún. Esta llevaba menos peso al cruzar la montaña. Veré qué extensión tiene la escarpa. Tal vez mi montura pueda llevarnos a los tres si es un trayecto breve.
Al sonido del silbato, la bestia alada, con la ciega obediencia que siempre llenaba de admiración a Rocannon en aquel carnívoro tan enorme y feroz, revoloteó en círculo sobre sus cabezas y aterrizó con gracia elástica sobre las rocas donde su amo la aguardaba. Mogien montó de un salto y dio el grito de partida; en su cabello rubio brillaba el último rayo de sol que se filtraba por entre bancos de nubes espesas.