Cuando estuvo en condiciones de bajar hasta el salón del castillo, el mismo respeto, el mismo temor reverencial se reflejaba en todos los restos que se volvían hacia él, rostros animosos y cordiales. Cabellos de oro, piel oscura, gentes de elevada estatura, la vieja cepa de la que los Angyar eran sólo una tribu, partida mucho tiempo atrás hacia el norte, por mar: éstos eran los Liuar, los Señores de la Tierra, que desde entonces vivían en la memoria de todas las razas, tanto al pie de las colinas como en las anchas llanuras del sur.
En su primer momento pensó que los desconcertaba su aspecto distinto, su cabello oscuro y piel blanca; pero Yahan también era de tez clara y oscuros cabellos, y nadie experimentaba temor ante Yahan. A él le brindaban el trato de señor entre los señores, lo que constituía motivo de regocijo y de aturdimiento para el antiguo siervo de Hallan. Pero a Rocannon lo consideraban señor por encima de todos los señores, perteneciente a una casta distinta.
Había una persona que le hablaba como a un hombre. La Señora Ganye, hija política y heredera del anciano señor del castillo, había enviudado pocos meses antes; su rubio hijito pasaba con ella la mayor parte del día. Aunque tímido, el niño no temía a Rocannon, y más bien se sentía atraído por él y le preguntaba sobre las montañas y las tierras del norte y el mar. Rocannon respondía a todas sus preguntas. La madre escuchaba, serena y bella como la luz del sol, en ocasiones volviendo hacia el hombre su rostro sonriente, el mismo que él reconociera al verlo por primera vez.
Por fin le preguntó qué pensaban de él en el Castillo de Breygna y ella respondió con candidez:
— Piensan que eres un dios.
Era el vocablo que recordaba haber oído ya en la aldea de Tolen: pedan.
— No lo soy — dijo, hosco.
Ganye sonrió.
— ¿Por qué lo piensan? — inquirió —. ¿Los dioses de los Liuar tienen cabellos grises y manos tullidas? — El rayo láser del helicóptero lo había alcanzado en la muñeca derecha y había perdido el uso de la mano casi por completo.
— ¿Por qué no? — dijo Ganye con su sonrisa cándida y majestuosa —. Pero la razón es que tú has bajado de la montaña.
Rocannon consideró esa explicación.
— Dime, Señora Ganye, ¿sabes algo acerca de… el guardián del manantial?
Sus facciones cobraron un aire grave.
— Sólo conocemos leyendas sobre esas gentes. Mucho tiempo ha transcurrido, nueve generaciones de Señores de Breygna, desde que Iollt el Largo se dirigió hacia las alturas y descendió cambiado. Sabemos que te has encontrado con ellos, con los Ancianos.
— ¿Cómo lo habéis sabido?
— En el sueño de tu fiebre has hablado del precio, del don otorgado y de su precio. También Iollt lo pagó… ¿Ese precio ha sido tu mano derecha, Señor Olhor? — preguntó Ganye, con repentina timidez, en tanto que levantaba su mirada hacia él.
— No. Habría dado mis dos manos para conservar lo que he perdido.
Se levantó y caminó hasta la ventana de la habitación de la torre. Desde allí podía contemplar el espacioso territorio entre las montañas y el mar distante. Abajo, al pie de las altas colinas sobre las que se asentaba el Castillo de Breygna, describía sus meandros un río, ancho y brillante entre las lomas, desvanecido luego en brumosas lejanías, en las que se adivinaba una aldea, campos, torres, un castillo, reapareciendo una vez más, luminoso entre azules aguaceros y jirones de sol.
— Esta es la más hermosa tierra que he visto en mi vida — dijo. Aún pensaba en Mogien, quien no vería ya aquel paisaje.
— Para mí no es tan hermosa hoy como lo fuera en otro tiempo.
— ¿Por qué, Señora Ganye?
— ¡Por los Extranjeros!
— Háblame de ellos, Señora.
— Llegaron cuando ya moría el último invierno, muchos, cabalgando por el viento en grandes naves, blandiendo armas que queman. Nadie puede decir de qué tierra vienen; no hay leyendas sobre ellos. Ahora toda la tierra entre el río Viam y el mar les pertenece. Han echado de sus campos y asesinado a las gentes de ocho dominios. En estas colinas nosotros somos prisioneros; no nos atrevemos ni siquiera a llegar a nuestros antiguos pastos con el ganado. En un comienzo hemos luchado contra los Extranjeros. Ganhing, mi marido, ha muerto bajo sus armas que queman. — Por un segundo su mirada se desvió hasta la mano quemada e inútil del etnólogo; por un segundo calló —. En… en el tiempo del primer deshielo fue muerto y aún no ha tenido su venganza. Nosotros hemos inclinado la cabeza y hemos evitado esos campos. ¡Nosotros, los Señores de la Tierra! Y no hay un hombre que haga pagar a esos Extranjeros por la muerte de Ganhing.
Magnífica ira, pensó Rocannon, que volvía a oír las trompetas perdidas de Hallan en aquella voz.
— Pagarán, Señora Ganye; pagarán un alto precio. Aun cuando sabías que no soy un dios, ¿me has considerado un hombre por entero común?
— No, Señor — respondió —. No por entero.
Transcurrieron los días, los largos días del prolongado verano. Las laderas de los picos que dominaban el Castillo de Breygna azulearon; las cosechas, en los campos, llegaron a su sazón, fueron recogidas, hubo otra siembra y volvía a madurar el grano cuando una tarde Rocannon se sentó junto a Yahan, en el patio de la cuadra, donde dos bestias aladas jóvenes recibían entrenamiento.
— Partiré hacia el sur, Yahan. Tú permanecerás aquí.
— ¡No, Olhor! ¡Déjame ir…!
Yahan se interrumpió; quizá recordaba aquella playa neblinosa, donde en su anhelo de aventura había desobedecido a Mogien. Rocannon sonrió:
— Solo lo haré mejor. No llevará mucho tiempo, ocurra lo que ocurra.
— Pero yo soy tu fiel sirviente, Olhor, te he jurado fidelidad. Déjame ir, te lo suplico.
— Los juramentos se quiebran cuando se han perdido los nombres. Has prometido fidelidad a Rokanan, al otro lado de las montañas. En esta tierra no hay siervos y no hay ningún hombre llamado Rokanan. Como amigo te pido, Yahan, que nada más digas, ni a mí ni a ninguna otra persona; sólo ensíllame la bestia de Hallan mañana, al alba.
Lealmente, antes de que despuntara el día, Yahan le aguardaba en la cuadra, sosteniendo las bridas de la única montura de Hallan que había sobrevivido: la gris rayada de negro. El animal había llegado a Breygna unos días después que ellos, semihelado y hambriento. Ahora estaba rozagante, lleno de fuerzas, ronroneando y batiendo su cola listada.
— ¿Llevas tu segunda piel, Olhor? — preguntó Yahan en un murmullo, mientras ligaba los correajes de batalla de la montura —, dicen que los Extranjeros lanzan fuego a quienquiera que cabalgue cerca de sus tierras.
— Sí, la llevo.
— ¿Y ninguna espada?
— No, ninguna espada. Oye, Yahan, si no regreso, busca en la alforja que he dejado en mi cuarto. Hay alguna tela, con… con marcas y pinturas de la tierra. Si alguien de mi gente llegara aquí, se la darás, ¿verdad? También el collar está allí. — Su rostro se ensombreció distante la mirada —. Dáselo a la Señora Ganye. Si no regreso para hacerlo yo mismo. Adiós, Yahan; deséame buena suerte.
— Que tu enemigo muera sin hijos — dijo Yahan, ferozmente, llenos los ojos de lágrimas, Y entregó las riendas. La bestia saltó hacia el cielo tibio y descolorido del alba veraniega, giró con un poderoso batir de sus alas y, penetrando en el viento del norte, se perdió sobre las colinas. Yahan la miró, inmóvil… Desde una alta ventana de la Torre de Breygna, otro rostro, suave y oscuro, también la miró desvanecerse, y seguía allí largo tiempo después, cuando ya el sol se había alzado.
Era un viaje extraño. Rocannon marchaba hacia un lugar que nunca había visto, pero que conocía por dentro y por fuera a través de las distintas impresiones de cientos de mentes distintas. Aun cuando la telepatía no implicaba visión, transmitía sensaciones táctiles, percepción de espacio y de relaciones espaciales, de tiempo, de movimiento y posición. Durante horas y horas había analizado esas sensaciones, en cien días de práctica, mientras permanecía inmóvil en su habitación del Castillo de Breygna. Así había adquirido, aunque no visual ni verbalizado, un conocimiento exacto de cada edificio y de toda la superficie de la base enemiga. Y de la percepción directa y de las extrapolaciones que ésta le permitía efectuar, había deducido qué era la base, por qué estaba allí, cómo entrar en ella y dónde hallar lo que necesitaba.