Ya bajo los árboles, no pudo correr, porque le faltaba el aliento y las negras ramas no permitían el paso de la luz de la luna. Tan velozmente como le era posible, desanduvo su camino en torno a la base, hasta la pista de aterrizaje, luego hacia el sendero que lo había traído, a campo traviesa, ahora con el auxilio del plenilunio de Heliki, y, luego de una hora, con la luz naciente de Feni. Le pareció que no lograba avanzar a través de la campiña oscura y el tiempo corría, vertiginoso. Si bombardeaban la base mientras él estuviese en las cercanías, la onda expansiva o el fuego lo alcanzarían y, entre las sombras, trataba de dominar el temor irreprimible hacia esa luz que podría estallar a sus espaldas y destruirlo. Pero ¿por qué no venían, por qué se demoraban?
No despuntaba aún el día cuando llegó a la colina en que había dejado su montura. La bestia, inquieta por la larga noche de inmovilidad en un lugar de buena caza, lo recibió con un gruñido. Rocannon se apoyó en su lomo tibio, le acarició las orejas, pensando en Kyo.
Tras recuperar el aliento montó y ordenó al animal que caminara. Pero la bestia, echada como una esfinge, se negaba a ponerse en pie. Por último se incorporó, con monótonos maullidos de protesta, y marchó hacia el norte a pasos de exasperante lentitud. Colinas y campos, aldeas abandonadas, árboles quemados se hacían visibles a su alrededor, pero hasta que la luz del sol no se esparció por las colinas del este la bestia alada no se decidió a volar. Por fin se elevó, halló una corriente de aire favorable y sus alas se desplegaron en la clara y brillante luz del amanecer. Una y otra vez Rocannon volvía la mirada. Detrás de él, nada que no fuera la tierra apacible, la niebla en la ribera oeste del río. Su sentido telepático le dio cuenta de los pensamientos y sensaciones, de los sueños y el despertar de sus enemigos; todo se desarrollaba con normalidad.
Había hecho todo lo que estuvo a su alcance. Fue una tontería pensar que podría hacer algo. ¿Qué era un hombre solo contra un pueblo, empeñado en una guerra? Rendido, rumiando su cruda derrota, cabalgaba hacia Breygna, único lugar al que podía ir. Ya no se preguntó por qué la Liga demoraba su ataque. No vendrían. Habrían pensado que su mensaje era un engaño, una trampa. O, quizá, no había utilizado las coordenadas correctas; un solo signo errado y su mensaje se habría perdido en el vacío donde no existía tiempo ni espacio. Y para eso había muerto Raho, había muerto Iot, había muerto Mogien: para que se enviara un mensaje a ninguna parte. Y él estaba exiliado allí por el resto de su vida, inútil, un extranjero en un mundo ajeno.
No era importante, después de todo. El no era más que un hombre. El destino de un hombre no tiene importancia.
«Si es así, ¿qué es lo importante?»
No podía tolerar el recuerdo de aquellas palabras imborrables. Miró hacia atrás, otra vez, para apartar de su mente la imagen del rostro de Mogien… Con un grito se cubrió con su brazo lisiado para evitar la luz intolerable; el elevado árbol blanco de fuego creció, sin sonido, en la campiña que quedaba a su espalda.
Entre el estrépito y las ráfagas, la cabalgadura rugió desbocada y bajó a tierra, ciega de terror. Rocannon desciñó sus correas y se echó al suelo, la cabeza oculta entre los brazos. Pero no logró aislarse: no de la luz, sino de la oscuridad, de la oscuridad que encegueció su mente, del conocimiento en su propia carne de la muerte instantánea de mil hombres. Muerte, muerte, muerte una y otra vez en una fracción de segundo, en su propio cuerpo, en su cerebro. Y luego, silencio.
Levantó la cabeza; escuchó y sólo se oía silencio.
EPILOGO
Cabalgo en el viento hacia las cuadras de Breygna; al atardecer desmontaba un hombre robusto, baja la cabeza gris. Se quedó de pie junto a su montura. Inmediatamente se agolpó a su alrededor toda la gente del castillo, cabezas doradas que le preguntaron qué había sido ese fuego en el sur, si era verdad lo que decían los vagabundos de las praderas acerca de la destrucción de los Extranjeros. Era singular verlos reunirse a su alrededor, sabiendo que él sabía. Buscó a Ganye entre todos. Cuando vio su rostro, las palabras acudieron, vacilantes:
— La base del enemigo está destruida. No volverán aquí. Tu Señor Ganhing ha sido vengado. Y también mi amigo Mogien. Y tus hermanos, Yahan; y el pueblo de Kyo; y mis compañeros. Todos están muertos.
Le abrieron paso y se dirigió al castillo, solo.
Algunos días después, al atardecer, en la clara luz azul que seguía a una tormenta, caminaba junto a Ganye por la azotea de la torre. Ella le había preguntado si ahora abandonaría Breygna. Se demoró para responderle.
— No lo sé. Yahan regresará al norte, a Hallan, creo. Hay mozos aquí que querrían hacer el viaje por mar. Y la Señora de Hallan aguarda nuevas sobre su hijo… Pero Hallan no es mi casa. Tampoco tengo nada aquí. No pertenezco a vuestro pueblo.
Ahora Ganye sabía algo más sobre él y preguntó:
— ¿No vendrá tu gente a buscarte?
Rocannon contempló el campo hermoso, el río resplandeciente en el atardecer veraniego, alejándose hacia el sur.
— Tal vez lo hagan — contestó —. Serán ocho años a partir de ahora. Pueden enviar la muerte sin tardanza, pero la vida es más lenta… ¿Quién es mi gente? Ya no soy lo que era. He cambiado; he bebido del manantial en las montañas. Y no quiero volver nunca más donde pueda oír las voces de mis enemigos.
Caminaron en silencio, uno junto a otro, siete pasos hasta el parapeto. Entonces Ganye, mirando hacia la valla azul y sombría de las montañas, dijo:
— Quédate aquí con nosotros.
Rocannon mantuvo su silencio por un instante, luego repuso:
— Lo haré. Por un tiempo.
Pero fue por el resto de su vida. Cuando las naves de la Liga volvieron al planeta y Yahan guió a un grupo hasta Breygna, en su busca, ya había muerto. El pueblo de Breygna lloraba a su Señor, y también su viuda, alta y de cabellos rubios, que, con una gran piedra azul engarzada en oro en tomo a su garganta, saludó a quienes venían a buscarlo. Y así, él nunca supo que la Liga había dado su nombre a aquel planeta.
Título originaclass="underline" Rocannon’s World
Traducción de Ana Goldar
© 1966 Ace Books
© 1976 Editorial Bruguera S.A.
Av. infanta carlota, 129 — Barcelona.
Edición electrónica de Sadrac
Buenos Aires — Octubre de 2000