Выбрать главу

— ¿Podremos emprender ya ese viaje? Quisiera no faltar por mucho tiempo de mi hogar.

— Sí. En seguida. — Los labios grises se distendieron.

De lo ocurrido en las horas siguientes Semley no podría dar cuenta. Todo era prisa, confusión, estrépito, sorpresa. Mientras ella acariciaba la cabeza de su cabalgadura, un gredoso introdujo una larga aguja en la corva dorada de la bestia. Semley estuvo a punto de gritar, pero el animal se agitó apenas y luego, entre ronroneos, quedó dormido. Con claras muestras de miedo, un grupo de hombres cogió a la bestia dormida para llevársela. Más tarde vio cómo una aguja se introducía en su propio brazo, quizá para probar su valor, porque no se sintió adormecida, aun cuando no estaba cierta de ello. Viajó en carros que atravesaban puertas de hierro innumerables cavernas abovedadas. Hubo un instante en que el carro rodó por una caverna estrecha, por completo sombría y la oscuridad estaba poblada de raras alimañas. Oyó sus chillidos, los gritos roncos, y vio grandes bandadas frente a las luces del carro; cuando pudo verlas a la débil luz blanca, comprobó que no tenían alas y que eran ciegas. Y cerró los ojos ante tal visión. Pero había más túneles a recorrer, y siempre más cavernas, más cuerpos grites y feas caras y retumbantes voces graves, hasta que por fin llegaron al aire libre. Era noche cerrada; elevó la vista, feliz, hacia las estrellas y la única luna resplandeciente, la pequeña Heliki que brillaba en el oeste. Pero los gredosos estaban aún junto a ella y la hacían penetrar en otro carro o en otra cueva, no estaba cierta. Era un espacio pequeño, lleno de diminutas luces temblorosas, muy estrecho y claro, después de las enormes cavernas húmedas y de la noche iluminada de estrellas. Otra aguja penetró en sus carnes y le dijeron que tendría que dejarse atar en una especie de silla plana: ligaduras en la cabeza, manos y pies.

— No lo permitiré — dijo Semley.

Pero al ver que sus cuatro acompañantes gredosos se dejaban atar, se sometió. Quedaron solos. Hubo un estruendo y luego un hondo silencio; un peso enorme, invisible, la oprimía; luego desapareció todo: peso, sonido, todo.

— ¿He muerto? — preguntó Semley.

— Oh, no, Señora — respondió lino voz desagradable.

Al abrir los ojos entrevió una cara blanca, inclinada sobre ella, una gran boca sumida, ojos como piedras. Sus ligaduras habían desaparecido y dio un brinco: no tenía peso ni cuerpo. Se sintió como una mera ráfaga de terror en el viento.

— No te haremos daño — dijo la voz o varias de ellas —. Permítenos tan sólo tocar tu cabello; déjanos tocarlo…

El carro tembló un tanto. Fuera de su única ventana se extendía una noche total… ¿o era bruma, o nada? Una larga noche, le habían dicho. Muy larga. Sentada, inmóvil, soportó el contacto de las gruesas manos grises sobre su cabello. Luego quisieron tocarle las manos, los pies y los brazos, y uno, la garganta: saltó entonces en pie, y mostró los dientes; los gredosos retrocedieron.

— No te hemos hecho daño, Señora — le dijeron.

Sacudió su cabeza.

Cuando se lo ordenaron, volvió a tenderse en la silla y a dejarse atar. Cuando la luz se tornó dorada, a través de la ventana, hubiera querido llorar ante aquel espectáculo, pero cayó desfallecida.

— Bien — dijo Rocannon —, al menos ahora sabemos a qué raza pertenece.

— Querría tener el medio de saber quién es — murmuró el director —. Busca algo que tenemos aquí, en el museo. ¿No es lo que han dicho los trogloditas?

— No los llames trogloditas — observó Rocannon, lleno de escrúpulos; como exoetnólogo, especializado en formas de vida inteligentes, se resistía al empleo de tales palabras. No son hermosos, pero tienen el grado C entre nuestros aliados… Me pregunto por qué la Comisión los escogió a ellos para el plan de desarrollo, aun antes de tomar contacto con todas las especies inteligentes. Apuesto a que lo decidieron los de Centauro; a los centaurianos siempre les han gustado los cavernícolas nocturnos. Creo que aquí tenemos la especie II.

— Parecen tenerle un temor respetuoso, estos trogloditas.

— ¿Tú no?

Ketho contempló a la mujer una vez más, y se ruborizó, sonriente.

— Vaya, en cierto modo; jamás, en dieciocho años, había visto tan bello tipo alienígena, ni aquí ni en Nueva Georgia del Sur. Y, de hecho, jamás había visto ninguna mujer tan bella. Parece una diosa. — El rubor le cubrió ahora la calva, porque Ketho era un hombre tímido, nada afecto a las hipérboles. Pero Rocannon asintió con sobriedad.

— Preferiría hablarle sin estos trog… Gdemiar de por medio. Pero no hay manera. — Rocannon se encaminó hacia los visitantes y, cuando ella volvió su espléndido rostro, le hizo una profunda reverencia, hasta plantar un rodilla en tierra, con la cabeza doblada y los ojos cerrados. Era lo que él denominaba un «gesto de acercamiento intercultural» y lo ejecutaba con cierta gracia. Cuando se irguió, la mujer habló, sonriente.

— Ha dicho «salud, Señor de las Estrellas» — gruñó uno de los pigmeos, en su monserga galáctica.

— Salud, Señora de los Angyar — respondió Rocannon —. ¿En qué podemos complacer a la Señora nosotros, los del museo?

Tras los gruñidos del troglodita, la voz de la mujer se deslizó como una brisa de plata.

— Ha dicho que, por favor, le devolváis su collar, tesoro de sus ancestros remotos.

— ¿Qué collar? — preguntó el científico.

La mujer, que le había comprendido, señaló el centro de una vitrina que exhibía una pieza magnífica: una cadena de amarillo oro, macizo pero delicado en su orfebrería, con un enorme zafiro azul engastado en el centro. Rocannon enarcó las cejas, mientras Ketho murmuraba sobre su hombro:

— Tiene buen gusto. Es el collar Fomalhaut, una pieza única.

La joven sonrió a los dos hombres y volvió a hablarles.

— Ha dicho: Señores de las Estrellas, Joven y Anciano, Habitantes de la Casa de los Tesoros, este tesoro es mío. Mucho, mucho tiempo atrás. Gracias.

— ¿De dónde salió esta pieza, Ketho?

— Veamos; déjame consultar el catálogo. Aquí lo tengo. Aquí está. Salió de estos trog… bueno, lo que sean, Gdemiar. Al parecer estos tipos tienen la obsesión de los negocios; tuvimos que dejarles comprar la nave con que han venido, una AD-4. El collar fue parte del pago. Fue hecho por ellos.

— Apostaría a que ya no pueden hacer esta clase de trabajo; ahora están adiestrados en la rama industrial.

— Pero se diría que piensan que la joya pertenece a esta mujer y no a ellos o a nosotros. Ha de ser importante, Rocannon, o no le habrían dedicado tanto tiempo a esta diligencia. El intervalo objetivo entre Fomalhaut y aquí debe de ser considerable.

— Varios años, sin duda — contestó el etnólogo, que sabía de viajes espaciales. No muchos.

— Bueno, ni el Manual ni la Guía me dan datos suficientes para una estimación correcta. Está claro que. estas especies no han sido estudiadas bien. Los pigmeos le deben estar manifestando mera cortesía. O quizá una guerra interracial dependa del maldito zafiro. O quizá los deseos de ella sean órdenes, porque la consideran superior. O, a pesar de las apariencias, puede que ella esté prisionera, que sea un señuelo. ¿Cómo podemos saber…? ¿Puedes disponer de las piezas, Ketho?

— Oh, sí. Todos los objetos de la sala Exótica están, técnicamente, en carácter de préstamo, no son de nuestra propiedad, ya que estas reclamaciones se han producido siempre. Pocas veces ha habido negativas. Paz, antes que nada, hasta que llega la Guerra…

— Entonces creo que es mejor que se lo entregues.

Ketho sonrió.

— Es un privilegio — dijo, y abriendo la vitrina cogió la gruesa cadena de oro; luego, tímido, la tendió hacia Rocannon —. Dásela tú.

Y la piedra azul, por un instante, refulgió en las manos del científico. Pero su mente estaba lejos; se volvió hacia la espléndida alienígena con el manojo de fuego azul y oro. Ella no alzó las manos para cogerlo, sino que inclinó la cabeza y él deslizó el collar sobre sus cabellos. Refulgía como una brasa en torno a su garganta broncíneo dorada. Parecía tan llena de orgullo, delectación y gratitud que Rocannon enmudeció y el director murmuró en su propia lengua: