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Mogien de Hallan halló a su huésped, el Señor de las Estrellas, mientras se encaminaba hacia las cuadras del castillo.

— ¿Tu nave estaba detrás de la Colina Sur, Señor?

— Sí — muy blanca la cara y la voz tan tranquila como siempre.

— Ven conmigo. — Mogien ofreció al huésped las ancas de su cabalgadura alada, que ya tenía aparejada la montura en la cuadra. Al atravesar el Puente del Precipicio y los mil escalones que a él conducían, por encima de los bosques montañosos del dominio de Hallan, la cabalgadura semejaba una hoja gris en el viento.

Mientras volaban sobre la Colina Sur ambos veían cómo se elevaba el humo azul por entre las lanzas doradas del primer sol. Crepitaba en el bosque, entre las húmedas malezas verdes, sobre el flanco de la montaña, un incendio.

De pronto se ofreció a la vista un pozo cavado en la ladera, una hoya hendida de polvo blanco y humeante. Junto a los bordes del ancho circulo de destrucción, yacían árboles de troncos ya carbonizados, con las copas deshechas y esparcidas en derredor del pozo de negrura.

El joven Señor de Hallan contuvo a la bestia ante la vista del valle arrasado y observó sin decir una palabra. Antiguos relatos del tiempo de su abuelo y de su bisabuelo narraban cómo se habla producido la primera aparición de los Señores de las Estrellas, cómo habían quemado colinas enteras y habían hecho hervir el mar con sus terribles armas y cómo, con la amenaza de esas armas, habían forzado a todos los Señores de Angien a ofrecer fidelidad y tributo. Por primera vez Mogien creía en esos relatos. Por un instante le faltó el aliento.

— Tu nave estaba…

— La nave estaba aquí. Tenía que encontrar a los otros aquí, hoy. Señor Mogien, dile a tu pueblo que evite este lugar. Por un tiempo. Hasta después de las lluvias, en la próxima estación fría.

— ¿Un hechizo?

— Un veneno. La lluvia liberará a la tierra de él. — La voz del Señor de las Estrellas seguía siendo calmosa, pero su mirada estaba sumergida en el valle y al mismo tiempo comenzó a hablar, no a Mogien, sino a la negra hoya ahora iluminada apenas por la brillante luz del sol. Mogien no comprendió una sola palabra de lo que él decía, porque el huésped hablaba en su propia lengua, la lengua de los Señores de las Estrellas; y ya no existía un hombre en Angien o en el resto del mundo que hablara esa lengua.

El joven Angya sofrenó a su inquieta montura. A sus espaldas, el Señor de las Estrellas miró profundamente y dijo:

— Regresemos a Hallan. Nada hay aquí… El animal voló por encima de las laderas humeantes.

— Señor Rokanan, si tu pueblo mantiene una guerra ahora, entre las estrellas, comprometo en vuestra defensa a las espadas de Hallan.

En tanto se mantenía cogido de la montura, el Señor de las Estrellas agradeció a Mogien su ofrecimiento. El viento agitaba los cabellos grisáceos del etnólogo.

El largo día había transcurrido. El viento de la noche se filtraba a través de las puertas de su habitación en la torre del Castillo de Hallan, levantando chispas en el fuego del amplio hogar. Ya se aproximaba la estación fría, el desasosiego de la primavera estaba en el viento. Cuando levantó la cabeza aspiró la dulce y mustia fragancia de los tapices de hierbas suspendidos de las paredes y la dulce y fresca fragancia de la noche en los bosques cercanos.

Una vez más habló por su transmisor:

— Aquí Rocannon. Habla Rocannon. ¿Podéis contestarme? — Escuchó el silencio del receptor durante largo rato, luego, una vez más, sintonizó la frecuencia de la nave —. Aquí Rocannon…

Cuando se dio cuenta de que estaba hablando en voz baja, casi en un murmullo, cesó en sus intentos y cortó la transmisión. Habían muerto, todos, sus catorce compañeros y amigos. Todos habían estado en Fomalhaut II durante la mitad de uno de los largos años del planeta y, para ellos, ésta había sido la ocasión de comprobar datos y compararlos. Smate y su tripulación habían viajado desde el Continente Este, recogiendo de camino a la dotación del Ártico, para reunirse allí con Rocannon, el director del Primer Estudio Etnográfico, el hombre que los había llevado a todos hasta allí. Y ahora estaban muertos.

Y su labor — todas esas notas, fotografías, cintas grabadas, todo lo que para ellos habría justificado su muerte — también se había perdido, convertida en polvo junto con ellos, junto con ellos.

Rocannon sintonizó su transmisor en la onda de emergencia; pero no accionó el aparato. Hablar significaba sólo señalar al enemigo que él era un sobreviviente. Se sentó inmóvil. Un golpe resonó en su puerta; en la extraña lengua que en adelante debería hablar, dijo:

— ¡Adelante!

En el umbral estaba el joven Señor de Hallan, Mogien, que había sido su mejor informante sobre la cultura y costumbres de la Especie II, y que ahora controlaba su destino. Como todos los de su pueblo, Mogien era alto, de cabellos claros y piel oscura; su hermoso rostro estaba disciplinado para mostrar una adusta calma, por entre la que, a momentos, se filtraba el relámpago de poderosas emociones: ira, ambición. Le acompañaba Raho, su sirviente Olgyior, que depositó una redoma amarilla y dos copas sobre un arcón, llenó las copas y se apartó. El heredero de Hallan habló:

— Beberé contigo, Señor de las Estrellas.

— Y mi gente con la tuya y nuestros hijos lo harán juntos, Señor — repuso el etnólogo, quien no había vivido en nueve planetas exóticos distintos sin llegar a justipreciar el valor de los modales corteses. Ambos hombres cogieron sus copas de madera y plata para beber.

— La caja de palabras — dijo Mogien con una mirada hacia el aparato de radio — no hablará ya más.

— No con las voces de mis amigos.

El rostro de Mogien, oscuro, no traslucía ningún sentimiento, pero prosiguió:

— Señor Rokanan, el arma que los mató está más allá de todo lo imaginable.

— La Liga de Todos los Mundos reserva estas armas para utilizarlas en la Guerra Futura. No contra nuestros propios mundos.

— ¿Estamos, pues, en guerra?

— Creo que no. Yaddam, al que has conocido, permaneció en la nave; habría recibido nuevas sobre esto e inmediatamente me las habría transmitido. Tendríamos alguna advertencia. Esto debe de ser una rebelión contra la Liga. Había brotes de rebelión en un planeta llamado Faraday cuando abandoné Kerguelen y, según el tiempo del sol, eso fue nueve años atrás.

— ¿Esta pequeña caja de palabras no puede hablar con la ciudad de Kerguelen?

— No; y aun cuando lo hiciera, llevaría ocho años a las palabras llegar hasta allá y la respuesta tardaría otros ocho años en volver a mí. — Rocannon hablaba con su habitual gravedad, sencilla y cortés, pero languidecía al explicar su exilio —. Recuerdas, sin duda, el transmisor instantáneo, la gran máquina que te he mostrado en la nave, que puede hablar al momento a otros mundos, sin pérdida de años: creo que estaban tras ese aparato. Sólo fue mala suerte que mis amigos estuvieran todos en la nave. Sin él nada puedo hacer.

— Pero tu gente, tus amigos en la ciudad de Kerguelen, te llamarán por el transmisor Instantáneo y al no haber respuesta, vendrán a ver…

Mogien consideró la respuesta mientras Rocannon la articulaba:

— Dentro de ocho años…

Después de haber llevado a Mogien hasta la nave de estudio, y tras mostrarle el transmisor instantáneo, Rocannon le había hablado también sobre el nuevo tipo de naves que podían ir de una estrella a otra instantáneamente.

— ¿La nave que mató a tus amigos era una HL? — indagó el guerrero Angyar.