— No. Era una nave tripulada. Hay enemigos aquí, en este planeta, ahora.
Mogien se hizo cargo de la situación al recordar que Rocannon le había dicho que ningún ser viviente podía tripular una nave HL y permanecer con vida; sólo se las utilizaba como bombarderos-robot, armas que podían aparecer, atacar y desvanecerse, todo en un instante. Era una historia extraña, pero no tanto como la que Mogien sabía verdadera: aunque el tipo de nave en que Rocannon había llegado tardara años y años en recorrer la noche entre los mundos, esos años, a los hombres que tripulaban la nave, les habían parecido unas pocas horas. En la ciudad de Kerguelen, de la estrella Forrosul, aquel mismo hombre, Rocannon, había hablado con Semley de Hallan y le había devuelto su joya, el Ojo del Mar, casi medio centenar de años antes. Semley, que había vivido dieciséis años en una noche, había muerto mucho tiempo atrás, su hija Haldre era una anciana mujer, y su nieto Mogien era ya un hombre; pero allí estaba Rocannon, que no era viejo. Aquellos años habían pasado para él entre viajes estelares. Era muy extraño, pero se relataban cosas más extrañas aún.
— Cuando Semley, la madre de mi madre, viajó a través de la noche… — comentó Mogien, e hizo una pausa.
— Jamás hubo dama tan encantadora en todos los mundos — dijo el Señor de las Estrellas, su rostro menos apenado por un instante.
— El señor que la acogió con gentileza es bienvenido entre este pueblo — dijo Mogien —. Pero quiero saber, Señor, ¿qué nave la llevó a ella? ¿Acaso sigue en poder de los gredosos? ¿Posee un transmisor instantáneo como para que tú puedas avisar a tu pueblo sobre este enemigo?
Por un segundo Rocannon pareció tocado por un rayo; luego se tranquilizó.
— No — fue su respuesta —, no lo tiene; la nave fue entregada a los gredosos hace setenta años; por entonces no existía la transmisión instantánea; y no puede haber sido instalado luego, porque el planeta ha estado bajo Interdicción desde hace cuarenta y cinco años hasta hoy. Yo ocasioné esa Interdicción; luego de haberme encontrado con la Señora Semley, me he sentido obligado a intervenir. Fui a mi gente y les dije: «¿Qué estamos haciendo en ese mundo del que no sabemos nada? ¿Por qué les exigimos su dinero y, a cambio, les damos opresión? ¿Qué derecho tenemos?» Pero si todo hubiera quedado tal como estuvo hasta aquel momento, al menos alguien habría venido cada dos años. No habría permanecido por entero a la merced de este invasor…
— ¿Qué puede querer de nosotros un invasor? — preguntó Mogien, no por modestia, sino por curiosidad.
— Quieren vuestro planeta, supongo. Vuestro mundo. Vuestra tierra. Quizá a vosotros mismos como esclavos. No lo sé.
— Si los gredosos aún poseen esa nave, Rocannon, y si la nave puede ir a la ciudad, podrías utilizarla para volver junto a tu gente.
El Señor de las Estrellas lo observó durante un minuto.
— Supongo que podría hacerlo — respondió, y su tono era triste. Hubo silencio entre ellos durante un minuto más y luego Rocannon habló con pasión —: He traído a mi gente hasta aquí y ahora están muertos. ¡No huiré ocho años hacia el futuro, para encontrarme luego con lo que haya ocurrido! Escúchame, Señor Mogien, si me ayudaras a ir hacia el sur, hasta la tierra de los gredosos, podría apoderarme de la nave y utilizarla aquí, en el planeta, para explorar. Al menos, si no logro neutralizar su piloto automático, podría enviar un mensaje a Kerguelen. Pero yo permaneceré aquí.
— Semley los halló, según dice la leyenda, en las cuevas de los Gdemiar próximas al Mar de Kirien.
— ¿Me prestarás una de tus monturas aladas, Señor Mogien?
— También mi compañía, si la quieres.
— ¡Mucho te la agradeceré!
— Los gredosos son malos anfitriones para los visitantes de lejos — dijo Mogien, y su rostro reflejaba satisfacción.
Ni aun la imagen de aquel horrible hoyo abierto en la ladera de la montaña podía sofocar el ímpetu de las dos enormes espadas pendientes de la cintura de Mogien. Largo era el tiempo que había transcurrido desde las últimas batallas.
— Que nuestro enemigo muera sin hijos — clamó con tono grave el Angya, levantando su copa, otra vez llena.
Rocannon, cuyos amigos habían sido asesinados sin piedad, en una nave desarmada, no tuvo un instante de vacilación.
— Que muera sin hijos — respondió, bebiendo con Mogien, allí, en la débil luz amarilla, bajo la luna, en la Alta Torre de Hallan.
II
Al atardecer del segundo día, Rocannon estaba envarado y curtido por el viento, pero había aprendido a permanecer bien sentado sobre la alta montura y a guiar con cierta pericia a la robusta bestia alada de los establos de Hallan. Ahora el encendido aire de la prolongada y lenta puesta de sol le envolvía por entero, luz cristalina y rosácea. Las monturas aladas volaban muy alto para permanecer durante el mayor tiempo posible a la luz del sol, porque, como grandes gatos, buscaban calor. Sobre su negro cazador, Mogien observaba la superficie del terreno, buscando un lugar para acampar, pues no quería que las bestias volaran de noche. Dos hombres normales los seguían, en monturas blancas, de menor tamaño, teñidas con el rojizo resplandor del gran sol poniente de Fomalhaut.
— ¡Mira, allá, Señor de las Estrellas!
La montura de Rocannon se refrenó bufando, al ver el objeto que Mogien señalara: un pequeño punto negro que se movía mucho más abajo, a través del cielo y por delante de ellos, mientras rasgaba el atardecer silencioso con un débil zumbido. Rocannon indicó con un gesto que debían bajar a tierra en seguida. Cuando estuvieron en el claro del bosque que hablan elegido, Mogien preguntó:
— ¿Es una nave como las vuestras, Señor de las Estrellas?
— No. Está destinada a viajes dentro de un planeta, es un helicóptero. Sólo pueden haberío traído en una nave mucho más grande que la mía, uno fragata interestelar o un transporte. Han de haber venido muchos y, sin duda, comenzaron a llegar mucho antes que nosotros lo hiciéramos. Pero ¿qué estarán haciendo aquí, con bombarderos y helicópteros?… Pueden disparar desde el cielo a mucha distancia. Debemos tener mucho cuidado con ellos de ahora en adelante, Señor Mogien.
— Ese objeto volaba desde los campos de arcilla. Espero que no llegarán antes que nosotros.
Rocannon asintió apenas, cargado de ira ante la vista de aquel punto negro en el atardecer, aquel insecto en un mundo no contaminado. Quienesquiera que fuesen los que habían bombardeado una nave de estudio desarmada sin lugar a dudas querían explorar el planeta y apoderarse de él con fines de colonización o bien para utilizarlo como base militar. Con respecto a las formas de vida de elevado cociente de inteligencia del planeta, de las que por lo menos subsistían tres especies, todas de bajo nivel de desarrollo tecnológico, aquellos intrusos adoptarían una actitud de ignorancia, las esclavizarían o bien las aniquilarían, según les pareciese más conveniente. Porque para un pueblo agresivo sólo la tecnología cuenta.
«Y tal vez — se dijo Rocannon, mientras observaba cómo los hombres normales desensillaban las cabalgaduras y las dejaban libres para que se entregaras a la caza nocturna — éste es el punto débil que posee la Liga. Sólo la tecnología cuenta.» En el siglo anterior las dos misiones que llegaran al planeta habían comenzado por llevar a una de las especies hacia una tecnología preatómica, aun antes de haber explorado otros continentes o de haber establecido contacto con todas las especies inteligentes. El había considerado que aquello era un error y, por fin, había logrado organizar su propio viaje de estudio etnográfico, para aprender algo acerca del planeta. Pero no se había autoengañado: su trabajo podría servir exclusivamente como base informativa para estimular un desarrollo tecnológico en la especie más apta o en la cultura más prometedora. Así era como la Liga Mundial se preparaba a enfrentarse con su enemigo fundamental. Un centenar de mundos habían recibido entrenamiento y armas, un millar más recibía información sobre la utilización del acero, de la rueda, de la tracción y de la reacción. Pero Rocannon, el etnólogo, cuyo oficio era aprender, no enseñar, que había vivido en varios planetas subdesarrollados, dudaba de la sabiduría de jugarlo todo a la carta de las armas y de la utilización de las máquinas. Dominada por las agresivas especies humanoides, fabricantes de herramientas, de Centauro, Tierra, y por los Cetios, la Liga había desdeñado ciertas habilidades, poderes reales y potencialidades de la vida inteligente y las había evaluado con un criterio demasiado estrecho.