Выбрать главу

La novela transcurre en 1850, y sigue las aventuras del capitán Jonathan Clark, llamado «el hombre de Boston». El capitán Clark es un audaz e intrépido cazador de focas del puerto de San Francisco, y dueño de una goleta llamada Hermana Peregrina, de Salem, que esquiva a los rusos para adentrarse en Alaska en busca de cazaderos.

Este lobo de mar tiene la osadía de planear comprar Alaska a los rusos, y para ello hace un trato con los banqueros de San Francisco. Sin embargo, esos planes se verán alterados por la aparición en su vida de la condesa rusa Marina Selanova, de la que se enamora creyéndola una simple dama de compañía.

Rex Beach

El mundo en sus manos

ePub r1.0

Titivillus 20.06.18

Título originaclass="underline" The World in His Arms

Rex Beach, 1946

Traducción: Juan G. de Luaces

Editor digitaclass="underline" Titivillus

ePub base r1.2

PRIMERA PARTE

1

La ciudad no se parecía a ningún otro pueblo del Antiguo ni del Nuevo Mundo, porque en pocos y febriles años había progresado hasta el punto de convertirse en el puerto principal de la costa del Pacífico, mientras antes no era sino una modesta poblacioncita española.

Empezaba a resultar asombrosamente poco atractiva. Seis veces la habían arrasado otros tantos incendios, y seis veces consiguió reconstruirse con mayor grandeza y prosperidad que antes. Pero entre tanto no se habían dedicado tiempo ni esfuerzos a refinarla ni adornarla. Así, yacía recostada en sus colinas como el niño Pantagruel en su cuna; y era enorme, fea y disoluta más allá de toda ponderación.

Tal, por lo menos, pensaba la muchacha conocida por el nombre de Marina Selanova, mientras se apoyaba en la barandilla del vapor que la transportaba desde Panamá a San Francisco. Mencionó el parecido entre Pantagruel y San Francisco a sus compañeros, la condesa Vorachilov y el frío y grave mayordomo Pavel Suchaldin.

—Sí —concordó la condesa— y probablemente el lugar será tan vulgar y voraz como aquella monstruosa criatura que has mencionado. Me asusta desembarcar aquí.

Las dos mujeres habían hablado en ruso. La joven rió despreocupadamente.

—Después de pasar por pruebas tan graves, tengo la certeza de que Pavel no permitirá que este joven monstruo nos devore —dijo.

Miró al hombre barbudo que permanecía a su lado con los ojos fijos atentamente en el puerto. Entre todos los viajeros del buque, Pavel Suchaldin era el único que parecía enteramente ajeno a la ciudad que les esperaba. Por lo contrario, sus ojos escrutaban fijamente los buques anclados en la rada o amarrados a los muelles.

Muelles que se salían mucho de lo común. En su afán de expandirse rápidamente para atender el aflujo de aventureros que llegaban de todas las partes del mundo y para despachar el tráfico que inevitablemente los seguía, la ciudad, audazmente, había saltado por encima de su angosto puerto y salido al mar. Acres y acres de almacenes presurosamente construidos, de tiendas, de tabernas y de alojamientos, grandes unos y pequeños otros, se elevaban sobre inseguros pilotes. Crujían los muelles bajo el monstruoso peso. Los espacios libres estaban llenos de montones de mercancías. Pesados carromatos rodaban con hueco estruendo sobre las planchas de madera, mientras trabajaban incesantemente para reducir la congestión. Pero a medida que transportaban las cargas, veleros de nítidos perfiles que habían bordeado el Cabo de Hornos, macizos barcos procedentes de Oriente y de Australia, vapores de ruedas que cubrían las rutas de Nueva York y de Panamá arribaban con más pasaje y más cargamento, aumentando la general confusión. Y las brigadas de buscadores de fortuna que desembarcaban, agregábanse inmediatamente a las multitudes que se hacinaban en la costa.

Coches de punto y carruajes particulares, algunos adornados con incrustaciones de plata y conducidos por cocheros con librea, recorrían las fangosas calles Conduciendo a los recién llegados. Los hoteles y casas de huéspedes estaban hasta el tope, y quien antes entraba antes se alojaba.

Las calles de la parte alta de la ciudad estaban tan pobladas como las inmediatas al puerto. También allí se codeaban emigrantes de casi todos los países. Veíanse yanquis, chilenos, peruanos y otros hispanoamericanos, así como negros, orientales, europeos y kanakas de oscura piel, procedentes del Pacífico meridional.

Y todos, doquier estuvieren, oían los golpes de la sierra y el martillo a medida que se ensamblaban troncos y tablones para construir edificios de madera que harto a menudo se levantaban al lado de dignas mansiones de piedra y ladrillo.

Aquel San Francisco del cincuenta y tantos era una ciudad alborotadora llena de violentos contrastes.

Cuando el vapor se acercó más a los muelles, Pavel se dirigió a sus compañeras.

—No veo signo alguno de nuestro pabellón —dijo con la voz de quien se prepara a anunciar cosas desagradables.

—¿Cómo lo sabe? ¡Hay tantas banderas! —suspiró la condesa.

Pero su vista se perdía también en el bosque de los mástiles.

—Seguramente —añadió— ha habido tiempo para que el mensaje llegara.

Suchaldin se encogió levemente de hombros.

—O no. ¡Siete mil millas en una caravana siberiana! Puede haber sucedido cualquier cosa.

—Pues habremos de buscar otro medio de transporte.

—El capitán me ha dicho que hay muy pocos buques, si alguno hay, que suelan zarpar hacia el norte.

—¿Y significa eso que debemos quedarnos aquí?

—¡Entre estos salvajes! —exclamó la condesa—. Nuestros compañeros de viaje ya eran muy malos, pero estos californianos parecen imposibles de soportar. ¡Cómo se atropellan y disputan en las plazas públicas! Hemos de fletar un navío, Pavel.

—Lo intentaré, pero puede ser imposible.

—¿Cómo? ¡Si hay centenares de buques! En Norteamérica todo es posible, siempre que haya dinero para pagarlo.

La condesa, una mujer hermosa, aristocrática, ya cuarentona, había hablado con decisión y energía, y a juzgar por su talante, por la riqueza de su traje de viaje y por los pendientes que colgaban de sus orejas, era evidente que se sentía segura de poder satisfacer la mayor parte de sus deseos.

Marina Selanova miraba, fascinada, la impresionante escena que ante sus ojos transcurría según el buque acortaba la marcha y se acercaba al muelle. Volviose a la condesa y dijo con voz entrecortada:

—A mí me agradaría pasar aquí una semana y aun algo más. Me siento tan excitada como los buscadores de oro. Me encuentro tan rara, tan fuera de lo corriente… Escuchad… ¡Las gentes prorrumpen en gritos y en vítores! ¡Qué aventura tan interesante sería quedarse en San Francisco!

—¿Y qué otra cosa si no aventuras hemos tenido durante este odioso viaje? —preguntó la condesa—. En esta travesía me han salido canas.

—Bien, tía, pero estoy harta de viajar. ¡Barco tras barco! ¡Londres! Nada vimos en Londres. ¡Nueva York! Cuatro días febriles. ¡Cristóbal! La caravana esperando y en Panamá el otro buque cargando ya. Y siempre prisa y más prisa. Estoy harta de eso y deseo instalarme en un hotel. Debe de haber alguno.

—Tengo entendido que hay varios —aseguró Suchaldin—. Esta es una ciudad milagrosa.

La condesa se dirigió a Marina,

—Estás completamente loca —dijo—. Aquí no reina la Ley. Ni el decoro. Ni la cultura. San Francisco es una guarida de animales salvajes.

Una ligera sonrisa contrajo la faz de Suchaldin.

—Puesto que no nos resta más remedio que permanecer aquí —manifestó—, convendrá que nos instalemos lo mejor posible. ¡Piotr! ¡Lily!