—No se parece usted a ninguno de los capitanes que conozco —empezó, como si desaprobara a Clark. —Todos suelen ser más viejos.
—Mi barco es muy pequeño. Casi no merece el calificativo de barco —bromeó él.
Su voz y sus modales parecieron conturbar a la condesa. Luego sus ojos se fijaron en las rosas y su sobresaltada mirada se dirigió a Marina.
—¡Flores! ¡Qué inesperada cortesía!
Y se inclinó fríamente.
—-Tengo entendido —dijo Clark— que están ustedes en ciertas dificultades, y deseo explicarles el porqué de mi imposibilidad de servirles.
—Usted dirá.
—En mi buque no hay acomodos adecuados. Es una mera goleta de carga. Mi tripulación ha llevado mucho tiempo en el mar y desea tiempo libre para divertirse. Aunque quisiera, me sería imposible reunirlos ahora.
—Claro, claro… En esta horrible ciudad todo parece cosa de locura. Bien, ya procuraremos arreglarnos de otro modo.
La condesa no había manifestado su decepción en lo más mínimo. Clark se sentía seguro de que aquella mujer lo despreciaba. Probablemente la habían ofendido las noticias de su orgía, o acaso hubiera oído malas referencias de él. Y, por comprensible que pudiera ser esto, disgustaba a Clark suscitar la antipatía ajena a primera vista.
Se despidió tan cortésmente como le fue posible. Prodújole cierta satisfacción la expresión del rostro de la joven, que parecía casi implorarle pidiéndole mudamente perdón por el grave desdén de su compañera.
Si el gobernador Iván Vorachilov era tan fríamente adusto como su allegada, convendríale a Clark no caer nunca en sus manos. Y si la condesa constituía un ejemplar típico de la nobleza rusa, no era de extrañar que los súbditos del Zar le arrojasen bombas y más bombas…
La reunión de aquella noche no fue tan divertida como la de la anterior. Así, pues, hacia las doce, Clark invitó a un par de sus más lindas huéspedes a ir a jugar con él. Era una experiencia nueva visitar los lujosos garitos californianos. Divirtiose mucho. Sólo le conturbaba la idea de pensar en cuánto mejor rato hubiera pasado si a su vera tuviese a Marina Selanova.
Procuró beber hasta el punto de ponerse en tal estado que le cupiera tomar por Marina a una de sus compañeras. Pero cuanto más se embriagaba más persistentes se tornaban sus añoranzas de Marina.
Y, para enojo suyo, aquellos sentimientos no duraron sólo un día, sino hasta quince. Lejos de disminuir, aumentaban. Varias veces halló Clark a la joven rusa, pero siempre en compañía de la condesa, lo que le forzaba a limitarse a saludarlas quitándose el sombrero. Marina sonreía, mas en la expresión de la otra mujer se pintaba una expresión glacial.
Y de pronto, la suerte lo favoreció. Subiendo un día las escaleras del hotel, de tres en tres peldaños, como de costumbre, estuvo casi a punto de tropezar con la muchacha. Parose, con sus ojos al nivel de los de ella, que bajaba, y repentinamente se sintió ofuscado por el deseo. Tuvo la singular impresión de que era otro hombre el que preguntaba a Marina si iba acostumbrándose a San Francisco, si la condesa se hallaba bien y si ellas dos y sus compañeros pensaban partir pronto.
Entre tanto pensaba que sus muchas disipaciones estaban rindiendo sus resultados lógicos porque al hablar le faltaba el aliento.
La respuesta de Marina fue clara. San Francisco la hastiaba. La condesa estaba frenética. Y respecto a su marcha, ¿quién sabía cuándo se harían a la mar?
Inmediatamente, Clark oyó a un desvergonzado extraño que era él mismo, invitar a la joven a ir a comer con él y acompañarlo al teatro. ¡Qué desvergüenza! Naturalmente, tenía que pasmar a la muchacha, quien, sin embargo, sabría encontrar palabras de cortés negativa. ¡Oh, el equilibrio y la ecuanimidad de aquellos extranjeros bien educados! Ella acertaría a frenar al truhán y, a la vez, no dejaría de efectuarlo con expresiones amables.
Pero lo que Marina dijo fue:
—Gracias. Me complacerá mucho aceptar.
Clark dominó el impulso de advertirle que ninguna mujer honrada de San Francisco consentiría en dejarse ver en público con él.
Por el contrario, preguntole qué clase de función preferiría. ¿Ballets americanos? No existía nada semejante. ¿Obras de Shakespeare? Tampoco. ¿Conciertos? Se desconocían. San Francisco vestía sus mejores galas cuando Lola Montes o Lotta Crabtree acudían a la población. En fin, si ella lo deseaba, él se atendría a su propio criterio.
Cuando entró en las habitaciones que le servían de sala, dormitorio, salón y bar, Clark se precipitó corriendo hacia la alcoba, echó a un lado bastón y sombrero y apresuradamente se aproximó al armario v manoseó sus ropas para cerciorarse de que no le faltaba detalle alguno. Lo menos que podía hacer era ataviarse como un caballero.
Le pareció casi una indecencia vestir con Marina las mismas ropas que había usado para acompañar a otras mujeres. Pero no había tiempo para encargarse un traje nuevo y, además, nada que se procurase sería lo suficiente valioso para ella.
5
La condesa Vorachilov paseaba, muy agitada, por su aposento.
—Si no me escucha a mí, ¿crees que Marina te hará a ti caso alguno?
La dama dirigía esta pregunta a Pavel Suchaldin, que a la sazón, mordiéndose los bigotes, fijaba en el suelo su turbada mirada.
—Ninguno —siguió la condesa—. No entrará en razones. Hace mucho que ha perdido la chaveta.
—La culpa es mía —dijo el hombre—. No debí permitirle conocer a ese individuo.
—Tan mía es la responsabilidad como tuya. He rogado, he discutido, he amenazado, pero ella se ha mantenido sorda a todo. Mis palabras no hacen sino enfurecerla. Te aseguro que parece presa de fiebre. Tiene los ojos como en otro mundo y por la noche no logra conciliar el sueño. Se pasa la mitad de las noches paseando por su cuarto y escuchando las risas de las gentes que se hallan en las habitaciones de Clark. Y dijérase que se exalta, que se enfurece por no poder estar allí…
—Yo no soñé siquiera que pudiera ocurrir cosa parecida. Debes insistir en permanecer a su lado todas las noches, sin dejarla separarse de tu lado un momento.
—¿Insistir? Pues ¿qué es lo que vengo haciendo? Pero es inútil. Aquí privan otras costumbres. Y ella se atendrá a las americanas. Te aseguro que ha perdido el sentido. ¡Todos los sentidos! Pasa horas arreglándose el rostro. Ya ves con qué resultado. ¡Espantoso! La misma Lily ha querido argüir con ella. ¡Nada! Tengo la premonición de que a esta muchacha va a sucederle algo horroroso.
Pavel respondió, con voz bronca:
—Es tan testaruda como su padre. Tan resuelta como él. Hoy, hallándose como se halla, no me atrevo a decirle cosa alguna, pero mañana, entre Piotr y yo procuraremos…
La condesa aplicó el oído en dirección al salón y murmuró:
—¡Chist! No conviene que Marina nos oiga. Más vale que te vayas.
Él, levantándose, salió de puntillas mientras la condesa asumía la típica posición de un espía.
* * *
Cuando Jonathan Clark reparó en el aspecto de su invitada, se le cortó la voz. Nunca la había visto sino sencillamente vestida, y por tanto, no se hallaba preparado para encontrarla como la encontró. Los encantos de la joven, hasta entonces sólo recatadamente insinuados, se revelaban ahora tanto como la última moda lo permitía. Vestía un exquisito traje de noche y exquisito era también todo lo demás que adornaba su persona.
Pero la admiración de Clark se trocó en desaprobación al pensar que si aquella muchacha hubiera querido emular a las mujeres que cada noche recibía Clark, no lo hubiera logrado mejor. Podría ello depender de la pintura, de los polvos, del carmín de los labios, o del hecho de que su vestido era más largo que el usual en las jóvenes de su edad. Y, sobre todo ello, Marina había asumido un talante audaz y de mujer de mundo que a él no le parecía adecuado. Marina se había… Bien, se había caracterizado en exceso.