Sin duda, Clark dejó revelar sus sentimientos, porque ella le preguntó:
—¿Qué le pasa? ¿No le agrado?
—¡Oh, sí! Pero me deja dejado usted sin resuello.
Examinó ella, con crítica expresión, su aspecto en el espejo, mirose por detrás y por delante y se dio unos retoques en el peinado.
—¿Acaso soy menos atractiva que sus amigas? —preguntó—. Si usted aprueba el aspecto de ellas, ¿por qué no aprueba el mío?
—¿Aprobarlo? ¡Dios mío! Lo que sucede es que no es usted como ellas.
Marina persistió, empezando a enojarse:
—Veo que no le gusto.
—¡No, no se trata de eso! —exclamó él—. Pero me desconcierta el hallar a una persona extraña. Recuerde que sólo la he visto muy pocas veces y nunca ataviada así. ¿Está bien la condesa?
—No, está en cama con una fuerte jaqueca.
Sobrevino una pausa algo forzada, que Clark interrumpió diciendo:
—¿No convendría que nos acompañase una señora? Yo esperaba que su tía… Porque ese es el procedimiento correcto, ¿verdad?
—En ese caso, ¿por qué no la invitó a ella? —replicó Marina.
Empezaba a enojarse de veras, y Clark sintió pánico cuando la muchacha continuó:
—Si lo correcto es llevar una compañera, ¿por qué no la busca usted?
Él manifestó francamente que no conocía a ninguna capaz de servir de acompañante adecuada.
—Lo siento —concluyó—. Fue imperdonable no advertirlo. Perdone esta torpeza de un tosco hombre de mar. Tanto me deleitó su aceptación, que desde entonces he vivido como en una bruma.
Clark sudaba literalmente. Tan sincero era su embarazo y su turbación tan palmaria, que la joven acabó sonriendo.
—Bien, bien. Es usted sincero. Yo también lo soy. Ésta es una ciudad rara y enloquecida, donde las gentes hacen lo más inesperado y donde nada sucede al igual que en el resto del mundo. Pero no por eso echemos a perder nuestra cita, capitán.
Entregó su chal al marino, que envolvió con él los relampagueantes hombros de su compañera.
Y así comenzó una noche llena de contradictorias emociones. Tanto que Jonathan Clark no había de poder olvidarla nunca. Su afán de exhibicionismo lo había impelido a elegir una mesa en un lugar muy prominente y a dar minuciosas instrucciones en cuanto concernía a la decoración y el servicio. La dirección del hotel, tomando las instrucciones al pie de la letra, consiguió dar una plena demostración de la jactancia y mal gusto del cliente.
Y no fue ello lo peor. Muchos de los clientes del Occidental conocían la manía invitatoria de Clark y supusieron que a la sazón se encontraban ante una derivación de sus extravagancias. Y dieron también por hecho que el capitán, abandonando el círculo de sus alegres amigas, optaba por elegir una favorita. Sólo ello explicaba la forma en que las mujeres cuchicheaban y los hombres miraban a la compañera de Clark.
Unos cuantos debieron reconocer a Marina como una de las componentes del grupo ruso. Esto suscitó más abiertas especulaciones. Y a Clark no le agradaban los comentarios que, fuesen los que fueren, hacían al parecer las gentes sobre Marina y él.
Si Marina reparó en la impresión que producía, o si Calculaba bien su significado, ninguna muestra de ello dio. En la alegría de estar con la muchacha, Clark fue olvidando gradualmente sus aprensiones. Marina era una mujer de cerebro despejado, cándida, alegre, curiosa como una niña y, a la par, según Clark descubrió, más enterada de las cosas del mundo que cuanto pudiera suponerse. Le sorprendió informarse de que conocía varios idiomas. La mayoría de los rusos educados eran, desde luego, buenos lingüistas ; pero lo bien que hablaba la muchacha el inglés se debía principalmente a una bondadosa señora inglesa cuyo marido había tenido que permanecer en Rusia durante la guerra. Aquella dama se interesó mucho por Marina.
En varios sentidos el desastre de Crimea había sido conveniente para Rusia, Como resultado, el nuevo Zar, hombre de inclinaciones liberales, se manifestó partidario de introducir muchas mejoras sociales. Exigió que la justicia y la clemencia presidieran los tribunales, que las universidades abrieran sus puertas a más estudiantes y que se aboliera la servidumbre.
El pueblo acogía con júbilo estas medidas, pero las clases privilegiadas sentían auténtico y desatado horror hacia ellas.
—¡Si supiera usted lo que comentan! —concluyó Marina.
—Apuesto a que la condesa es también enemiga de las reformas.
Viendo la adusta expresión de Clark, Marina soltó la risa.
—Claro, claro. Pero no la juzgue demasiado a la ligera. Ha sido para mí como una madre y no ha escatimado en mi provecho ningún sacrificio. En todo caso a mí me agradaría que en Rusia existiese más libertad, como en Inglaterra.
—¿Y por qué no como en América?
La muchacha volvió la cabeza.
—No. En todo el Imperio Británico no existe nada parecido a California. Allí todas las cosas están bien asentadas. Reinan la ley y el orden. Aquí no veo más que fermentos, cambios, confusiones…
Clark, acostumbrado a la charla insulsa de la generalidad de las mujeres, se sintió disgustado cuando llegó el momento de dirigirse al teatro.
Había adquirido un palco entero, en este caso no tanto por ostentosidad como por asegurarse la oportunidad de platicar a solas con su compañera. La atención tornó a centrarse en ella y en él, por lo cual en lugar de exhibir a la muchacha fuera, entre acto y acto, el marino se limitaba a hablarle. Cada tema que iniciaba equivalía a un nuevo interesante descubrimiento. Mientras exploraba el ánimo de la joven, ésta le interesaba tan profundamente, que Clark no seguía para nada el desarrollo de la función.
Se trataba de una comedia melodramática muy cruda, de autores locales. A Marina le interesaban mucho los fragmentos de vida y costumbres que allí surgían. Cuando alguna cosa la dejaba desconcertada, apelaba a Clark y él le explicaba el significado de lo que ella no entendía. Y al cuchicheárselo, las cabezas de entrambos se juntaban. Era… maravilloso.
Corría el tiempo a una celeridad lamentable. Así, para alargarlo, Clark, cuando salieron del teatro, propuso ir a tomar un bocado en algún sitio. Ello —pensaba— aplazaría el momento de separarse.
Marina acogió con placer la indicación del joven
—¡Encantada! —aseguró—. He oído decir que la vida nocturna de esta ciudad no se parece a la de sitio alguno. Pavel me ha hablado de un local lleno de espejos que alcanzan hasta el techo y de espléndidos candelabros. Creo que su nombre es «Bonanza».
—«Bonanza» es una casa de juego.
—Ya lo sé. Y también que los clientes apuestan sumas enormes. Hay hombres y mujeres. Ellas, vestidas magníficamente. Y se toca y se baila.
—Ese lugar no es propio para una joven honesta. La condesa me haría arrancar la piel, y le aseguro que no es agradable sentirse desollado con un sable ruso.
—No sea usted absurdo. En mi país todo el que puede, juega. La vida nocturna de San Petersburgo es animada e inmoral. Sé jugar a la ruleta y me gusta mucho.
Clark miró, desaprobatorio, a su compañera.
—Las bellas y bien vestidas mujeres que, como indica usted, concurren a «Bonanza», van sólo porque son lo que son y para hacer embriagarse a los hombres.
—¿Y qué? Tengo la curiosidad de ver y conocer todas esas cosas. El lugar es soberbio y no creo que en él haya peligro alguno.
—Desde luego, no más que en cualquier otro punto de la ciudad a estas horas de la noche.
—¿Verdad —persistió ella—- que frecuenta usted ese local en unión de algunas de las mujeres que yo vi en su recepción?
Clark asintió.
—Entonces, ¿cree que mi compañía va a echarle a perder la noche?
—No. Pero si las gentes la ven a usted conmigo en un centro de esa clase pensarán… Bien, pensarán que es usted una como las otras.