Выбрать главу

—Lo cual es precisamente lo que queremos fingir. Puesto que soy una desconocida, ¿qué me importa lo que piensen los extraños?

Clark ayudó a la joven a subir al carruaje y dio la dirección del «Bonanza». Ya allí, mandó al cochero que esperase.

El crecimiento de la ciudad había sido tan veloz y desordenado que toda clase de edificios compartían la misma vecindad, ya fuesen garitos o iglesias, burdeles o Bancos. Por lo tanto, «Bonanza» se elevaba en una zona local tan respetable como cualquier otra. Resplandecía de luces y la empresa que la regentaba no había ahorrado gasto alguno en las decoraciones. Dorados techos aparecían sostenidos por columnas de cristal y los espejos de las paredes multiplicaban ópticamente el ámbito de las salas, ya vasto de por sí. Pinturas de mujeres semidesnudas añadían un toque exótico a la decoración general. Cada una de las ninfas resultaba ser una rolliza dama, bien alimentada de maíz, a la que el exceso de carne había hecho reventar las ballenas del corsé. Una de ellas se reclinaba lánguidamente en un lecho en desorden, otra reposaba a sus anchas en un rincón de la selva y una tercera debía pensar entregarse a una dieta vegetal, porque contemplaba una manzana que tenía en la mano, mientras una serpiente la miraba con simpatía. Había hasta otra docena de reproducciones de amazonianos tipos, recargados de carne y casi al desnudo.

El local estaba lleno. Había mesas destinadas a distintos juegos y en algunas de ellas enjoyadas mujeres apostaban, actuaban como mironas o llevaban la banca. Llegaba de un rincón escondido la música de una orquesta.

Mientras Clark se abría paso entre la multitud en unión de su excitada compañera, divisó a Cotton Mather Greathause ante el mostrador, convidando a bebidas a un montón de muchachas.

Había el marino dado por hecho que Marina se contentaría con una breve visita, mas ella lo pasmó anunciándole que se sentía hambrienta, sedienta, ávida de danzar y resuelta a probar suerte en el juego.

—¿No debe ser así? ¿No he venido aquí a divertirme? No soy ninguna aguafiestas. Esta noche procederé enteramente como una americana, y haré al pie de la letra lo que haga usted.

Finalmente Marina comió menos de lo que esperaba, pero bebió más, no porque experimentara en ello un particular deleite, sino para ponerse a la altura de las circunstancias. Con lo cual pronto se sintió en una situación muy agradable, pero también susceptible de despertar curiosidades harto molestas para quien la acompañaba.

Aunque tales atenciones no llegaran de momento a impacientar a Clark, éste procuró beber con parsimonia, para afrontar debidamente cualquier acontecimiento. Lo último que hubiera deseado era una pendencia en aquel lugar, a aquella hora y con tal compañera.

Y entonces, lo que más temía se abatió sobre él, y procediendo de una fuente inesperada. Cediendo a las insistencias de Marina la acomodó ante una mesa de ruleta a la que se sentaba el mejor público del local, y adquirió un montón de fichas para que la muchacha jugase. Había, entre los puntos, varios hombres de negocios de San Francisco, uno de los cuales, brillante y joven abogado además de comerciante, pasaba, por su prodigalidad, por uno de los mejores clientes del «Bonanza». Parecía tan sobrio y se comportaba tan correctamente tomo los que lo acompañaban, pero desde el primer momento se le notó sensible a los encantos de Marina.

Para entrar en conversación aprovechó la oportunidad de que ella jugase algunos de los mismos números que él. Cuando algunos tocaron, el abogado insistió en que Marina se quedase con todas las ganancias. Ella, demasiado excitada para darse cuenta clara de las cosas, se volvió a Clark. Todo se debía al mucho vino que la joven había bebido. Clark permitió pasar el primer tropiezo, pero al segundo dijo:

—Es mejor que nos vayamos. ¿No le parece?

Marina protestó. Había empezado a ganar.

—Las rachas de suerte hay que aprovecharlas.

El joven abogado asintió.

—Sería absurdo —dijo— dejar la mesa en un momento tan propicio.

—Quien hablaba a la señora era yo —observó Clark.

—Y yo le hablo a usted. La joven se divierte y se encuentra, por ende, en excelente compañía. Si tiene usted que marcharse, consideraré un honor acompañar a la señorita durante el resto de la noche, y…

Antes de que acabase de hablar, Clark le asestó una puñada que lo lanzó, tambaleándose, entre los brazos de sus amigos. Hubo movimientos y voces. Clark se dirigió al encargado de la mesa ordenándole:

—Cambie esas fichas en dinero.

Pero el hombre empezó a pedir socorro y pronto se provocó un loco tumulto. En medio de una confusión, protestaban airadamente los hombres y chillaban con voz aguda las mujeres. Otros clientes, a distancia, se empinaban sobre las puntas de los pies para ver lo que sucedía.

El hombre que sufriera el primer impulso de la ira de Clark había dejado de constituir un peligro, pero sus amigos se adelantaron amenazadoramente. Clark asió al primero que se acercaba, le hizo perder el equilibrio y lo lanzó contra los que lo seguían. El barullo llegó a su colmo. Muchos iniciaron la fuga.

El Carácter de Clark, nunca demasiado bueno, había escapado a la sazón a todo control. Experimentaba un salvaje deseo de darle plena libertad, mas la presencia de Marina lo colmaba de inquietantes aprensiones. Ya se hallaba a punto de tomarla del brazo y de emprender una ingloriosa y a la vez desesperada retirada, cuando oyó cerca una voz familiar. La de Cotton Mather Greathouse.

Surgiendo no se sabía de dónde —probablemente del mostrador— avanzaba con los brazos abiertos y gritando con voz estentórea :

—¡Reportaos, hijos de la iniquidad! ¡Temed a vuestro castigo! No ofendáis al hombre que ningún daño os ha hecho, ya que siempre gustó de vivir en paz su existencia. Pensad que el que escoja la violencia hallará la destrucción.

Había sobrevenido como una aparición y sus palabras resultaban tan impresionantes como su llegada repentina. Cesó el tumulto por un instante, mas muy luego un hombre dirigió un insulto al predicador, y entonces arreció el griterío.

Las maños de Cottonmoüth descendieron hacía sus caderas, echaron hacia atrás los faldones de su levita y reaparecieron empuñando sendos revólveres montados.

¡Atended a las palabras de Ezequiel!

Esta vez su voz sonaba cortante y amenazadora. Continuó:

—Yo os derribaré, hombres, y agujerearé vuestras mandíbulas. Pensad en el camino que tomáis antes de que yo llene vuestros vientres con plomo.

Mientras profería este aviso, se encorvó un tanto y su alargada faz, cada vez más despejada y atenta, examinó cuanto lo rodeaba, sin omitir rincón alguno. Parecía la encarnación viviente de una fría furia, de un inminente peligro. Así, el silencio que reinó otra vez fue algo más que una simple concesión a lo inesperado.

Porque aquel individuo tenía una contextura moral que parecía designarlo para ser un ángel exterminados Ningún hombre con los sentidos cabales hubiese osado exhibir un par de revólveres en un lugar donde la réplica a tal gesto era ordinariamente adecuada y rápida. Cotton se había convertido en objetivo de todas las pistolas, porque no había cliente que no fuese armado, ni empleado que no tuviera un arma al alcance de sus manos.

Para colmo constituía un sacrilegio, digno de pagarse con la vida, el perturbar la paz de una mesa de juego y profanar la austeridad de un pulido mostrador con el tacón de las botas, como Cotton en aquel momento hacía.

Los inmediatos al bar lo oyeron añadir:

—¡Lárgate, Jonathan! Yo me encargaré de estos imbéciles.

La tremenda tensión disminuyó cuando un boquiabierto mozo de mostrador lanzó un grito jubiloso y una incontenible carcajada.

—¡Ju, ju! —gritó—. Esta es la mejor representación inesperada que veo hace muchos años en San Francisco. Bájese con cuidado, párroco, y no me rompa las copas. Ahora pida lo que quiera. La próxima ronda es mía.