Cottonmouth miró al hombre. Extinguiose su expresión de furia, sonrió y volvió los revólveres a las pistoleras.
—Gracias por el uso de su púlpito —dijo—. Yo bebo whisky del país.
En un abrir y cerrar de ojos el ambiente, antes tenso y aterrorizante, se había trocado en un sainete que provocaba la risa de todos. En el «Bonanza» unas carcajadas se sucedían a las otras.
6
Jonathan Clark no esperó el final de la intervención de Cottonmouth. Lejos de ello instó a su atemorizada compañera a que saliesen del «Bonanza» y retornaran a su carruaje. Cuando se hubo acomodado a su lado, dijo con enojo:
—¿Qué? ¿Ya está usted satisfecha?
—¿He hecho algo malo? ¿Qué ha sucedido? —defendiose la joven.
—Quería usted venir aquí… Quería conocerlo todo… Ya le advertí que se había usted caracterizado como una moza de partido. No me extraña que aquel sujeto…
—¡Me asombra usted! ¡Claro que procuré parecer y actuar como una de las mujeres que usted dice!
—¿Para qué?
—Porque deseaba agradarle.
Aplastada por el peso de su decepción, la muchacha añadió, en un hilo de voz:
—¡Oh, Jonathan! Yo pensaba que a ti sólo te agradaban esas mujeres.
Rompió en lágrimas, y con gran confusión del marino, apoyó la cabeza en su hombro.
—No…, no haré nunca otra cosa semejante…
—¿De manera —dijo él, sosteniendo el tuteo— que todo esto lo hiciste deliberadamente?
La joven asintió.
—¿Y creías, en realidad…?
Marina volvió a asentir, sin dejarle terminar.
—¡Ea, ea! —murmuró él con una voz que ella no le oyera nunca hasta entonces—. Creo que eres casi tan tonta como yo.
Y la atrajo hacia sí.
Hacía mucho que nadie lo trataba de aquel modo. ¡Oh, la dulzura de tener tan próxima a Marina! Claro que las reacciones de la mocita se debían a los efectos del susto, porque sólo entonces comenzaba a darse cuenta de lo que había sucedido. Por otro lado el vino tenía mucha culpa de todo. ¡Pobre muchacha! ¡Qué trabajo debía de haberle costado representar un papel tan ajeno a ella! ¿Cómo él no había comprendido que estaba intentando desempeñar una farsa?
La joven temblaba. Como era obvio que no se hallaba en condiciones de volver todavía al Occidente, Clark ordenó al auriga que errase un rato a la ventura.
El vehículo daba tan recios tumbos sobre las desiguales calles de San Francisco, que Clark se sintió inclinado a advertir:
—¡Eh, patrón! Vamos a ceñirnos al viento. La señora se ha mareado y yo también. Ponga la proa a algún fondeadero y ancle.
Y anunció a Marina:
—Vamos a capear la tormenta aquí, si no te importa.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó ella—. Apenas recuerdo nada. Unos hombres cayendo al suelo, un grito…
—No te acuerdes de nada, y descansa, que yo te atenderé. Mira. Desde aquí contemplamos la bahía, hermosa bajo la claridad de la luna. Puesto que nada concreto tenemos que decirnos, ¿me permites contarte una historia? Una historia que se me agitaba en la memoria desde que te visité el otro día. La historia de una muchacha muy parecida a ti. Era española: la señorita Concepción Argüelles. Su padre había sido comandante de este puerto y probablemente ella estuvo más de una vez donde nosotros estamos. Todo esto mucho antes de que los americanos viniesen.
—¿Se parecía a mí esa mujer, Jonathan?
—Era…, era muy bella.
Clark notó que Marina se le acercaba todavía más.
—Era —prosiguió el marino— joven también, e inexperimentada, sin perjuicio de que tuviese una mente muy despierta y de que hubiera leído muchos libros.
—¿Y…?
—Todos los caballeros de California estaban enamorados de ella, pero como caballeros españoles, eran hombres de pelo en pecho y ella soñaba en los románticos donceles cuyos tipos había encontrado en las novelas.
—Ya.
—.Un día un barco extranjero llegó de Sitka y…
—¿De Sitka? ¿Acaso esa historia es verdadera?
—¡Hasta su última palabra! Pregunta por ella a cualquiera que haya vivido aquí lo suficiente para recordar una de tantas historietas locales. El barco de que hablé iba al mando de un tal Rezanov. Tratábase, el tal sujeto, de un gran personaje, chambelán del Zar e inspector imperial de la Compañía Ruso-Americana. Acudía en busca de informes idóneos para los ávidos colonos de Alaska.
»¡Y difería tanto del tipo masculino común en San Francisco! Hermoso, culto, hombre de mundo, persona de finos modales… Concepción lo amó desde que sus ojos se fijaron en los de él. La beldad de la muchacha cautivó a su vez a Rezanov. Así comenzó una famosa historia que no terminó bien. Fue como un chispazo que salta sobre pólvora mojada. Cosas de esas ocurren en ocasiones…
Clark notó que la muchacha se estremecía, como si quisiera manifestarle su acuerdo.
—Concepción —siguió Clark— debía de ser una muchacha maravillosa, así que no me asombra que Rezanov se sintiese fascinado por ella. Al parecer tanto le atrajeron las dotes de inmensa inteligencia de aquella mujer como su asombrosa inocencia y su completa sinceridad.
»Ella lo pasmaba con su hondo conocimiento de los asuntos europeos. A la vez hablaba a lo mejor con toda gravedad acerca de un niño recién nacido que las hadas habían depositado al pie de un rosal, en el jardín.
»Los dos se prometieron en matrimonio, pero no podían casarse, porque ella era católica romana y él pertenecía a la iglesia rusa. El uno era anatema para el otro. Los padres misioneros conferenciaron y llegaron finalmente al acuerdo de que semejante unión sólo sería válida si la sancionaban el Papa y el Zar.
»Los dos jóvenes estaban frenéticos de amor pero evidentemente no podían casarse sin que uno de ambos abjurase su religión. Y él y ella eran harto leales y devotos a sus creencias para efectuar semejante cosa. En Rezanov, además, hombre de carrera política, la religión constituía una parte vital de su porvenir.
»A su vez Concepción era muy voluntariosa. Se negó a renunciar a su amado. Éste prometió conseguir el consentimiento de su soberano y del Papa.
»Así llegó el día en que la llorosa joven contempló la partida del buque de su amado. Y cuando lo vio alejarse de la Puerta Dorada, sólo un consuelo le quedaba: la certeza de que volvería.
«Transcurrieron diez años. Veinte. Treinta. La fe de la muchacha permanecía incólume. A los treinta y cinco años se conoció el motivo de que Rezanov no regresara. Sir Jorge Simpson, gobernador de la Compañía de la Bahía del Hudson, visitó California, e informó a Concepción de que Rezanov había perecido mientras atravesaba Siberia a fin de solicitar el consenso del Zar para su matrimonio.
»Concepción terminó sus días en un convento, consagrada a obras de caridad… ¿Te agrada la historia?
No hubo respuesta alguna. Marina se había dormido. Parecía tan encantadora, tan pura, tan infantil como la muchacha cuya historia acababa de contar el marino. El sudor y las lágrimas llenaban su rostro. Clark sacó su pañuelo y suavemente enjugó las mejillas de la joven y trabajosamente le quitó el carmín y los polvos, dejándole limpios los labios.
Apoyó la mejilla en el cabello de la muchacha y miró paciente la bahía de San Francisco. Necesitaba pensar y siempre pensaba mejor cuando tenía ante él una extensión de agua salada iluminada por la luna.
* * *
Corría la tarde siguiente. Clark se hallaba en sus desiertas habitaciones mirando con desagrado los grotescos ornamentos y el mostrador, con sus inútiles bebidas. Se sentía de muy mal humor, porque su espléndida aventura de San Francisco estaba convirtiéndose en un lamentable fracaso. Durante varios meses la espera de una vida desenfrenada lo había mantenido, pero ahora esa vida le sabía ácida…