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¡Y todo por culpa de una cara bonita! Todo porque una romántica muchacha rusa le había hecho entregarse a un capricho pasajero y trastornado su equilibrio mental. Pero él no tenía tiempo, ni deseos, ni capacidad para albergar emociones duraderas, y debía considerarse un idiota al pensar en Marina dos veces. Desgraciadamente no podía pensar en otra cosa. Aquello era bastante para indignar a un santo.

La noche antes, mientras su rostro descansaba en el cabello de Marina, había empezado a soñar. Un sueño fantástico, lunático, un cuento de hadas, como él se repetía a sí mismo. A sí mismo, porque había vuelto a ser el de antes. O si ello no era exactamente cierto, lo era que su mente se había despejado. Ahora pensaba con la cabeza y no con el corazón, ocurrencia insana que diera origen a sus disparatadas fantasías.

Lamentable, muy lamentable que él no le hubiese explicado desde el primer momento quién era, para evitarse indecisiones…

Pero no. Había de continuar hasta el fin y desempeñar el papel de un cumplido caballero. Entre todas las perplejidades que pueden asediar a un hombre, ninguna odiaba él más que la indecisión. Era excepcional que cediese a ella.

Mas en aquel momento una parte de su naturaleza estaba en abierta guerra con la otra. Su fondo honrado, su conciencia, en la cual había últimamente pensado poco, chocaban con sus malévolos impulsos carnales, aquellos impulsos que Cottonmouth censuraba con tanta insinceridad. Era cosa muy fácil burlarse de las tentaciones, pero otra muy diferente resistirlas.

¡Ah, si al menos Marina hubiese sido la condesa! Cualquier hombre podía obtener honra en ser amante de una acaudalada noble rusa. Aquellas beldades impetuosas y poderosas solían darse los caprichos que deseaban, según él había oído. Y cuando se hartaban de uno de tales caprichos, los recompensaban enviándolos a Siberia. Pero eso le hubiese hecho pensar en algo, en vez de roerse las uñas, meditando como ahora

Marina era embriagadora en todos los sentidos de la palabra, pero despertaba en él impresiones diferentes a las usuales. El ansia de proteger a la joven, de escudarla, de amarla, de servirla. ¡Dios!

Sacudió una furiosa patada en una butaca tapizada. Después se dejó caer en ella y su mirada se perdió en el vacío. ¿Quién era él para soñar en el casamiento y en un hogar y en hijo? Aquella idea era absurda.

Las puertas de sus estancias estaban abiertas, como siempre, para denotar que no limitaba su hospitalidad. Un fru-frú de faldas anunció una visitante. Clark se levantó y vio, con sorpresa, a Marina.

Ella se sentía de manera muy análoga a la de Clark. Verdaderamente, pensaba la joven, aquella América ejercía un influjo peculiar sobre las gentes. Todas imaginaban que lo que más valía era no decir nada. Pero ella hablaría lo que quisiera. Clark debía de imaginar bien lo que había ocurrido en el departamento de la condesa.

Un motivo de sorpresa para Clark fue averiguar que Marina estaba irritada contra él. ¿Por qué? ¿En qué la había él afrentado? Al parecer nunca se había sentido la joven tan humillada. Pero ¿por qué había intentado desempeñar un falso papel? ¿Acaso no había pasado horas enteras estudiando y ensayando la manera de parecerse a las amigas del marino? ¿No había ella misma, con sus propios dedos, modificado su atavío para asemejarse a las pecadoras y conformarse a sus trazas impúdicas? ¡Sí, lo había hecho! ¿Y no era exacto también que subsiguientemente había bebido con él hasta llegar a su casa con la cabeza aturdida e insegura?

Todo ello era verdad. Y también que Marina parecía seguir embriagada. Mas él no podía juzgar ahora las cosas. Se sentía incapaz de apreciarlas. Estaba petrificado.

—No comprendo por qué… —empezó.

—A ninguna mujer le gusta que le digan que no tiene atractivos y que incita menos que cualquiera de las que pasean por las calles.

—¿Quién te dijo semejante cosa?

—¡Tú!—rugió ella—. ¡Y con esas mismas palabras! ¡Ni siquiera intentaste besarme!

Pasados unos instantes, habló:

—Eso es fácil de enmendar. ¿Sabes, hija, que has debido leer muchas novelas? —añadió Clark.

Y continuó más adustamente:

—Los hombres tenemos el derecho de divertirnos con las mujeres de cierta clase, mientras uno pueda pagarlo y sea libre de hacerlo, pero tú casi no eres todavía una mujer, y además no perteneces a cierto género de personas. Nada sabes acerca de mí y muy poco sobre ti misma. No hay que jugar con el amor.

—¡Otro sermón! ¿Quién eres tú para decirme lo que puedo o lo que no puedo hacer? ¿Soy algún animal o alguna persona falta de seso? ¿Es jugar con el amor asir la felicidad cuando pasa al lado de uno y retenerla aunque sólo sea durante una hora?

Clark dio unos cortos pasos por el aposento y se paró ante la muchacha.

—Escucha —dijo—, todo eso no es más que una manifestación de histeria de colegiala. Seguramente tú has hecho hasta ahora tu santo capricho y, además, yo debo ser distinto a los hombres que conoces. Lo cual, por supuesto, no redunda en mi crédito. Estás fascinada de momento. Crees hallarte enamorada. Lo mismo me pasa a mí. Pero ¿a qué cometer tonterías tú y hacérmelas cometer a mí de paso? Estamos a tiempo de separarnos sin daño para ninguno. Pero si esto continúa… —estalló—: ¡Si esto continúa, nunca podré vivir tranquilo! ¿Piensas, maldición, que soy de hielo?

—Jonathan… —musitó Marina.

Clark se puso pálido.

—No soy un hombre de los que se casa —advirtió, en un tono casi atemorizado—. No me casaré con ninguna mujer. ¡Nunca!

Dudó mucho de que la joven prestase la menor atención a sus palabras. El rostro de la jovencita tenía una expresión pensativa, mientras sus ojos húmedos lo miraban.

—Si no me quieres, me moriré… —se lamentó Marina,

Habían hablado mucho y dicho poco, porque de momento sólo les preocupaban las cosas que tanto les interesan a los enamorados: la luz de tus ojos, el timbre de tu voz, la fragancia de tu cabello, la dulzura de tus labios, el milagro de haberte podido encontrar Había sido un sacrilegio destruir el éxtasis de aquella hora perfecta refiriéndose a temas menos importantes. La cordura, el sentido común, el porvenir, podían esperar. De momento significaban muy poco.

—¿Mañana? —preguntó Clark, cuando se despedían en la puerta.

Marina asintió.

—Por supuesto. Y entre tanto prométeme no dejar de pensar en mí ni un solo instante.

—Lo haré.

La atrajo y la oprimió contra sí en una prolongada caricia de despedida.

—Yo soñaré contigo, Jonathan. A ti aquella dama española te parecía constante y sincera, pero mientras yo viva te amaré siempre…

Un intervalo. Y de pronto él le sacudió los hombros y la miró a los ojos.

—¿Qué es esto? ¡Te has dormido!

Los ojos pardos de la joven se abrieron y después se entornaron:

—Sí, acaso me haya adormecido un poco.

Y se apartó, sonriendo. Lentamente Clark dejó deslizar sus manos a lo largo de los brazos de la muchacha hasta que los dedos de los dos se tocaron. Otro momento, un largo momento, y la muchacha desapareció.

Tenía el rostro exaltado, las pupilas fijas en el infinito… Pero sus preocupaciones terminaron de repente cuando entró en sus habitaciones.

Su primera impresión fue que la sala estaba llena de hombres desconocidos, vestidos de uniformes oscuros, con brillantes charreteras y galones dorados

Todos se levantaron cuando ella cruzó el umbral de la estancia.

Es común aserto el de que la más larga de las pesadillas puede durar en el tiempo un instante tan sólo. La sobresaltada mirada de Marina, al fijarse en los allí presentes, le narró una completa historia, una historia para la que se hallaba desprevenida y que la colmó de disgusto hasta darle náuseas.

Los desconocidos eran cinco y vestían el uniforme de la armada imperial rusa. El más viejo, muy alto y digno, ostentaba una larga barba y tenía la cabeza tan calva como un bola de billar. Irguiose, juntó los talones e hizo una profunda reverencia, que sus apuestos subordinados imitaron.