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Los cuatro compañeros de Marina estaban ya vestidos con prendas de viaje, y las maletas se hallaban preparadas. La primera en hablar fue la que todos llamaban «señora condesa».

—Querida Marina, permíteme presentarte al comandante Nickolaievich. Comandante, le presento a la condesa Vorachilov.

Siguieron más presentaciones, pero todos aquellos nombres eran meros sonidos para la muchacha. Cada uno de los oficiales se adelantaba hacia ella murmurando:

—Muy honrado en conocerla, condesa.

Se inclinaban, llevábanse a los labios la mano de Marina y notaban que tenía los dedos helados.

El comandante explicó:

—Sus cartas, condesa, llegaron con mucho retraso. Los correos siberianos son lentos, y para colmo las valijas se demoran en Petropavlosk. A su vez Su Excelencia temía, y al parecer con justa razón, que usted se encontrase atascada aquí. Reciba usted en su nombre sus excusas y la certeza de su devota acción. Mucho le disgustará conocer los inconvenientes, incomodidades y contratiempos que ha atravesado usted. La señora Selanova nos lo ha explicado todo. Pero ese todo, al fin, ha terminado. ¡Loado sea el cielo! Ya está usted segura y entre los suyos y en Sitka le espera una recepción calurosa.

La condesita musitó unas palabras de agradecimiento. Sus ojos, volviendo a reparar en los preparativos de marcha, se ensancharon mucho. Dirigió una mirada suplicante a la Selanova, pero ésta apartó el semblante y dijo:

—Todo está listo, querida. Lily ha dejado fuera un traje de viaje y…

Pavel Suchaldin interrumpió, nervioso:

—El buque está presto a levar el ancla, y a bordo se encuentran nuestros baúles. Ya he pagado la cuenta del hotel. Cualquier nueva dilación aumentaría la inquietud de tu tío, condesa. Y también sería cosa molesta para el comandante Nickolaievitch.

—Perdonen un momento —dijo Marina.

Los oficiales de marina se inclinaron ante ella viendo que se dirigía a la puerta de su alcoba. Vacilaron los pasos de la muchacha y hubo de sujetarse al picaporte para no caer. Una repentina ceguera la invadía.

La Selanova corrió a ayudarla. Las dos cruzaron la puerta, que inmediatamente se cerró a sus espaldas.

7

Cottonmouth se sentaba en el brazo de un butacón y se pasaba las manos en torno a las huesudas piernas. Tenía los pies colocados donde debiera haber tenido las posaderas. Siempre practicaba la costumbre de encaramarse en cualquier cosa que se pareciera, por remotamente que fuese, a la borda de un buque. Clark, entre tanto, estaba afeitándose.

—Ya te has dado tres pasadas en una mejilla—dijo el piloto—. ¿Qué le pasa a la otra?

Clark, rezongando, comenzó distraídamente a templar la navaja.

—Como te iba diciendo —continuó Cottonmouth—, lo he examinado perfectamente en todas sus partes. Está en perfecto estado, salvo una ligera vía de agua

Clark miró a Cotton con asombro.

—¿De qué diablos piensas que hablo? —siguió el marino—. Me refiero al «Hermana Peregrina». Hace un momento te decía que la había hecho poner a punto para zarpar, pero tengo para mí que no me has entendido.

—¿Por qué has preparado el buque tan pronto?

—Porque la mayoría de los tripulantes desean volver a bordo. Ayer vinieron los Tucker literalmente hechos polvo. No sé qué amable caballero les propuso hacerles conocer un entretenimiento local llamado el rondó, el cual les pareció tan simple como ellos al buen hombre. En fin, tú sabes que ese par de muchachos son los mejores gavieros de New Bedford, y por lo tanto no nos conviene perderlos. También ha vuelto Amos Worthington. En mal estado. Al parecer una individua le echó en el whisky lo que él presume que debía ser sosa cáustica. Sería también lamentable dejarlo libre. Podría otra vez entregarse a los caminos del desafuero, o bien ocurrir que diera con expertos malhechores que se hallasen en un momento de arrepentimiento y le aconsejaran. Porque has de saber que esta ciudad se halla infestada de insidiosas influencias en pro del bien. Por lo tanto no seré yo quien siga esas malas veredas. Mucho tiempo en tierra es mala cosa para un marinero.

Como Clark no hiciera comentario alguno, el flaco piloto continuó:

—No tienes más que mirarte en tu espejo. Anoche no dormiste nada. ¡Bien se te nota! Estás blanco como el vientre de una platija y tienes los ojos inexpresivos como las ventanas de un gallinero. ¿Qué te parecería si nos hiciésemos a la mar, rumbo a Méjico, hasta que decidiésemos volver al norte? En el intermedio seguramente hallaríamos algún trabajo ilícito que hacer.

—Por ahora no deseo volver al norte —manifestó Clark.

Se levantó y se comenzó a anudar la corbata con meticuloso cuidado.

Cottonmouth aguardó un momento y después prosiguió:

—‘Pues a dónde vamos a ir con la certidumbre de obtener provecho?

—No sé. Acaso a las Islas… Presumo que no faltarán lugares donde podamos ganarnos honradamente la vida.

—Ciertamente. En las Islas abundan los mariscos y el «Hermana Peregrina» haría un buen buque marisquero. ¡Y qué buen papel harías tú allí, con tu espléndido guardarropa recién comprado! ¡Qué papel harías, repito, tan bien vestido y con una canasta en cada brazo pregonando: «¡Camarones vivos de hoy!»

Clark interrumpió:

—No me gustan tus bromas. ¿Quién demonios te imaginas que eres?

Los dos hombres se midieron con la mirada. Clark con una hostilidad repentina; Cottonmouth con una afable gravedad insólita en él. Ya no había en su aspecto jactancia, fingimiento ni burla.

—Soy —dijo— Cotton Mather Greathouse, un compañero tuyo, que desea tu bien, Jonathan. Un hombre que se disgusta viéndote disgustado. Y qué se disgusta más aún cuando teme que tu disgusto puede aumentar.

—¿Sí? Pues todo me lo merezco. Estoy dispuesto a afrontar cuanto suceda.

Clark se ajustó la levita a los anchos hombros y echó mano al sombrero de copa.

—Espera un momento —dijo Cottonmouth.

Saltó de su asiento y añadió:

—He estado reuniendo todo mi valor para contarte algo que tú no sabes…

—No me cuentes nada —respondió Clark—. No me gustan los consejos ni los sermones.

—Escucha, sin embargo, Jonathan. Anoche vi en el puerto algo que tú y yo hemos visto muchas veces en nuestras pesadillas. Un barco ruso, con el pabellón de la armada del Zar. Atracó en el muelle Connell. Y esta mañana ha zarpado.

—¿Zarpado? —murmuró Clark, sin comprender aún—. Y eso, ¿en qué nos atañe?

Abrió los labios, como para seguir hablando, y luego se lanzó hacia la puerta. Cottonmouth lo siguió con el tiempo suficiente para verlo cruzar el vestíbulo a toda prisa. Un momento después Cottonmouth oyó golpes lejanos en una puerta, y en seguida el fragor de madera rota.

La puerta que comunicaba con las habitaciones de los rusos pendía, quebrada, de sus goznes. Y dentro sonaba la voz de Clark gritando:

—¡Marina, Marina!

Cuando volvió parecía enloquecido.

—Ea, más vale que te serenes y vayas a tu habitación —le aconsejó Cottonmouth—. Yo pagaré abajo los daños causados. También veré si hay algún recado para ti.

* * *

Durante las siguientes semanas Jonathan Clark se convirtió en una figura popularísima en la mayoría de las tabernas y garitos de San Francisco. Y a no mediar su reputación de gastador y dadivoso muchos establecimientos le hubieran cerrado las puertas.

Porque aquel hombre había cambiado. Seguía vistiendo impecablemente, mantenía su talento señorial y dilapidaba el dinero, pero sus maneras resultaban inciertas y nunca se sabía si iba a proceder con corrección o provocar un tumulto En ocasiones se mantenía apartado y apenas saludaba a sus conocidos, mas otras veces se dedicaba exclusivamente a beber y alborotar. Y como tenía la constitución de un toro, sabía dominar el alcohol y no dejarse dominar por él.