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—Regalos para la familia, ¿eh? —dijo jovialmente Clark.

El piloto movió la cabeza.

—Son para Ahgoona. Ahora que soy rico voy a casarme con Ahgoona.

—Ya sé que es la muchacha más linda de los contornos. Pero para un hombre rico esos regalos son pobres. ¿Por qué no compraste más?

—Yo no gasto el dinero como los blancos. Los aleutianos somos gente pobre. A veces no hay nada que comer en el pueblo. Más vale que Ogeechuk tenga dinero y compre comida para sus paisanos que no que compre regalos para Ahgoona.

Clark hizo un signo de comprensión. Aquella muestra de solidaridad tribal era típica entre los indios del norte.

—Con todo —observó—, Ahgoona merece más que eso. Y creo que tú eres el hombre más rico a bordo. Espera.

Dirigiose a la toldilla y volvió al corto rato con un brazado de los mejores tejidos que había podido encontrar en las bodegas del buque.

—Añade esto al equipo de la novia —dijo—. Es una buena muchacha y tú la has hecho esperar demasiado.

El rostro de Ogeechuk permaneció impasible, mas sus manos acariciaron suavemente los inesperados tesoros.

—Soy un hombre bueno —aseguró—. Un buen cazador. Un buen piloto. No me gusta el juego…

Era obvio que el indio se consideraba poseedor de suficientes cualidades para ser dueño de Ahgoona.

—Cierto —convino Clark—. Y a ti, como regalo de boda, te daré la mejor carabina que haya a bordo, con un millar de cartuchos.

Acercose un tripulante y Clark le indicó:

—Ogeechuk piensa casarse. Di, a los muchachos que vamos a celebrar un gran festín en la bahía de la Decepción, siempre que la costa esté limpia de enemigos y que el sacerdote consienta en oficiar en presencia de gentes descreídas y al margen de la Ley.

—Celebro que vayas animándote, Jonathan —dijo el piloto—. Fácil es que ahora cambie nuestra suerte.

Ogeechuk entró en triunfo en su localidad natal. Casi antes de que el «Hermana Peregrina» largase sus anclas, hallose rodeada de una multitud de kayaks y bidarkas. Riendo y gritando, los ocupantes de las navecillas corrieron a bordo para acoger al triunfante héroe que regresaba a sus lares. Imponíales vivo respeto, y no era de maravillar, porque Ogeechuk a última hora se había ataviado con su traje de boda, esto es, con un uniforme de oficial de marina, con botones dorados y gorra de visera. Pocos instantes después depositaba sus tesoros a los pies de su prometida. Los hombres prorrumpieron en grandes gritos de admiración. Las mujeres chillaban y reían Aquel momento fue espléndido para Ogeechuk.

Cottonmouth, sonriendo, dijo al capitán.

—Tú has tenido tus días de gloria. Éste es el de nuestro segundo piloto.

—Yo no he tenido días de gloria, sino de vanagloria —corrigió Clark—, Y por lo menos a Ogeechuk le sienta bien la ropa que lleva, mientras yo no podría decir otro tanto.

Clark comprendía bien los sentimientos de Ogeechuk. También él hubiera deseado abrumar de regalos a alguien, enterrar a una mujer bajo sedas, pieles y joyas valiosas. Ese deseo había surgido en él repentinamente y crecido hora tras hora, hasta que sobrevino la desilusión.

Creía percibir el ruido de sus puños aporreando una puerta y el eco de su voz gritando:

—¡Marina, Marina!

Y así la seguía llamando cuando estaba a solas. Con un esfuerzo constante procuraba dominar el dolor que ella le había causado, y su esfuerzo era tanto mayor cuanto que él no comprendía por qué motivos la joven había deseado herirlo tan cruel e innecesariamente…

Resultó que la menuda, sonriente y marfilina Ahgoona no iba a ostentar sus galas, ni a casarse. Lo que fuera entusiasmo trocose en debate. Todo el grupo de lugareños se aproximó.

La iglesia, explicó Ogeechuk, estaba cerrada. Para castigar a los devotos habitantes por mantener tratos con los contrabandistas, el cura había sido llamado a Kodiak.

La situación era grave, mas el segundo piloto la daba por resuelta. ¡Bastaba que oficiase Cottonmouth!

La muchacha y sus padres se adhirieron fervorosamente a la idea.

Greathouse, por una vez en su vida, pareció turbado. Apeló, algo confundido, a Clark, pero éste te dijo que le dejara al margen de las circunstancias, a ser posible.

Cuando volvió el piloto, algún tiempo después, anunció:

—Aquí me tienes. Soy el alguacil alguacilado.

—¿Y has hablado así a esa gente?

—Sí. Les he explicado las discrepancias que existen entre la Iglesia rusa y otras confesiones cristianas. Dentro de lo poco que sé hablar en ruso, he conseguido hacerles comprender que un matrimonio solemnizado por mí haría bastardos a los hijos de los contrayentes. Y añadí que más vale vivir en continencia que en pecado.

—¿Por qué no has llevado las cosas adelante? —protestó Clark—. Ellos se hubieran sentido satisfechos y ningún daño habrían sufrido. ¿Verdad que serías muy capaz de hacer semejante cosa?

—Yo soy capaz de hacer cualquier cosa en la vida —confesó el piloto—, y la prueba es que me encuentro aquí. Pero he de advertirte que, según la ley marítima, en estos casos el capitán de un buque puede realizar los enlaces matrimoniales. Así que ¿por qué no casas a nuestros amigos?

—¡No! —exclamó Clark.

—Hum… Eres un contrabandista de pieles y el oficio no te avergüenza, porque te gusta. Yo hablo como predicador y hablo como tal por razones idénticas, esto es, la de que siempre divierte andar pisando hielo escurridizo. Con todo no me gusta resbalar en él y hundirme.

Al día siguiente del festín Clark llamó a sus hombres y les expuso sus planes. Se proponía continuar buscando nutrias marinas y comerciando en pieles hasta la primavera. Después se encaminaría a las Pribilov.

—Ya sabéis que el asunto es arriesgado —advirtió. —No quiero que ninguno de vosotros me acompañe contra vuestra voluntad.

—La estación es mala —dijo el veterano Silas Atwater— y no podemos regresar con las manos vacías.

Los demás concordaron. En consecuencia el Hermana Peregrina puso proa, entre brumas, a las Aleutianas, bañadas en lluvia. Era aquello como un viaje al país del, olvido. La cadena de húmedas, inhospitarias y feas islas, forman, con su millar de millas de recorrido de longitud, el archipiélago más difícil de conocer para los geógrafos. Pacientemente, entre nieblas y tormentas, el Hermana Peregrina navegó de rada en rada buscando los lugares donde antaño solían congregarse las nutrias marinas, en manadas de millares y millares, hasta que la avidez y la imprevisión contribuyeron a exterminarlas.

La primavera encontró al buque anclado ante una aldea del continente, en el mar de Behring. Allí les esperaban las densas nieblas que anualmente se hacinan en el norte y ocultan las islas Pribilov, privando al hombre de la más sorprendente visión de vida animal que puede ser conocida.

Un día de fines de junio el Hermana Peregrina, con su tripulación doblada por la adición de buen número de expertos cazadores aleutianos, reclutados en las aldeas próximas, salió de su fondeadero y se encaminó a alta mar. Había llegado el tiempo idóneo para la caza de focas y comenzaba otra gran aventura.

Dos mañanas después la goleta parecía navegar suspendida en un banco de nubes. Crujían los cordajes a cada virada y ese rumor y el de las aves marinas, anunciando con sus chillidos la proximidad de tierra, eran los únicos que llegaban a los tensos oídos de la tripulación. Hasta el último marinero permanecía alerta de continuo.

Uno de los indígenas fue el primero en oír el ruido de las focas, e hizo signo a Oggechuk, que iba a la rueda. A poco tornose enteramente audible un rumor vago que no tardó en convertirse en un extraordinario clamor. Aquel era el que otrora habían llegado a los tímpanos del navegante ruso que diera nombre a las islas. Tratábase de un lejano coro emitido por miles y miles de aulladoras gargantas. El clamor de las aves marinas iba en aumento. Los marineros prestaban oído, guardando por su parte atento silencio.