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Poco a poco comenzó a distinguirse una larga playa en la que rompían las olas. Navegaba la goleta a impulso de una leve brisa. A su lado bogaba un umiak, con Jonathan Clark a bordo. Lo acompañaban una docena de remeros nativos. Cuando el barquichuelo se alejó de la goleta, no tardó en perderse en la penumbra gris.

Pasó una hora sin que se percibiera un solo sonido ajeno al del singular y extraño coro de las focas. Luego sonó una llamada en voz reprimida. Respondiose a ella, y a poco la baria indígena surgió entre la bruma y acostó a la goleta.

—¡Todos a tierra! —mandó la voz de Clark—. Tú quédate al mando del barco, Cottonmouth, y ruega a Dios que persista este tiempo, porque hay un bergantín ruso anclado en la bahía de los Ingleses.

8

La ciudadela se erguía sobre la roca de Keekor, que se alzaba a la orilla del mar. Desde ella se dominaban los techos de placa ondulada y los muros amarillentos de Sitka. Como los cuarteles y las residencias de oficiales, presuntuosos edificios de tres pisos, la ciudadela estaba construida de troncos de abeto desbastados y unidos entre sí con mortero. Desde la época de Baranov se había ampliado la fortaleza y a la sazón la rodeaba un ancho paseo desde el que una escalinata conducía a la ciudad.

Desde aquella altura la condesa Vorachilov contemplaba una perspectiva llena de naturales encantos, que más bien adivinaba que veía, porque sus ojos estaban extraviados y turbia su mente.

Hacía, algunos días que llegara de San Francisco. Los había pasado en sus habitaciones, alegando enfermedad y fatiga, para aplazar la inevitable entrevista a solas con su tío.

Pero ello no podía alargarse indefinidamente. Y las posibles consecuencias del caso gravitaban sobre ella tan abrumadoras como la decepción y el abatimiento que experimentara al avistar la ciudad de Sitka.

¡Pensar que había considerado aquel lugar como una sede del poderío ruso en el Nuevo Mundo y, por lo tanto, como una ciudad mucho más grande y hermosa que San Francisco! Comprendía ahora el talante de Jonathan Clark cuando ella expresaba su ignorancia. Fue el día que ella recogió las rosas e indujo a Clark a hablar de su persona.

«El hombre, en el mejor caso, es una llama ardiente e inextinguible».

Tales habían sido las palabras. Sus palabras…

«A veces las cosas se incendian. Pero somos nosotros las que las incendiamos y en cambio no siempre sabemos incendiarnos a nosotros mismos».

Aquella mañana Marina razonaba que su alma había ardido hasta el extremo de que no le quedaban sino anhelos, dolor y cenizas.

Un subalterno se acercó y anunció que Su Excelencia esperaba.

El general Vorachilov era un hombre apuesto, corpulento, jovial. Cuando su sobrina le besó, su rostro se iluminó con una sonrisa.

—Encantado —dijo— de que te sientas mejor. Nuestra parienta la Selanova me ha contado vuestras aventuras.

—Por lo menos para mí, aventuras fueron. Y no tan desagradables como para otros. Al principio me molestaba la curiosidad de la gente. Cuando algunos hombres empezaron a molestarme, la prima Ana tomó mi título y me hizo pasar a mí por una parienta pobre. Desde entonces las cosas mejoraron. ¿Te sorprendió mi carta, tío?

—Sorprenderme exactamente, no. Pasmarme, sí.

Cuando se sentó la joven, el general se acomodó en su sillón. Su rostro expresaba una vaga desaprobación y en su voz había un toque de impaciencia cuando continuó:

—Al tomar la decisión que tomaste, procediste sin duda movida por un impulso momentáneo, sin comprender debidamente lo que hacías. Impulso que me pareció, y sigue pareciéndome, absurdo, inmotivado y mal considerado. ¡Huir de San Petersburgo como una criminal y dar la vuelta a medio mundo para intentar librarte de un matrimonio ventajoso!

—¡Librarme, sí! Y no actué impulsivamente. Lo pensé todo mucho y bien. Semyon es un disoluto, un sujeto mal reputado, un…

—¡Ea, ea! Su Alteza no vale menos que otros de su rango. Al fin y al cabo es un príncipe.

— ¡Tío Iván! —exclamó la joven, con dura voz de reproche—, ¿Acaso la vida entre estos salvajes ha destruido tu conciencia y tu sentido del honor? ¿Te has convertido en norteamericano?

—No por cierto. Este es un rincón de Rusia y nos enorgullecemos de que lo sea. Mantenemos la cultura occidental, la educación, el…

—El príncipe Petrovsky no participa de nada de lo que dices. Podrá ser culto, sí, pero a la par es un viejo libertino.

—Tu tía Ana me ha asegurado que te adora

—Porque soy joven y desea añadirme a su colección de conquistas. Pero no deseo ser conquistada por él. No olvidemos tampoco la fortuna de los Vorachilov. El príncipe ha derrochado la suya. Ya lo sabes.

—No lo sé. Pero sí que es uno de los pocos afortunados que no tienen sino pedir para recibir. Doy por hecho que no le negarían cualquier cargo que solicitase.

—Lo cual es otra razón para que yo huyese como una criminal, según has apuntado tú. No es fácil para una muchacha de mi posición romper su compromiso matrimonial con un favorito de la Corte. Y el hecho de que yo sea rica empeora las cosas todavía más.

—Ana afirma que ibas a ser nombrada dama de honor.

—Sí. Ese favor me hacía la emperatriz. Y por supuesto, gracias a Semyon. Es hombre listo, hábil y carente de escrúpulos. ¿Cómo podía yo saber nada de eso cuando papá dispuso mi compromiso con él? Entonces yo era una muchacha ignorante. Me sentí lisonjeada y contenta, porque ser princesa emociona a cualquier joven de dieciséis años. Sólo que no imaginaba qué clase de hombre era mi prometido hasta que fui a San Petersburgo, invitada por lady Devon. Conocí entonces sus hábitos, sus vicios sus… mujeres Y conste que no se toma el trabajo de disimular nada. Esperaba, como cosa natural, que yo lo aceptase tal Como es. ¡Puaf!

El rostro de la joven mostró una expresión de repugnancia.

—¡Ese hombre es un animal disoluto! —concluyó.

El general alzó sus blancas manos en un ademán de resignación.

—¡Claro, claro! Y por consecuencia te fugaste. Te escapaste al desierto. Huiste a un poblachón perdido en los bosques de América para evitar un matrimonio ventajoso que te convertiría en una de las primeras grandes damas de Rusia y en una brillante estrella de la corte imperial. Los Vorachilov han sido siempre hombres obstinados, pero hasta ahora habían existido pocas mujeres tercas en la familia.

—¿Es ésa tu bienvenida, tío?

—-No. No confundas los motivos de mi extrañeza. Soy hombre chapado a la antigua y no comprendo a la nueva generación. En mi época las jóvenes no alardeaban de tal independencia. Ya sé que el mundo se transforma. Con todo, eres la hija de mi hermano y por lo tanto te acojo con los brazos abiertos, como miembro de mi casa. Por cierto que hacía falta aquí una señora —añadió el general, sonriendo afectuosamente—. Seguro estoy de que llegaré a quererte como una hija.

—Ya sabía yo que sucedería así.

Y Marina impulsivamente puso su mano en la del general.

—Confieso -dijo— que fue un acto de egoísmo en mí el desarraigar a la prima Ana de su ambiente y forzarla a que me acompañase. Digo lo mismo respecto a los demás. Pero yo no podía venir sola. Y menos por la ruta de Siberia. Petrovsky me hubiera alcanzado. Como lady Devon regresaba a Londres, la persuadí de que me invitara a visitarla para escoger allí mi equipo nupcial. A Semyon no se le ocurrió que yo tuviese voluntad propia ni valor para ejercitarla.

La muchacha bosquejó una sonrisa encantadora.