—Ya ves, tío —añadió—, que soy una maestra del engaño.
Vorachilov correspondió con una vaga sonrisa a la de la joven.
—Ya me lo había dado a entender Ana. Pero acaso tengas menos de maestra del engaño que de víctima de la sandez. Porque yendo a otra cosa, ¿qué se me ha contado de tu comportamiento en San Francisco? Algo podría decir Nickolaivitch. Su opinión es que sufrías una especie de ofuscación. Se siente todavía muy disgustado por ello. ¿Qué te pasaba, querida?
—Nada de importancia.
Marina dirigió los ojos a la ventana y fijó la mirada en la lejanía.
—Todo consistió en que se me desgarró el corazón porque me enamoré.
El general estuvo a punto de dar un salto.
—¡De ese americano! ¡No seas ridícula! Ahí donde lo ves, ese hombre es un rufián.
—Así me lo han dicho.
—Y un ladrón.
—François Villon también lo era, y salvó París.
—¡Santísimos cielos!
El general se levantó y comenzó a pasear por el encerado suelo de madera, sobre el que se hallaban diseminadas alfombras y pieles.
—¡Parece mentira! —siguió—. Sacrificas una carrera social inigualable, renuncias a un magnífico matrimonio y te destierras espontáneamente del mundo civilizado sólo impelida por tus modernos escrúpulos morales. Y todo ello, ¿a qué te conduce? A entregarte a un capricho disparatado, a una aventura amorosa con un marinero vagabundo. ¡Increíble! El hombre a quien estabas prometida no lo hubiera creído. Has debido volverte loca.
—Sí. Debía de estarlo cuando accedí a salir de San Francisco. Pero supe que aquel hombre estaba fuera de la Ley y que tú habías puesto precio a su cabeza. Pensé, pues, que hablando contigo, te convencería.
—¿De qué? —preguntó el gobernador.
—No puedo explicarte las palabras ni los procedimientos adecuados. Pero quiero que suprimas esa recompensa por su cabeza y que le perdones.
—El procedimiento más adecuado que emplearé será colgar a ese hombre en cuanto lo encuentre —dijo el general Vorachilov, con duro acento.
—¡Podía habérmelo figurado! Pero aquella noche me sentía fuera de mí. Había tantas pláticas, tanta confusión… Acabé sintiéndome enferma.
Marina cerró los ojos y movió la cabeza con el ademán de quien procura aclarar las brumas de su menté
—Presumo —añadió— que no tardará en zarpar algún buque con rumbo al sur.
Su tío guardó silencio durante unos momentos. Luego, acercándose a la joven, le apoyó la mano en la cabeza.
—Quítate de las mientes esa locura, hijita, y yo procuraré ayudarte en todo lo posible. A veces las jóvenes sufrís accesos de fiebre romántica, pero eso pasa pronto. Otros días, otras caras… y las fantasías se disuelven. Y la tuya es tan imposible, tan completamente disparatada, que se disipará antes que cualquier otra. Cree en mí, que tengo experiencia de las cosas. Prométeme, por lo menos, no actuar apresuradamente, ni ejecutar nada sin Consultarme.
—Lo prometo.
—Bien. Así haremos frente juntos a esta dificultad y a otras que pudieran sobrevenir. Añadiré que nuestras compatriotas están deseosos de conocerte y tratarte como a una de nuestras compatriotas distinguidas. He organizado un banquete en honor de tu llegada. Deseo que tu aspecto me enorgullezca. Por lo pronto procura aparecer lo más bonita que puedas. Quiero que los cautives a todos.
Y así Marina se instaló en casa de su tío, en Sitka. Era la primera dama de la ciudad y señora de la histórica ciudadela instalada sobre el Keekor. De todas modos poca posibilidad le quedaba de hacer otra cosa porque de la casa no podía salir sin autorización oficial o ayuda externa.
Con la costa californiana no había tráfico del que mereciese la pena hablar, porque la fiebre del oro lo había interrumpido. San Francisco carecía de medios para subsistir por sí mismo, y a la par la locura de los yacimientos de oro había casi interrumpido el ejercicio de la agricultura. Por otra parte productos similares a los de las fundiciones y talleres de Sitka empezaban a llegar de Ultramar, bordeando el Cabo de Hornos.
En consecuencia, pocos bajeles americanos tocaban en la capital de Alaska, y la mayoría hacíanlo sólo para que se fumigasen sus calas con carbón de Sitka, contra la plaga de las ratas. En todo caso, ninguno de aquellos buques era apropiado para procurar pasaje a una dama.
* * *
Una vez transcurrido un mes Marina dio por hecho que Jonathan Clark y sus hombres de Boston se habían probablemente hecho a la mar en busca de sus ilícitas aventuras.
De haberse sentido en su situación normal, hubiera encontrado su nueva vida cómoda y divertida, porque el gobernador Vorachilov, como todos sus predecesores, gustaba de rodearse de una distinguida hueste de compatriotas. Todos éstos, y sus mujeres, eran joviales, hospitalarios y amantes de los placeres. Seguían sus hábitos usuales y por tanto siempre había en la ciudad algo que hacer y algún lugar adonde concurrir.
El general daba frecuentes y costosas reuniones y entonces la ciudadela relampagueaba de luces y resonaba de músicas. Ante la vasta escalinata que arrancaba del Paseo del Gobernador agrupábanse gentes de pro, miembros de la nobleza, funcionarios coloniales y oficiales ataviados con los uniformes oscuros de los batallones siberianos. Todos iban cargados con charreteras, brillantes botones e hilos de oro y de plata. Los que poseían condecoraciones las ostentaban y sus esposas vestían ricos armiños sobre sus generosos escotes.
Los bailes de la ciudadela eran siempre espléndidos. Los banquetes se distinguían por una soberbia y pródiga hospitalidad. El pariente de Marina se consideraba un maestro en el arte de hacer agradable la vida a su prójimo.
La llegada de su sobrina añadió más interés a su deseo de complacer a todos. Marina tenía una distinción innata y su encanto se hacía sentir rápidamente sobre cualquiera. Y así, mientras la joven asumía, sin dar importancia al caso, los deberes de señora de la casa de su tío, la admiración y el cariño de éste crecían más cada vez.
A veces la invitaba a acompañarle en sus inspecciones periódicas de los astilleros, fundiciones, herrerías y talleres, cosas que él detestaba con toda el alma. También le confió la vigilancia de las escuelas y de los hospitales.
Cuando el general no robaba a su sobrina parte de su tiempo, siempre sobrevenía un molesto número de oficiales de la guarnición y jóvenes empleados de las empresas locales que procuraban retener la atención de Marina. A veces la muchacha paseaba con ellos a lo largo de un camino que bordeaba la orilla del mar. Había otros que la llevaban al antiguo poblado indio, con sus singulares tótems, sus extrañas gentes y sus raras costumbres. Y los acompañantes de Marina señalaban antiguos fuertes y restos de la primitiva estacada de Baranov. No dejaban tampoco de agregar horripilantes y sanguinarias historias que, por lo recientes, eran doblemente terroríficas.
Las mujeres eran igualmente agradables. Realizaban sus acostumbradas visitas de las once y Marina las correspondía. En esas ocasiones se servía un apetitoso aperitivo antes de la comida de las dos de la tarde. A las cinco se servía el té y se cenaba a las ocho. Cinco comidas al día se consideraba el mínimo necesario para mantener el despejo mental y el bienestar físico.
La condesa procuraba corresponder a aquellas atenciones y absorberse en el agradable ambiente que la rodeaba y en sus numerosas actividades. Mas la acometían incesantes memorias de otro mundo. Un mundo fantástico, excitante, ajeno al que ella antes conociera y del que había gozado un atisbo momentáneo. Una ciudad turbulenta, poblada de hombres procedentes de todas partes y de mujeres procedentes de cualquier sitio.
Sí, era aquella una ciudad de ensueño, a través de cuyas bulliciosas calles circulaba un gigante rubio, de ojos azules como el hielo y de suave sonrisa…
Impresiones de aquel breve interludio, de aquella soñadora consecución, atormentaban a la joven al punto de que se movía por el mundo como en un diario y doloroso sueño. Había momentos en que experimentaba una convicción y certidumbre, quizá tan fuertes como su fe en Dios, de que Clark acudiría alguna vez a buscarla y seguirla, estuviese ella donde estuviere, porque Clark era un hombre sin miedo y sin tacha.