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Se dirigía a una pareja que a la sazón contemplaba con asombro el ruidoso puerto que les aguardaba. El hombre era corpulento y la muchacha alegre y carirredonda. Sus mejillas parecían siempre a punto de iluminarse con una sonrisa y marcar múltiples hoyuelos en su cutis.

La pareja se abrió camino entre la muchedumbre. Suchaldin dijo :

—Cuando atraquemos habrá mucha confusión. Por tanto no nos conviene estar separados. Mientras yo busco unos coches, Piotr cuidará de los equipajes. Vosotras, señoras, si alguien os interpela, fingid ignorar el inglés. Quizá ello evite que Piotr empiece a golpes con la gente.

Incluso en aquel impresionante momento de la arribada y del fin de la travesía, los viajeros del S. S. «California» no ocultaban su interés por el pequeño grupo de rusos. Más de dos se inclinaron, o sonrieron, o les dirigieron indecisos adioses, pero como de costumbre, no consiguieron más que una sonrisa o una inclinación de cabeza. Aquel quinteto de moscovitas era un misterio para los demás pasajeros.

A poco de embarcar en Nueva York, se había sabido que la mayor de las mujeres ostentaban un título ruso, lo que, por supuesto, provocó ilimitada curiosidad. Y el hecho de que ella y su compañera vinieran directamente desde San Petersburgo agregaba interés a la circunstancia de que de ocupasen los camarotes más costosos del buque. ¿Por qué personas tan ricas e importantes se dirigían tan presurosamente a la costa aurífera de California? ¿Qué lo motivaba?

Los chismorreos no se limitaban a eso. La condesa era lo bastante atractiva para llamar la atención, pero las dos muchachas que la acompañaban eran mucho más bellas. La llamada Marina tenía esa clase de hermosura apetitosa que hace a los hombres perder los estribos. Lo cual les había ocurrido precisamente a varios, a despecho de la reserva de la muchacha.

Entre esos «varios» figuraba un tercer oficial del buque, que siempre se había envanecido de su éxito con las pasajeras.

Esta vez no sucedió así. Poco antes de que el vapor de Nueva York llegara al istmo, el oficial procuró aumentar su ardor, ayudándose con alcohol en abundancia. Lo que hizo o intentó hacer a la joven rusa, no se supo jamás. Pero fuese lo que fuere, le ocasionó una catástrofe. El gigantesco Piotr, que solía andar cerca de la muchacha, asió al oficial entre sus brazos de oso y le rompió las vértebras.

El incidente creó sensación. Celebrose una investigación en la cámara del capitán, pero nada se le hizo a Piotr. Aquella historia acompañó a los viajeros a través de la ruta de los Argonautas hasta la ciudad de Panamá, por vía de advertencia a otros admiradores. Empero sobrevino un nuevo incidente.

Un impetuoso oficial colombiano se enamoró repentinamente de la belleza rusa tal como Marina la simbolizaba, y cuando el otro protector de la muchacha, Pavel Suchaldin, intervino, el militar tiró de la espada y le agredió. Aunque poca gente parecía saber lo sucedido, se aseguraba que se había reñido un breve duelo. Usando su bastón como estoque, el barbudo ruso desarmó a su adversario, lo apaleó implacablemente y lo llevó a presencia de su superior, que le mandó encerrar con grilletes en los pies. Rumoreábase que Suchaldin había sido oficial de la Guardia Imperial y que manejaba muy bien la espada.

Nunca se supo si fueron sus palabras o el oro extranjero lo que le salvaron de complicaciones. Lo que en general se admitía era que él y su hermanastro, el corpulento Piotr, eran hombres de acción y no toleraban que se molestase a las mujeres que los acompañaban. Así, durante la última etapa del viaje aquel deslumbrante grupo había sido tratado con circunspección y profundo respeto.

Claro que todo ello no acallaba las murmuraciones, ni satisfacía la devoradora curiosidad de esos anhelosos ánimos para los que los encantos femeninos constituyen una preocupación y una tortura constantes.

A la sazón la gente empezaba a desfilar despidiéndose y deseando venturoso viaje a sus camaradas de travesía. Sus palabras se dirigían a la condesa, mas los ávidos ojos masculinos se fijaban en la joven Selanova.

—Adiós y buena suerte, señora.

—Adiós, señor. Lo mismo digo.

—¿Se proponen instalarse en San Francisco?

—No hemos hecho planes —respondió la condesa, que no hablaba el inglés con la misma facilidad que la muchacha.

—¿Piensan montar un negocio? ¿Abrir algún establecimiento? Tengo entendido que aquí existen grandes oportunidades.

—¿Qué quiere decir?

—Que hay grandes oportunidades para el capital Los beneficios son rápidos. Todo el mundo se enriquece. Apuesto a que una partida de buenas prendas de mujer, hechas en París, se vendería como si fuesen churros calientes.

—¿Churros calientes?

—También prosperan bastante las fondas. Un buen restaurante, de cocina extranjera, sería una mina de oro. Claro que habría que poner alfombras encarnadas, candelabros y el cubierto a diez dólares por cabeza.

—¿Sí?

—Sí, señora.

—Permítame ayudarla a llevar el equipaje. Me llamo Henrv Hawkins. Aun ignoro dónde me alojaré, pero procuraré mantenerme en contacto con ustedes, y si en algo puedo servirles…

—Es usted amabilísimo. Adiós. Y que tenga usted muy buena fortuna.

Así presentaban sus respetos la mayoría de los hombres. Las mujeres, harto suspicaces y desconfiadas de las apariencias, apenas hablaban.

Fue algo satisfactorio abandonar el buque, engolfarse entre el gentío y avanzar, entre tumbos y traqueteos, ciudad arriba, mientras los cascos de los caballos del veloz carruaje salpicaban de lodo a los transeúntes.

El Hotel Occidental era muy limpio y lujoso… y estaba muy lleno. Pero tras una conferencia entre el dueño del hotel y Pavel Suchaldin, éste consiguió una serie de habitaciones en las que se instaló el grupo de los moscovitas. Esto ratificó el aserto de la condesa de que en América el dinero obra milagros.

Una vez alojadas las personas a su cargo, Pavel se separó de ellas y regresó al puerto en busca del barco ruso cuyo pabellón intentara encontrar, al arribar, tan ansiosa e infructuosamente.

En el saloncito Lily y Piotr abrían los equipajes. Marina, ante la abierta ventana, absorbía literalmente los sones y perspectivas de aquella desconcertante ciudad. La condesa se había reclinado en un diván, con los ojos entornados. Mas de -pronto se incorporó, con una exclamación de sobresalto, cuando tras un vigoroso golpe, la puerta se abrió para dar paso a un desconocido.

Era un hombre calvo, recio, cuidadosamente afeitado y mucho mejor vestido que los demás clientes que llenaban el vestíbulo del hotel. Llevaba la camisa y el chaleco rameado, de color de tabaco, impecablemente limpios, y sus botas brillaban tanto como el sombrero de copa que sostenía en la mano. Habló en una voz bronca, entre cordial y afable:

—¿La señora Vorachilov? Soy el concejal Akers. Sam Risueño Akers. O Risuencillo para mis amigos. Dirijo la taberna y casa de juego llamada «Eldorado». ¡Bienvenidos sean ustedes a San Francisco, la reina del Pacífico! Como uno de los padres de la ciudad me place saludarla, señora, y saludar a sus jóvenes compañeros.

Mientras hablaba cruzó la estancia y estrechó vehementemente la mano de la condesa. Emanaba de él una especie de fluido magnético que llenaba el salón y lo señoreaba. Sin reparar en el murmullo de incomprensión de la condesa, prosiguió jovial :

—Es usted hermosísima, condesa, y su beldad ornará nuestra metrópoli. Cuando la vi a usted abajo, me dije : «Risuencillo, esa dama de las piedras preciosas es de lo mejor que hemos tenido». Y piense que por aquí han desfilado las primeras mujeres que han engalanado la vida nocturna de Filadelfia y Nueva York. Así, repito, me dije : «Risuencillo, en bien de nuestra ciudad has de procurar a esa dama un buen comienzo. Necesita los amigos oportunos, el local oportuno, la protección oportuna. De tal modo razoné: «De suerte que te necesita tanto, Risueño, Como la ciudad a ella».

El señor Akers dirigió sendas reverencias a todos los ocupantes del cuarto. Todos permanecieron silenciosos, porque todos, menos Marina Selanova, entendían el inglés poco y mal para darse cuenta de las palabras del interpelante.