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Magnifica era su gesta al desafiar todas las restricciones. Había afrontado la ira de la Rusia imperial. Y cualquier día sería capaz de entrar en Sitka, trepar audazmente el Keekor y exigir la entrega de la mujer a la que amaba.

Aquella convicción la estremecía y aterrorizaba hasta el extremo de que siempre que veía una vela ajena en el horizonte su corazón latía fuertemente, o comenzaba a fallarte hasta que la suspensión se resolvía en una mezcla de alivio y desilusión.

La primavera sobrevino pronto en Alaska. Según iban alargándose los días, el ardoroso sol y los húmedos vapores hacían retroceder las nieves hacia las cumbres de las montañas. Toda planta que crecía en la terraza medraba con esplendente vigor. Estallaban los capullos, abríanse las flores de la noche a la mañana, llegaban las aves y aparecía el salmón en los ríos. Tierra y mar parecían regocijarse en proclamar su esplendidez. Porque era todo gloria en primavera, y en el curso de sus prolongados crepúsculos desplegábanse las opulencias de un cielo sin igual.

Era entonces costumbre organizar meriendas colectivas, en las que abundaban el caviar y el champaña, o realizar excursiones a lo largo de islas boscosas que parecían pensiles suspendidos sobre mares de siempre cambiante belleza.

Un atardecer sobrevino por el oeste un barco de vapor. De su chimenea partía una negra humareda que se recortaba sobre los suaves matices, dorados y cobrizos, del cielo.

Se trataba de un barco de tres palos, evidentemente procedente de Siberia. Aquella arribada colmó a la ciudad de excitación.

El gobernador Vorachilov, un tanto conturbado, llamó a Marina y a la señora Selanova. Y los tres descendieron juntos a la orilla del mar y se mezclaron al gentío que hacia allá se dirigía.

—Evidentemente —dijo el gobernador— algún dignatario nos honra con su visita. No sé quién será. Y lo que más me extraña es que no se haya notificado su llegada, para prepararle adecuada recepción y los oportunos saludos.

—¡Oh! —exclamó la señora Selanova—. Un gran personaje debe ser el que llega, a juzgar por su séquito. Gracias a Dios, recibiremos noticias de nuestro país. Pero ¿qué te pasa, Marina?

El hombre que llegaba a bordo del buque era, en efecto, un personaje. En medio de un brillante grupo de hombres de uniforme congregados en el puente del buque, los despejados ojos de la muchacha habían distinguido una figura tan familiar como poco agradable para ella.

—¡El príncipe! —jadeó, asiéndose al brazo de su anciano tío.

—Es verdad —convino él—. Observo que te sigue como un mozalbete enamorado. Y tú… ¡tú te estremeces al verlo! ¿No es posible que vuelvas en tus sentidos?

La Selanova respondió, conteniendo la respiración:

—Marina aborrece al príncipe. ¡Y no le faltan motivos! Al fin y al cabo, tú, primo, eres jefe supremo aquí. No estamos en Rusia. Por lo tanto tendré un placer en expresar al príncipe la opinión que me merece su desvergüenza.

El general atajó enérgicamente:

—No harás nada de lo que dices. Como miembro que sois de mi familia, os exhorto a Marina y a ti a que recibáis al príncipe con la mayor cortesía.

Y se apartó para hablar con el comandante de guardia. Necesitaba asegurarse de que el desembarco del príncipe fuera presidido por tantas ceremonias y formalidades como la corrección y las circunstancias imponían.

Así, cuando el príncipe Petrovsky puso el pie en Alaska, fue debidamente acogido por el gobernador y su plana mayor. Entre tanto los cañones de Keekor prorrumpían en salvas, los soldados permanecían en posición de firmes y la gente civil lanzaba vítores.

Todos vieron que el príncipe era un hombre más que maduro, con la barba cuidada y unos pétreos ojos rodeados de bolsas. Movíase con dignidad y compostura y era su voz profunda y resonante. Nadie pudo dejar de dudarlo cuando le oyeron dirigirse a la sobrina del gobernador y exclamar:

—¡Marina! ¡Qué placer tengo en encontrarla! Así puedo cerciorarme de que se halla en salvo.

Se inclinó, besó los dedos de la joven y, volviéndose, hizo la presentación de su amiga a otras personalidades.

Algunos de los mirones se preguntaban por qué la condesa se hallaba tan pálida y demacrada. No era cosa de todos los días el que un príncipe hablara a Marina por su nombre de pila.

9

A raíz del descubrimiento de los criaderos de focas, únicas tierras que aquellos animales tocaban en su vida, se hicieron muchos esfuerzos para guardar secretos los lugares donde radicaban, porque en aquellos días los contrabandistas rusos cometían tantas depredaciones como los de cualquier otra nacionalidad.

Pero el secreto no pudo mantenerse por más tiempo que el de los yacimientos de oro de California. Las rivalidades y la codicia de los primeros mercaderes hubieron de ser refrenados y fiscalizados mediante la creación de la Compañía Ruso-Americana que, respaldada por el Emperador, venía a ser una entidad del mismo tipo que la Compañía Inglesa de la Bahía del Hudson.

Los elegantes sombreros de copa de las gentes distinguidas de Inglaterra y el elevado precio de las pieles de castor condujeron a las exploraciones y engrandecimiento del Canadá. Análogamente, el orgullo de los nobles rusos y la vanidad de sus mujeres motivaron el que los moscovitas se enseñorearan de las vastas extensiones de Alaska. Mas aquellos dominios se administraban sin inteligencia, empezando porque las nutrias marinas fueron prácticamente exterminadas. Después los indígenas, en cuya habilidad para trabajar las pieles se fundaba la industria peletera, fueron reducidos a un mísero estado de pobreza y servidumbre. En aquellos días rara vez se trataba con tacto y previsión a los pueblos primitivos. Los cosacos y la soldadesca siberiana que actuaba entre Wrangel y Attú eran gentes rudas, pero las fuerzas armadas de otras naciones coloniales no les iban a la zaga.

Una vez que el fabuloso valor de las islas de las focas quedó demostrado, se montaron factorías en San Pedro y San Jorge, y los habitantes de la comarca se hallaron reducidos prácticamente a una servidumbre involuntaria.

Aquellas regiones eran poco gratas para vivir en ellas. El clima de las Aleutianas es terrible, y el de las Pribilov peor. Los mal equipados, mal pagados y mal nutridos desterrados habían de esconderse bajo tierra para evadirse al rigor de las tormentas que en invierno azotan, con huracanada violencia, tales parajes. En las frías islas no había árboles, y por lo tanto sólo el calor de las lámparas de aceite de foca y el calor animal evitaban la muerte por congelación.

Durante el breve verano las pobres gentes vivían bajo una continua y goteante capa de niebla y lluvia, con el resultado de que si el sol brillaba, por ejemplo, un día de cada diez, ello no servía sino para agravar los sufrimientos de todos. Lo más común era que se les hinchasen las gargantas. Cundían las enfermedades y el promedio de la vida humana era corto. Nadie sentía afecto al Zar ni a sus representantes.

Jonathan Clark había explotado esta situación, reforzando la tripulación de su buque con amigos o parientes lejanos de Jos insulares.

Cuando él y su heterogénea cohorte se acercaban a la playa de San Pavel una mañana de últimos de junio, cualquiera que les acompañase diría que se encaminaban a una tremenda e invisible catarata. Un Niágara de gruñidos los envolvía, porque los rebaños de focas sumaban unos cinco millones de animales, y todos, en la época de celo, suelen bramar y chillar.

Cada criadero propiamente dicho tiene una determinada extensión y se halla separado de los otros por zonas de playa abierta destinadas a las focas jóvenes y sin hembras. Así ninguna región de la costa se halla menos poblada que la otra. Son las focas jóvenes las principales víctimas a las que arrancan los cazadores sus pieles.