Imposible sería describir el tumulto que aquellas bestias promovían. Los vigilantes machos rugían y silbaban sin cesar; una multitud aun más vasta de hembras gemía llamando a sus cachorros; y éstos lanzaban plañideros gritos. Y era lo más notable que tal clamor no cesaba ni de día ni de noche.
Los polígamos machos eran muy combativos, pero la incomparable congestión y la estrecha compañía hacían a las hembras y las focas jóvenes en general ser tan mansas y confiadas como perrillos falderos.
Manadas de foquitas acompañaban, pues, a los botes de desembarco, pirueteando alegremente, casi al alcance de los marineros. Sacaban la cabeza del agua, elevaban el cuerpo y parecían soltar risillas destinadas a los visitantes. Después se sumergían y ejecutaban caprichosas cabriolas y saltos, sin interrumpir sus risas guturales, como si se hallasen enormemente divertidas.
Una costa baja y rocosa emergió al fin entre la bruma. Era palmario que la goleta había tenido la suerte de encaminarse directamente a una región poblada de criaderos.
—Al oeste se halla la caza —informó Clark a sus tripulantes— Uno de los aldeanos nos la ha enseñado. Aunque el cazadero parezca pequeño en la orilla, siguiéndolo se llega a una enorme extensión cubierta de focas. Procuraremos no molestar a los machos y buscaremos los demás animales. Y el indígena que dije ha ido a advertir a los suyos de nuestra llegada.
—¿Podremos confiar en ellos, Jonathan? —preguntó un marinero.
—No tardaremos en saberlo. Al menos esta gente tiene más motivo para apreciarnos que para apreciar a los rusos. Por lo visto, y según el indígena, el principal cazadero se encuentra una milla más allá, cerca de la bahía de los Ingleses.
—Demasiada proximidad es ésa —apresurose alguien a decir—. Pero si la bruma se levanta podremos regresar a bordo y hacernos a la mar antes de que los rusos leven el ancla.
—Suerte tenemos —apuntó otro marino— en que el barco ruso que ahí está anclado sea un velero. Mucho corre el «Hermana Peregrina», pero no puede rivalizar con un vapor. —Y agregó, soltando una risa nerviosa—: Debiera promulgarse una ley prohibiendo a los extranjeros el uso de vapores.
El criadero que las embarcaciones costeaban estaba tan hacinado, que apenas quedaba paso entre los diferentes grupos familiares. Cada macho custodiaba celosamente el harén de hembras que lo rodeaba. Su dominio no solía pasar de diez pies en cuadro, pero hallábase protegido por la furia y fuerza de su posesor. Tanto era el celo y el temor de cada uno, que rara vez gozaba ninguno de una hora de paz.
Aquellos provectos monstruos tenían la costumbre de pelear unos con otros desde hacía muchos años. Durante las semanas anteriores a la llegada de las hembras, habían reñido fuertes combates para asegurarse un espacio propio. Y a la sazón mantenían una vigilancia sobre sus dóciles, pero casquivanas hembras. Sus cuellos, que aun ostentaban viejas cicatrices, sangraban a la sazón por las heridas recién abiertas.
Y de continuo seguían todos desgarrándose ferozmente hasta que la estación de la cría terminaba.
Una vez que cada macho de foca se instalaba en un lugar de la costa, ya no abandonaba su campamento. Ni comían ni bebían hasta que, conclusa la terrible prueba de tres meses, sumergían de nuevo sus debilitados cuerpos en el refrescante mar.
Aquellos patriarcas nunca permitían a los machos menores de seis años acercarse a sus dominios, con los cual los jóvenes habían de asentarse fuera del territorio prohibido. En desconsolados grupos, centenares y millares de individuos contemplaban a distancia la vida familiar que codiciaban tan anhelosamente. Repitamos que muy al revés de sus feroces mayores, esas focas eran mansas e inofensivas y se las podía guiar como a corderos.
Las barcas llegaron a una playa, llena de piedrecillas, que separaba los dos principales cazaderos. Los hombres desembarcaron. El angosto espacio que quedaba libre los condujo a una reducida meseta arenosa por la que corrían y jugueteaban millares de focas. Por aquel camino, no mucho más ancho que la calle de una ciudad, circulaban sin cesar, ondulantes, lentas y flexibles formas anfibias.
Apartábanse del paso de los expedicionarios sólo para reagruparse tras ellos y seguirlos. En cambio los conjuntos familiares mostraban muy moderado interés por los visitantes. Desde luego, los machos cercanos tosían y mugían, amenazadores, pero las pequeñas focas hembras no se movían apenas.
Los hombres de Clark llevaban garrotes, cuchillos de desollar y piedras de afilar. A todos les esperaba una ingrata tarea que había de poner a prueba su aguante hasta el máximo límite. Además habían de actuar con la mayor velocidad, si querían salir bien. Tenían a su favor el que los días, larguísimos en aquella estación, dejaban, incluso a medianoche, claridad suficiente para proseguir la matanza.
Ya los aleutianos que Clark dejara en la costa habían reunido un rebaño de varios miles de animales escogidos y procuraban mantenerlos juntos. Luego apartaron obra de un centenar y comenzó la matanza.
Tarea era ésta que no complacía a ninguno de los hombres blancos de Clark. En realidad, la odiaban. No resultaba empero más ominosa que la matanza de bueyes. Pero Jonathan Clark era el primero en considerar vil y degradante el entregarse al exterminio en masa de las inofensivas y asombradas criaturas que eran las focas. Pero en más de un sentido bien podía Clark lavarse las manos. Aquellos animales le interesaban profundamente y le hubiese complacido sobremanera permanecer con calma a su lado para estudiar sus costumbres. Mas el momento no era propicio para ceder a sentimentalismos ni debilidades. Mientras las mujeres se vanagloriaran de poseer costosas pieles y los jactanciosos hombres respaldaran su orgullo, las buenas y retozonas foquitas de dulces ojos habían de morir.
El trabajo comenzó a un ritmo acelerado. Alzábanse los palos y descendían, y los aleutianos acuchillaban y desollaban a los animales con la destreza dimanada de una práctica de toda la vida. Los marineros se dirigían a las embarcaciones agobiados bajo pesadas cargas de pieles.
El clamoreo que sonaba al Este y al Oeste continuó hora tras hora. En los intervalos en que se alzaba la niebla o la aclaraba el viento, ofrecíase a los ojos de los expedicionarios el pasmoso espectáculo de una ribera cubierta apretadamente de focas hasta perderse de vista. La enormidad de aquellas manadas, más adivinadas que percibidas, reducía a insignificantes proporciones, relativamente hablando, el estrago que causaban los hombres de Clark.
El Hermana Peregrina se hallaba junto a la costa. Sus botes, tremendamente cargados, se acercaban de continuo a la borda y retornaban vacíos.
Aquel día con su noche, y el otro con la suya, prosiguió la tarea. Sólo cuando los hombres de Clark no podían sostenerse literalmente sobre los pies, se hizo el buque a la vela, dejando como recuerdo de su estancia una extensa zona cubierta de sangre y de miles de pequeños cadáveres despellejados sobre los que descargaba lentamente sus aguas el cielo gris…
* * *
El general Vorachilov estaba indignado. Aunque hombre ordinariamente benévolo y comedido, ahora se había entregado a una furia que pasmaba a Marina.
—¿Y para esto —gritaba— he pasado los mejores años de mi vida en un destierro? Soy un militar. Mi puesto estaba en Crimea. Allí podría haberme distinguido, y ¿quién sabe si mi presencia no hubiera influido en la evitación de ese humillante desastre? ¡Pero no! Tenían que destinarme a administrar una compañía y a sacar provecho del comercio de pieles de comadreja.
—Exageras en tu disfavor tu situación —reprochole la condesa—-. Este país es enorme y ha de mantenerse sometido por la fuerza. Tú eres aquí el brazo derecho de Su Majestad.
—¡Y ahora se envía al izquierdo para ver lo que hace el derecho! —replicó con sorna el general.