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Ocurría esta plática al día siguiente de la llegada del príncipe Petrovsky, y era el primer momento en que Marina había podido hablar a solas con su pariente. Después de una noche de insomnio durante la que la mente de la joven se había entregado a conturbadoras meditaciones, procuró buscar al general y preguntarle qué motivos justificaban la llegada del príncipe. Resultó ser que su misión consistía en repasar las cuentas de la administración de la Compañía e informar sobre ellas.

La explicación, suficiente para el gobernador, no satisfacía del todo a la joven. No acababa de convencerse de que un hombre de hábitos tan maliciosos e indolentes como el príncipe hubiera emprendido tan fatigoso viaje por una mera cuestión de rutina. No era propio de él invertir el tiempo en asuntos triviales.

—Puesto que el brazo derecho —observó Marina— ha trabajado bien, nada podrá decir contra él el izquierdo.

—No tengo la misma certeza. Mañana los peritos que acompañan al príncipe comenzarán a revisar nuestros libros de contabilidad. En los montones de cifras que repasen, ¿acaso podrán leer los pensamientos, las perplejidades, preocupaciones y cuidados que implica la administración de un país grande como un continente? Eso requiere explicaciones e interpretaciones. Cualquier inspector de cuentas, con malicia en su corazón, sería capaz de embarullar los libros de San Miguel y probar que el arcángel era un ladrón. ¿Acaso no quisieron desacreditar al propio Baranov? Sus cuentas eran justas y sus balances perfectos, pero con todo cayó en desgracia.

—¿Crees que Semyon viene predispuesto contra ti?

El general titubeó antes de responder:

—¿Cómo puedo creer semejante cosa? En los hombres de su rango se espera encontrar honor siempre, al menos en materia de negocios, si no en cuestiones del corazón. Acerca de lo último sé lo que piensas y no soy yo menos sensitivo al respecto que puedas serlo tú. En fin, tan sensitivo soy en todas las cosas, que me ofende la simple idea de una investigación.

—¿Te ha hablado el príncipe algo acerca de mí?

-—No. ¿Qué había de hablarme? Tú eres una mujer libre. El orgullo de Petrovsky le impediría confesar sus sentimientos, ni aun si persistieran. ¿Has modificado tu opinión sobre ese hombre?

—Ni en lo más mínimo. Lo tengo por un sujeto sucio, vil y mezquino. Si intentase rozarme un solo dedo, me apresuraría a romper en gritos.

—¡Vamos, vamos! —dijo el general, frunciendo el entrecejo—. No quiero tonterías femeninas. Has de mostrarte hospitalaria y cortés, aunque sólo sea para Complacerme. Confío en que sepas dominarte.

Las seguridades de su tío distaron mucho de tranquilizar a Marina. Así, sentíase colmada de inquietudes mientras se vestía aquella tarde para asistir a la recepción y baile en honor del príncipe.

La comida fue cosa formularia y poco animada. Por suerte los oficiales del séquito de Petrovsky rivalizaron en atender a Marina. Más tarde, empero, hubo de permanecer al lado de su tío y del príncipe para recibir a los ciudadanos distinguidos de la capital, Pareciéronle a la muchacha gente muy elegante. Y la estancia era hermosa, con sus altos techos, sus paredes de elevados zócalos de cedro, sus espejos, sus rojas tapicerías de seda, sus grandes candelabros de bronce y sus retratos del emperador y la emperatriz.

El príncipe, por supuesto, bailó con Marina la primera danza y la joven se sintió aliviada cuando lo oyó referirse a la clandestina escapatoria de San Petersburgo como un mero infortunio personal, al que Petrovsky se había resignado hacía tiempo. De manera que no lo tomaba como una afrenta…

—Celebro escuchar solamente la cortés expresión de su disgusto. Esperaba algo peor —dijo Marina.

—¿Pues qué? ¿Acaso reproches? ¿La satisfaría más que fingiera un insoportable dolor o una falsa ira?

Marina rió.

—No, no. Ninguna de ambas cosas me complacería, aunque fuesen auténticas.

—Mi admiración y mi aprecio por usted son tan profundos como siempre, Marina. Pero soy demasiado viejo, demasiado experto y demasiado filósofo para correr detrás de lo inalcanzable. Tengo muchas otras cosas fácilmente conseguibles. Admiro su independencia de espíritu, aunque lamenté su falta de valor al no hablarme francamente y explicarme sus sentimientos hacia mí.

-—Hace falta mucho arrojo para ser francos con una persona de su posición, príncipe. Además, me disgusta hacer sufrir a los demás. Francamente, acaba usted de elevarse mucho en mi estimación.

—¿Sí? No será por mi resignación estoica, asaz propia de un hombre maduro.

—No me refiero a eso. Lo que admiro es su abnegada devoción al Zar.

Petrovsky miró a su compañera sin comprenderla. —Sí —siguió ella—, porque es casi un acto de heroísmo el que un hombre tan amante de los placeres como lo es usted, emprenda tan terrible viaje con tan trivial propósito.

—¿Trivial? —repitió el príncipe, enarcando las cejas.

—El Zar conoce tan perfectamente como usted que Iván Vorachilov es un hombre íntegro. Me sorprende que Su Majestad expida a un hombre de la importancia de Petrovsky a tan larga distancia para ejecutar la mera formalidad de comprobar unas cifras. Así la prontitud de usted al venir y perder su valioso tiempo revela la profundidad de su abnegada devoción.

Petrovsky contempló a su encantadora compañera con avivado interés.

—Tiene usted un intelecto tan notable como su belleza. La hermosura rara vez coincide con el talento. Pero la verdad es que mi misión se extiende a algo más que a revisar las cuentas de su tío. Traigo el encargo de resolver ciertas disputas fronterizas entre nuestro país y el Dominio del Canadá.

—-Eso ya se halla más a la altura de su capacidad y rango. ¿Está mi tío enterado de ello?

El príncipe se encogió de hombros con indiferencia.

—¿Por qué confiarle nada hasta que pueda serme útil? Yo siempre me muevo despacio y a mi manera, pero con certidumbre.

—Gracias por haberme convertido en su confidente. ¿Puedo hablar a mi tío?

—-Si quiere, sí. Pero ¿para qué, si él nada ha preguntado y lo sabrá todo a su debido tiempo? Tiene usted harto talento para eso. Es lástima que una joven de su inteligencia y encanto se resigne a vegetar en estas soledades. Podría usted tener un gran porvenir, Marina.

El príncipe no volvió a bailar con la muchacha. Ella lo celebró, porque seguía mirándolo con la misma aversión que en San Petersburgo. Su taciturnidad, su dominio de sí mismo, la llenaban de inquietudes agravadas por la certeza de la continuidad de su presencia.

¡Disputas fronterizas! No era esa la razón del viaje de Petrovsky.

SEGUNDA PARTE

10

El Hermana Peregrina anclaba en la bahía de la Decepción. Había desembarcado a los cazadores aleutianos y cruzado el estrecho de Unimak. Era aquélla la primera oportunidad que se le ofrecía al buque para terminar de salar, preparar y embalar su cargamento de pieles. Además necesitaba repostarse de agua dulce, porque sus barriles se hallaban vacíos.

No lejos de la nave fondeaba otra: el Isabel, mandada por el español José Ramírez. La tripulación estaba compuesta de portugueses. Al divisar la embarcación de Clark, José se había puesto a voz y seguido a su compañero.

Cuando dos piratas de las pieles se encontraban, lo que no sucedía muy a menudo, intercambiaban o fingían intercambiar informes acerca de los cazaderos y del peligro que podían encerrar las próximas patrullas rusas. De suerte que aquellas entrevistas se caracterizaban por algo muy distinto a la franqueza, porque cada uno de los interesados procuraba afianzar el propio beneficio sin beneficiar apenas a sus camaradas de profesión.