Tan cerca había anclado Ramírez del Hermana Peregrina, que pudo ver cuanto sucedía a bordo de ésta. Así, era inútil negar nada cuando el capitán español pasó a bordo.
Al fin y al cabo las pieles de foca en tanta abundancia sólo podían tener una procedencia. Y al reír al venturoso contrabandista, José estalló en admirativas expresiones:
—¡Qué afortunado es usted, Clark! Diez días he pasado en Cook Inlet, y ¡con qué resultado! ¿Quiere que trabajemos juntos?
El español José nunca había llegado hasta las Pribilov. Ello le constaba a Clark, quien dudaba mucho de que jamás aquel sujeto osara emprender semejante viaje. Él y sus hombres eran lo bastante valerosos para acometer cualquier empresa, pero trataban tan mal a los indígenas que no les cabía confiar en ellos. José no negó ese hecho cuando bajó a la cámara para tomar unas copas.
—El negocio se ha ido al diablo —declaró—. Las nutrias marinas han desaparecido casi y los diablos indios se han tornado demasiado sabihondos. Cottonmouth concordó con el capitán.
—Cierto. Tratar a los indios como a seres humanos disminuye los provechos.
—¡Claro! Hay demasiadas iglesias. Y hasta en algunos lugares tienen escuelas. Con lo cual no hay indio que no conozca el valor real de las pieles. ¡Y mejor que nosotros! Saben también el valor de la harina, de los anzuelos y de todo.
—Los ídolos de los paganos son de oro y de plata —observó Cottonmouth—. Y el Señor nos los ha concedido para entregárselos como despojos.
—¡Los sacerdotes tienen la culpa! —exclamó José. —Ellos echan a perder a las mujeres. Ya no hay manera, por culpa de ellas, ni de medio emborrachar a los hombres.
Cottonmouth asintió, como quien se hace perfecto cargo de las cosas.
—Explica la Biblia: «El que se embriaga siente el deseo de proseguir continuamente absorbiendo la bebida pagana y acaba olvidando lo que es». En consecuencia conviene emborrachar a la gente y mantenerla siempre borracha. Pero si en cambio se retira el licor a los indios, ¿qué les queda? Salvo su salud, nada. De suerte que si no se hace algo para contrarrestar la influencia de los misioneros, pronto ,no habrá en estas costas un mal mestizo dispuesto a tripular una barca.
Ramírez rió dubitativamente. Clark dijo:
—Tiene usted la suerte de no llevar como segundo de a bordo a un condenado predicador. Y sin embargo, los indios se emocionan oyendo las palabras que éste les dirige en nombre de Dios. ¿Ha hallado usted algún barco ruso en el mar de Behring?
—Uno en las islas, pero la bruma nos favoreció. Y usted, ¿ha sido afortunado?
—Bastante —respondió Clark, pareciendo complacerse en su sinceridad.
—¿Piensa usted seguir fondeando aquí? —inquirió José.
—No. Nos proponemos zarpar al rayar la aurora.
—¿Rumbo a San Francisco?
—Todavía no. Hemos de realizar algunos asuntos un poco más al Este.
—Pues yo levo el ancla esta noche —manifestó Ramírez, tornando a llenar su vaso y procurando seguir satisfaciendo su curiosidad mientras bebía.
Cuando volvió a hablar se expresó en términos de la mayor buena voluntad y la más efusiva admiración.
Y partió al fin.
-—Si hay un hombre que merece lo mejor que una cárcel puede ofrecer, es ese —dijo adustamente Cottonmouth.
Los asuntos que tenía que resolver Clark en el Esté no eran imaginarios ni corrientes, sino que se referían a su piloto Ogeechuk. Como en la bahía de la Decepción no había misionero alguno, el joven había pedido a Clark que llevase a Ahgoona a bordo de la nave, a fin de encontrar a alguien que se prestara a oficiar la ceremonia matrimonial tan largo tiempo aplazada.
Clark se apresuró a acceder. Por consecuencia, el enamorado piloto hubo de desembarcar para realizar sus preparativos.
Muy entrado el anochecer él y Ahgoona pasaron a bordo llevando consigo todas sus pertenencias. La joven había empaquetado sus valiosos regalos y sus escasos enseres domésticos, y los metió luego en la bidarka de Ogeechuk, en la que iban también las trampas y demás equipo cinegético del piloto. Sus arpones y lanzas se hallaban atados a la borda de su barquichuelo. La canoa y su contenido fueron izados a bordo y distribuidos oportunamente. Después Cottonmouth invitó a la pareja a cenar con él a medianoche.
Clark se alejó, dejando al trío discutir el lugar donde sería más verosímil encontrar un sacerdote.
Podía ocurrir que tuviesen que navegar hasta Seldovia, pero ello no le preocupaba a Ogeechuk. Ahgoona, aunque menuda y de poco talle, era, según él garantizó, una excelente remera. Los dos volverían, con toda seguridad, sanos y salvos.
—.¿Y por qué volver? —preguntó el segundo-. Un lugar vale tanto como otro.
—Yo pertenezco al poblado de Ahgoona —manifestó el piloto—. Yo he contribuido a engrandecer ese poblado.
—Ya, ya… El ardiente enamorado… El macho de las focas en la época del celo… Pero puedes engendrar hijos donde quiera que te encuentres. No veo por qué has de exponerte a los riesgos de un viaje de retorno.
—Hace mucho yo habitaba en un lugar muy vasto —explicó el indio—. Sus habitantes comían ballena todos los días. Llegaron luego los soldados rusos y hubo mucha pelea. Ahora apenas queda gente allí, todos son pobres y todos están enfermos. Vivir así no merece la pena. Os he acompañado a ti y al capitán a san Francisco en vuestro último viaje. He visto cómo viven los blancos. Los blancos no están siempre enfermos. Yo soy rico. De modo que pienso instalarme aquí y vivir en mi país como los blancos en el suyo. No quiero tener hijos enfermos. Los aleutianos empezarán a vivir como vivirá Ogeechuk. Todos lo pasarán bien.
Cottonmouth reflexionó un momento y luego dijo:
—Me quito el sombrero ante ti, hermano. Lo que te propones es loable. Ahgoona y tú podéis desarrollar algún trabajo misional. Pero oídme: casaos primero y venid a San Francisco con nosotros. Que tu mujer conozca lo que tú has conocido, antes de volver a vuestra aldea. Deja de dedicarte al saqueo y abandona la compañía de hombres como Jonathan y como yo. ¿De qué te serviría tener un hogar limpio y honrado si no habías de vivir dentro de la Ley? Yo te adquiriré una balandra con la que puedes hacer los viajes cortos que te parezca bien. ¡Demonio! Por primera vez en veinte años me siento rebosante de virtud.
Clark, advirtiendo el entusiasmo de Cottonmouth, sonrió. Se sentía soñoliento. ¡Qué grandísimo mentiroso era su segundo!
Hacía una hora que venían sonando voces gruesas y fuertes juramentos a bordo del Isabel. En aquel momento se percibió el crujido metálico de su cabrestante. Al parecer José, el español, zarpaba.
Poco después el vigía del Hermana Peregrina gritaba:
—¡Ohé! Poned el timón a estribor. Si no, vais a tropezar con nosotros.
Respondió al aviso un tremendo clamor de aullidos y pisadas. Saltando de su litera, Clark echó mano a sus calzones. Si José el español tenía toda la amplitud de la bahía para maniobrar, ¿qué cosa podría obligarle a no obrar a derechas?
El griterío se aproximaba. Prodújose un choque que hizo perder el equilibrio a Clark. Oyó a Cottonmouth y al segundo piloto correr por las escalerillas, hacia cubierta. No tenía tiempo para ponerse las botas, y así salió, descalzo, al puente a punto de ver los talones de Ahgoona avanzando en la oscuridad.
Por todas partes reinaba confusión, rumor de pies, ruidos de roturas, grandes voces… Sin duda el Isabel había cogido de mala manera la marea al alzar el ancla y, al izar las velas, José o su piloto debieron de calcular mal la velocidad del buque. ¡Condenados borrachos! La tripulación portuguesa de José aullaba a voz en cuello.
Mas el sonido de aquellas voces dio a entender a Clark que el choque de ambos buques no era casual solamente. Y no se sintió sorprendido cuando comprendió la situación. Al este se levantaba una densa niebla, pero de cerca había claridad suficiente para columbrar bien las cosas.