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Las dos naves estaban muy juntas, mas no todo se reducía a eso. Al parecer, el choque había lanzado a la mitad de los tripulantes portugueses sobre la cubierta del Hermana Peregrina. Y sobre ella seguían afluyendo aún desde proa y desde popa. Todos iban armados con sus palos foqueros. Arrojáronse sobre los tripulantes de la goleta cuando éstos salían de sus sollados.

Cottonmouth, por una vez sorprendido sin sus armas, emprendió una desesperada lucha que no debía durar más que unos segundos, porque eran muchos los que le atacaban.

Clark notó aquella y otras cosas en menos tiempo del necesario para decirlo. Casi inmediatamente fue asediado por todos, pero eludió la arremetida corriendo ágilmente hacia la toldilla. Celebró entonces ir descalzo, porque ello le permitía más agilidad para atacar a los individuos que cercaban a su piloto. Lanzose sobre ellos dando puñadas, y el tirarse desde arriba le concedió la ventaja de que sus doscientas libras de huesos y músculos contribuyeron a poner en momentánea fuga a los agresores.

Levantose a tiempo de esquivar un fuerte golpe. Arrancó el garrote de manos de su propietario y lo esgrimió con ira.

Cottonmouth yacía tendido sobre el puente. Asiéndolo por el cuello, Clark lo apartó de allí y lo arrastró hasta la relativa protección de la amurada. Después volviose para resistir otro ataque.

Entre tanto los marineros de Clark, comprendiendo lo que sucedía, emergían de los sollados de proa, empuñando palos y barras de hierro. Pero no cabía Juzgar del curso de la lucha a bordo del Hermana Peregrina, porque en su cubierta se libraba una desordenada batalla. Todo se volvía confusión y fiereza.

Seguramente José el español había persuadido a sus hombres de que ejecutaran aquel acto de piratería, asegurándoles que iban a tener así la ventaja de una completa y abrumadora sorpresa. Y si alguno albergaba dudas, una amplia cantidad de licor debía haber disipado sus incertidumbres. José debía dar por hecho que todo terminaría pronto y sin efusión de sangre, porque no hizo usar a su gente más que los garrotes, y no cuchillos ni arma alguna de fuego. Pero a la sazón José comprendió la necesidad de proceder enérgicamente.

No habiendo logrado atajar a Clark Cuando éste surgía de su cámara, ganó el lugar desde el que su atacado había salido y desde aquella posición de ventaja intentó matarlo a tiros. Dominando el vocerío ordenó a sus tripulantes que se diseminaran. No quería herirlos.

Una voz de Cottonmouth advirtió a Clark, quien se apartó a tiempo de ver el fogonazo del revólver de José y oír la detonación.

No sintió nada, mas un grito de Ahgoona le hizo temer que la joven hubiera sido herida. Así, desdeñando el peligro personal que corría, se precipitó hacia popa. Dos balazos más le largó Ramírez.

Clark no tuvo la oportunidad de combatir personalmente con el capitán extranjero, porque Ramírez murió súbitamente ante sus ojos en la forma más horrible que pudiera imaginarse. Tan tremenda, que espantó a cuantos la presenciaron.

Ogeechuk había oído un grito de Ahgoona en el momento en que ésta procuraba ponerse a salvo bajo la bidarka de su novio. Los que estaban cerca de él viéronle arrancar, con un crujido, su pesada lanza ballenera, atada a la chalupa. Un momento después la balanceó en el aire, como un arpón, y la lanzó con toda la energía de su recia musculatura. Voló el arma con la celeridad de una jabalina. Aunque el hombre a quien iba destinada la viera, no hubiese podido eludirla.

Jamás olvidó Clark el aspecto del capitán extranjero mientras intentaba débilmente arrancarse el dardo y se balanceaba, inseguro, antes de desplomarse desde el alcázar de popa hasta cubierta.

La furia de los atacantes se disipó rápidamente. La lucha podía darse por terminada. Casi tan diligentemente como habían abordado el buque de Clark, procuraron regresar al propio. Los demasiado confusos o malamente heridos fueron arrojados por la borda por los enfurecidos Hombres de Boston. Alguien extrajo la lanza del cadáver de Ramírez y arrojó el cuerpo del infortunado a las aguas de la bahía.

Los primeros tripulantes del Isabel que saltaron a bordo cortaron sus amarras. Moviose el buque, con las velas henchidas por el viento, y se alejó. Y así, entre gritos e imprecaciones, desapareció en el sombrío crepúsculo.

Fue Ogeechuk quien había disparado el dardo mortal, pero sin saber a punto fijo el papel que en el caso había desempeñado. Sólo se dio cuenta de la situación cuando advirtió que Ahgoona estaba herida. Entonces empezó a pedir socorro a voces.

—¡Lleva abajo a la muchacha, Cottonmouth! —mandó Clark—. Atiéndela en todo lo que puedas. Yo descenderé tan pronto como haya visitado a los muchachos.

Varios, en efecto, necesitaban atención inmediata. Muchos yacían en el suelo, en el mismo Jugar donde habían sido derribados. Otros se vengaban de sus heridas profiriendo blasfemias y palabrotas. Silas Atwater tenía un brazo fracturado. A uno de los Tucker le habían partido la nuca, y otros tenían en la cabeza sangrantes heridas que necesitaban inmediato cuidado. Pero por milagro no había habido pérdida de vidas.

El camarote de Clark se había convertido en enfermería. Aunque ni él ni Cottonmouth entendían gran cosa de cirugía ni medicina, aplicáronse a lavar y vendar las heridas, a refregar las contusiones y a enmendar las fracturas hasta tanto como alcanzaba su habilidad.

Poco pudieron hacer ya por Ahgoona. Nadie hubiera podido hacer nada tampoco. La jovencita parecía darse perfecta cuenta de ello. Transcurrido un breve rato, murmuró algunas palabras a Ogeechuk, que salió de la cámara para volver cargado con las galas nupciales de su novia. Los espléndidos chales, las cintas, las joyas de bisutería que ella nunca había usado ni en el futuro podría usar, venían envueltos en algodones. Los ojos de la muchacha siguieron a Ogeechuk mientras él desenvolvía paquete tras paquete, y todo lo tocaba con amantes dedos.

Uno de los marineros se dirigió a Clark.

—¡Esto es horrible, Jonathan! ¿No hay algún procedimiento para…?

Clark, con un gesto, le hizo callar.

Ogeechuk se inclinó sobre su prometida a fin de recoger sus últimos cuchicheos. Cuando alzó la cabeza tenia el rostro tan lívido como el de ella.

—Dice que va a morir —aseguró— y que necesita un sacerdote.

Reinó un profundo silencio en la hacinada cámara.

^Es triste morir así. Mi novia está asustada y me ha asustado a mí también.

Y Ogeechuk miró imperativamente a sus amigos.

-—Dile que no tema nada —indicó Clark.

El segundo piloto movió la cabeza.

—Es inútil. Tiene convicciones religiosas muy arraigadas y necesita un confesor. Precisamente está asegurando que no ha visto nunca a Dios. La pobrecita siempre ha vivido en tinieblas y le amedrenta la oscuridad.

—Lo que quiere esta muchacha —dijo alguien— es la absolución. Los creyentes dan mucho valor a eso y ¿quién sabe si, en el fondo no tienen razón de sobra?

—Si desea la absolución, la recibirá — declaró Cottonmouth.

Se secó las manos y se arremangó.

—No puedes hacer eso. No eres ni siquiera pastor protestante —razonó el que antes hablara.

—¿No puedo? ¡Un demonio! —respondió el piloto, frunciendo el entrecejo—. Casi lamento no haber casado antes a esa pareja.

Penetró en su camarote y salió vestido de predicador. Llevaba la levita abotonada hasta la barbilla, y sus manos sostenían un volumen chato, limpiamente envuelto en tela blanca. Al apartar aquella cobertura, el libro resultó ser una Biblia, que Cottonmouth procuraba sostener a cierta distancia de sus empecatados dedos, como seguro de que su contacto la contaminaría.

Dijo a Ogeechuk:

—Indica a tu amada que no tema, porque el Señor ha venido a bordo. Esta es la casa de Dios y yo soy su emisario.

El segundo piloto repitió el mensaje lo mejor que pudo. La gente se mostraba agitada y desazonada. Una voz dio aviso de la mascarada que se iba a representar.