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—¡No puedes hacer eso! Ni siquiera eres un buen protestante.

Cottonmouth hizo guardar silencio a los discrepantes.

—Humillemos nuestros corazones en presencia de la muerte. Hagamos que se regocijen en la tierna clemencia de Aquel que ve más allá de los engaños y está dispuesto a acoger en sus brazos a su hija. Es preciso que ella vaya a Él sin temor y serena, segura del invencible amor del Señor.

Cottonmouth colocose de manera tal que los ojos de la muchacha hubieran necesariamente de fijarse en él, y dijo al segundo piloto:

—Hijo, sostén las manos de tu novia entre las tuyas, porque la infeliz es muy joven y su espíritu flaquea.

Cottonmouth abrió la Biblia y empezó a leer. Mientras leía, los marineros cambiaban miradas entre sí. Los heridos cesaron en sus quejas y se quitaron los gorros, porque el que hablaba no era el hombre que ellos conocían. Su talante, así como la expresión de su rostro, habían cambiado. Los sustituían una dignidad, una sinceridad y una profundidad de sentimientos que lo envolvían como una toga. Hasta su voz asumía un sonido balsámico :

—«El Señor es mi pastor; nada me faltará. Yo os lo aseguro.

»Porque me hará pacer en verdes pastos y me conducirá al borde de las aguas quietas…

»Y aunque yo recorra el Valle de las Sombras de la Muerte, no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo, y tu cayado me guiará.»

Cottonmouth parecía hojear las páginas al tuntún, pero su familiaridad con ellas era tal que cada versículo sonaba claro y obvio a todos. En el lenguaje del predicador había una majestuosa elocuencia que encantaba a cuantos lo oían. La extática atención de los tripulantes rendíase ante la melodía de la voz del predicador, y el conjunto convencía a la moribunda de que aquellas heterodoxos ritos eran auténticos. Se trataba de un engaño sacrílego, pero bien intencionado, porque ello mitigaba la congoja de la joven.

Nadie sospechó que Cottonmouth pensara recurrir a la plegaria hasta que le oyeron decir :

—«Los cachorros de león padecen hambre, pero los que buscan al Señor no tendrán carencias. Escucha el clamor de quien ha pecado mucho ante tus ojos y presentándose malo ante ti».

Los ojos del predicador se cerraron. Los marineros cerraron también los suyos.

—«Justos son tus juicios, ¡oh, Señor!, y con equidad Tú la has afligido. Que tu bondadosa clemencia se ejerza en su favor. Haz descender tus gracias sobre ella.

»Suplicámoste que mires a esta niña, que es pura de corazón y no ha hecho ningún mal. Mas tus enemigos la han herido, cortándola en flor como a un capullo verde.

»No había en su ánimo culpa alguna. Sus alabanzas estaban siempre en su boca y su lengua entonaba los loores de tu justicia. Acógela, ¡oh, Señor!, bendícela con tu amor, como a la hija del rey, porque es internamente limpia; y es su vestido de áureo brocado.

»Te lo pedimos en nombre de los merecedores. Amén».

Cottonmouth cerró los dedos de Ahgoona sobre la joya que sostenían, y suavemente plegó sus manos sobre su pecho. Volvió a envolver la Biblia en su inmaculada cubierta y tornó a su cámara.

Los hombres, silenciosos, salieron y subieron la escalerilla.

11

—Presumo que juzgarás que le he jugado un mal tercio a la pobre chica —comentó Cottonmouth, enseñando los dientes en una desagradable sonrisa.

—No —repuso Clark.

Se había barrido el puente del Hermana Peregrina; los daños causados por la partida de abordaje habían sido reparados y el piloto descendió a la támara con evidente mal humor.

—Algunos compañeros juzgan que he cometido un sacrilegio. Dicen que ninguna cosa buena puede salir de ahí y que habremos de enfrentarnos con muy mala suerte.

—No veo sacrilegio alguno en ejecutar una buena obra, incluso bajo el amparo de unas barbas falsas —dijo Clark—. Nadie sino un tonto o un supersticioso ignorante hubiera visto nada anómalo en tu servicio. Y si se ha de decir la verdad, creo que no has falsificado el oficio de difuntos.

—La dotación piensa que he asumido sin derecho el papel de sacerdote y entiende que de la misma boca no pueden salir bendiciones y maldiciones.

Clark se encogió de hombros.

—He visto a través de un hombre. Por primera vez pude verle por dentro. Dime, Cottonmouth: ¿por qué abandonaste el sacerdocio?

El piloto vaciló antes de responder broncamente:

—¿Cómo se puede renunciar a lo que nunca se ha tenido?

Clark no se dejó convencer.

—No hay quien predique o lea la Biblia como tú a menos de que lleve dentro de él algo de que carecemos el resto de nosotros. Tú has dominado la Palabra con más maestría que nadie a quien yo haya conocido. Mas eso se refiere a la Palabra. ¿Qué me dices del Espíritu?

—La Palabra vive conmigo, pero el Espíritu ha mucho que me abandonó. No fingí el ministerio que ejercía; fue el ministerio el que se fingió ejercido por mí.

—¿Sí? ¿Y por eso te burlas de la religión?

—¿Qué debe hacer un hijo a quien su madre aleja de su lado? ¿Hablar bien de ella?

—No me digas eso, Cottonmouth. No puedes decírmelo después de lo que te he oído hablar.

—Puede uno amar a su madre y burlarse de ella.

—Pero no te burlabas. ¿Qué te ocurría?

—Mira: fui criado por una familia que cifraba su ambición en tener un hijo eclesiástico. Buenas personas. Me educaron con ese fin y yo me sentía entusiasmado y orgulloso, porque sentía la vocación hacia la que me arrastraban.

»No me faltaba despejo y la gente me vaticinaba un gran porvenir.

El piloto prosiguió:

—He dicho varias cosas que no pensaba decir y he hecho otras en las que no creía. Y me comporté tan extrañamente que mis auditores me enseñaron la verdad acerca de mí mismo. Por primera vez aprendí que yo no era quien creía ser. Mi verdadero padre había muerto en la calle, beodo. Mi madre murió… en un sitio peor. Como dice David: “Engendráronme en la iniquidad y mi madre me concibió en pecado”.

»Quizá sea posible vencer el mal que nace con un hombre. Pero no tengo la probabilidad de intentarlo. Me han arrojado de mi hogar, que era mi Iglesia, y por ello he injuriado de continuo a quienes lo hicieron, aunque me constaba que era lo único que razonablemente podían hacer.

»No es grato ver pudrirse el cuerpo propio por culpa de la mala ralea de los que nos engendraron. Y mi alma está ahita de los venenos que ha heredado. Llevo una señal de nacimiento que no puedo ocultar. ¿Te extraña que parezca un renegado?

»Tú, Jonathan, has hallado algo precioso e inobtenible. Algo que no osarás mostrar al mundo. Has visto aquello que odio y que amo. Se halla envuelto en una sábana blanca y es el sudario de Cotton Mather Greathouse.

* * *

El príncipe Semyon Petrovsky sabía hacerse agradable cuando lo deseaba, y precisamente aquella mañana estaba en la mejor de sus maneras. Se despedía por algún tiempo, para ver de conciliar la discrepancia fronteriza ruso-canadiense, que antes mencionara a Marina, y se había presentado en su cuarto para despedirse de ella. La joven lo recibió, dando por hecho que la visita sería breve y formularia, mas el príncipe se hallaba en un momento simpático y facundioso.

—No osaba abandonarla —dijo Semyon— sin agradecerle antes sus muchas cortesías y sin expresarle mi admiración por lo perfecta y graciosa que es usted como ama de casa.

—Cualquier ama de casa sería perfecta y graciosa con un huésped gentil y considerado —repuso la joven—. No disponemos de muchos medios de agasajar a nuestros amigos, pero…

—Pero usted sabe sacar partido hasta de lo más mínimo. Y no me ataje asegurando que ello ha de agradecerse a su tío. El asegura que el castillo, antes de la llegada de usted, era una leonera. Mas usted lo ha convertido en una hermosa habitación humana.