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—La prima Ana es una ama de casa muy experta.

El visitante movió la cabeza.

—No, no. La mano de usted se descubre por todas partes. Por ejemplo, en este gabinete, que refleja su personalidad y su inmaculado gusto. Es encantador. Exquisito. Me pareció, al entrar, hallarme en San Petersburgo.

Marina, sin poderse contener, repuso:

—¡Buen cumplido es ese, viniendo de quien conoce tantos gabinetes de damas!

El príncipe esbozó una leve sonrisa.

—Me he abierto camino hasta ellos porque soy un experto admirador de los encantos femeninos. El gabinete de una mujer suele ofrecer un compendio de su carácter.

—Lo mismo creo.

—Y un compendio —añadió el príncipe— acaso más revelador que su alcoba, porque pone al descubierto la parte íntima y la exterior de su personalidad.

La condesa rió.

—Es usted un desvergonzado, Semyon.

—Acaso. Cuando uno adquiere experiencia da cada vez menos importancia a la intimidad de una mujer, esto es, a lo que podemos llamar su encanto… clandestino. A la par los hombres maduros prestamos mayor importancia a sus atractivos externos, como por ejemplo, su tacto, sus gracias sociales, su inteligencia y su capacidad de persuasión.

»No se trata de que el hombre empiece a perder vigor, ni de que se encuentre harto. Imagino que sus impulsos entonces son dirigidos por el deseo de alcanzar influjo y satisfacer sus ambiciones.

»Llega un momento en que ese hombre no puede realizar sus deseos mediante sus esfuerzos propios, o al menos no tan de prisa como lo conseguiría con ajena ayuda.

»La admiro, condesa, porque posee usted las cualidades necesarias para asegurar el éxito de cualquier marido. Y conste, hablando con franqueza, que no me inclino mucho a admirar cosas que no me pertenecen. Puedo codiciar las propiedades ajenas, mas no les atribuyo su pleno valor hasta que son mías.

—Me da usted la impresión de que yo soy… un cuerno de la abundancia o una vaca de leche.

Brilló una chispilla divertida en las pupilas del príncipe Semyon, bajo sus gruesos párpados. No hizo comentarios directos. Respondió:

—Como iba diciendo, me parece una lástima que se malgasten tales y tan inapreciables talentos cuando podían aprovecharse con beneficio enorme. ¿Ha perdido usted todo deseo de volver a la patria?

—¡Por supuesto que no! Esta época del año es la más hermosa allí. ¡Oh, los lagos, las flores, el olor de las lilas! Crujen los carros de bueyes en los senderos campesinos, y en las anchas avenidas de la ciudad los caballos arrancan chispas al empedrado. Me encantan esos corceles de arqueados cuellos y de brillantes colas que besan el suelo. Los caballos me gustan mucho y no tenerlos aquí es lo que echo más de menos. Los nuestros me conocían y me seguían como falderos para que les diese terrones de azúcar v trocitos de zanahoria. Aún creo sentir en los dedos la impresión de sus blandos hocicos…

La condesa suspiró.

El príncipe dijo:

—En San Petersburgo se reanuda ya la vida corriente. Su Majestad incita a todos a que reparen los daños de la guerra. Ya llegan modas de París y Londres, las tiendas están atestadas y hay abundancia de dinero. Todo el que puede da reuniones. La Gran Duquesa Elena (que se interesa mucho por usted) ha iniciado una campaña en pro de que se establezcan nuevas mejoras sociales y de que se pongan en marcha grandes proyectos de cultura. Si usted la ayudara, ella se lo agradecería mucho.

Petrovsky mencionó otras amigas de Marina, explicando lo que hacían en la capital. Lord y lady Devon habían retornado a su casa de la avenida de los muelles del Neva, la esplendida calle petersburguesa bordeada de señoriales mansiones y palacios de grandes duques.

Describió escenas caras al corazón de la joven. El ancho río, entre sus paredones de granito, volvía una vez más a la vida, y al llegar el invierno se celebrarían fiestas sobre el hielo. Por el momento lo que resplandecía de animación eran los jardines de verano. Los niños de la aristocracia jugaban con sus niñeras francesas e inglesas y los tipos callejeros de más baja extracción voceaban en torno a la estatua del «abuelo Kryloff». La ópera era más popular que nunca y el ballet se elevaba a los pináculos del arte.

Jamás se había visto ciudad tan animada, excitante, interesante y satisfactoria como San Petersburgo. En ningún país del mundo, salvo en Rusia, ofrecía la vida tantas distracciones a los que tenían la suerte de poseer medios para sufragarlas, a los que vivían en el ambiente social adecuado para participar en ellas; y a los que gozaban de la cultura propia para saber apreciarlas.

Marina, viendo que el príncipe procuraba estimular sus sentimientos, confesó francamente su nostalgia.

Pero añadió:

—A pesar de eso, no puedo abandonar al tío Iván. Él me necesita y los dos nos hemos encariñado mucho. Alguna vez terminará su destierro, y entonces…

—Tal vez termine antes de lo que usted espera.

—¡Semyon! —exclamó alarmadísima la muchacha—. ¡No me diga que los puercos chupatintas han encontrado alguna irregularidad en la gestión de mi tío. No lo creeré, no…

—No he insinuado nada de eso.

—Respondo de la honradez de mi tío con mi vida. Sacrificaría cuanto poseo para defenderlo contra tal imputación.

—No lo dudo ni un momento. Pero la honradez en cuestiones económicas no es lo único que determina el éxito de un hombre en los asuntos coloniales. Tampoco lo es su capacidad para administrar una empresa semipública, como la Compañía Ruso-Americana. lista posesión ha sido fuente de serios gastos para el tesoro imperial año tras año. De hecho sólo Bairanov supo sacar provechos de aquí.

»No se trata, pues, de dinero, sino de cuestiones que implican el ejercicio de mucha previsión y sabiduría. Y cualquiera de las cosas que menciono están sometidas a opinión. Este país, en realidad, no es una posesión colonial propiamente hablando. Nunca se convertirá en un manantial de riqueza y carece de utilidad futura, ya sea política o de otra clase. Se trata meramente de una factoría de pieles que ha dejado de redituar. Podría convertirse en una buena colonia penal, pero ya tenemos una ideaclass="underline" Siberia.

-—Si todos los actos del gobernador van a ser sometidos a examen, ¿quiere usted decirme quién se encargará de ello?

—Está usted hablando con esa persona.

—¿Es usted infalible? ¿Tiene poderes para instituirse en juzgador? —inquirió audazmente la muchacha.

—Infalible, no —respondió Petrovsky.

Hablaba con cierto enojo. Continuó:

—De todos modos nunca osaría yo ejecutar una misión importante de cualquier suerte que fuera, especialmente en un paraje tan remoto, sin antes investirme de las adecuadas facultades para proceder con arreglo a mi opinión, sea razonable o errónea.

—Esa vaguedad me inquieta —confesó la condesa—. Séame enteramente franco, Semyon. Yo quiero mucho al tío Iván. Me consta que es honrado, concienzudo y…

—Y no muy inteligente.

—Y un fiel servidor del Zar. Lo mismo diré a Su Alteza Imperial en persona y estoy segura de que me creerá.

—Nadie duda de su sinceridad, Marina, ni de deja de apreciar su lealtad y afecto a su familia. Pero se precipita usted en las conclusiones. Estoy autorizado para destituir a su tío del cargo, con o sin otras razones que las mías. Puedo sustituirle en persona o por un delegado. No he dicho que me proponga hacerlo. En realidad, supongo que su tío está cansado de su cargo y que acogería con agrado a un sucesor, siempre que le dieran el reingreso en el ejército con adecuado reconocimiento de sus servicios. También a usted le gustaría volver a San Petersburgo y a mí me placería que lo hiciera, porque aquél es su centro. Yo podría, en ese caso, ser un útil amigo para los dos.

—¡No me diga que ha recorrido tanto camino a fin de efectuar una proeza de abnegación!

—Yo no efectuó proezas de abnegación —repuso el príncipe con calma.