Marina se puso lívida. No obstante su mirada serena no mostraba temor alguno.
—Habló usted de ser en ese caso «un útil amigo». Ello implica una condición no expresada.
—Substituya el «en ese caso» por «con mucho gusto».
—Sus mismas expresiones implican que, caso de no ser amigo, sería usted un implacable enemigo nuestro. Ya lo sé. Mas no me agrada, Semyon, verme presionada de tal manera.
El príncipe protestó alzando las blancas manos.
—El tío Iván —siguió la joven— también rechazará su oferta, Semyon. O lo destituyen de] cargo, o no lo destituyen. No es un siervo ni un tendero. Las facultades que usted posee para terminar la carrera de un hombre de manera ora deshonrosa, ora honorable, es cosa que debe usted utilizar de acuerdo con su conciencia. Mi personal orgullo no me llevará a intentar influir en su decisión, príncipe. Me limito a poner entera confianza en su integridad.
Si Petrovsky se sintió ofendido por aquella salida, no dio pruebas de ello. Dijo, por el contrario, en tono aprobatorio:
—Cada vez aumenta más la estimación que le profeso. ¡Son tan estúpidas las demás mujeres! Pero esa referencia a su personal orgullo, ¿no llega, en esta coyuntura, un tanto inoportunamente?
—No entiendo lo que quiere usted decir.
—No me proponía hablar de ello ahora, pero me han contado una divertida historia a propósito de una joven noble rusa, rica, culta y caprichosa, que desdeñó un espléndido casamiento previamente dispuesto para ella, y abandonando una brillante carrera social, vino a América sólo para enamorarse de un truhán extranjero.
El príncipe movió la cabeza en amable reproche.
—Perdone. Nada me extraña ya en la vida, ni siquiera me sorprende. Hartos disparates cometo yo para osar censurarlos en los demás.
Marina, con voz viva, replicó :
—Confieso que tal historia es muy idónea para agradarle a usted. Pero si esa mujer tenía suficiente energía para asegurar su independencia, también debe tener la suficiente para resentirse de las murmuraciones maliciosas.
—Eso desgraciadamente no se puede evitar, porque pocas personas advierten que los ídolos tienen los pies de barro. Con todo, cabe que tal historia siga a la tal dama hasta San Petersburgo.
—¿Y qué tiene que ver eso con los asuntos de mi tío?
—Directamente, nada. Si he mencionado el caso ha sido por la referencia que ha hecho usted a su orgullo personal. Pero conste que a menudo esa admirable cualidad se confunde con el engreimiento. Mas tenga la certeza de que no tomaré ninguna decisión maligna o mal considerada respecto al general hasta que usted y yo celebremos otra plática. Entre tanto piense usted en su porvenir, así como en el de su tío
Petrovsky se levantó, besó los dedos de Marina y dejó la estancia.
—¡Lo sabía! —exclamó Marina a voces, cuando se reunió con la señora Selanova—. ¡Lo sabía! Algo me advertía que el príncipe estaba aquí por asuntos propios y que su nombramiento era una simple pantalla.
Y expresó, en resumen, lo que Petrovsky le había dicho.
—¿Crees —dijo la Selanova— que Semyon se propone emplear a tu tío como un arma contra ti?
—¿Pues qué otra cosa se propone? ¿Podría emplear palabras más claras, dentro de su manera de expresarse? Semyon es un maestro en el arte de las evasivas y las sutilezas. Nunca revela todos sus propósitos, no expresa por entero cuanto siente y se limita a invocar espectros en las mentes ajenas. Luego se va y deja que esos fantasmas atormenten al cuitado en quien ha sabido infiltrarlos. Ello es mucho más eficaz que las amenazas.
—¡No habrá osado Petrovsky amenazarte! —exclamó la Selanova, trastornada ante tal idea.
—No. Ya te digo que no es ese su sistema. Prefiere dejar a su víctima a merced de su imaginación. Uno se debate entre sus temores, más tremendos que cuantos él pudiera expresar con palabras. Sobreviene la aprensión, la incertidumbre, la indecisión, la duda… Petrovsky deja que sus insinuaciones ejecuten su puerco trabajo destruyendo el valor y la voluntad de resistencia de su víctima. Jamás le deja a uno obrar por impulso propio cuando le ve fuerte. Prefiere que el tiempo mine la fuerza de sus enemigos.
—No puede obligarte a que te cases con él. Porque nunca…
— Claro que no puede! ¡Y no lo hará! Por eso no te preocupes. Aquí de lo que se trata es de defender a mi tío Iván. ¡El pobre tío! Lucharé por él, y si es necesario, regresaré a Rusia y gastaré mi fortuna en su defensa. Pero más allá de eso no puedo ir, ni iré.
—Iván no consentiría que…
-—Tendré que explicarle lo que sucede, pero me aterra la idea de ponerlo sobre ascuas. ¡Oh, Ana¡Si al menos se hubiera hundido el buque de Semyon!
* * *
Pasó el tiempo. Marina aplazaba de un día a otro la desagradable tarea de confiar la verdad a su tío. Al fin, una mañana, se levantó resuelta a hacerlo.
Había arribado por la noche un buque: el mismo que llevara a la condesa desde San Francisco. Mientras Marina desayunaba, la señora Selanova entró en su saloncito y anunció:
—El Anadir ha llegado de Kodiak. Hay mucha excitación…
—Claro. Llegará el correo de Siberia.
—Probablemente. Pero el comandante Nickolievitch, que está ahora con el gobernador, dijo a no sé quién que reservaba una sorpresa al pueblo de Sitka. Algo extraordinario. Todos bajan hacia el muelle. Arréglate pronto, si quieres llegar a tiempo. Me muero de curiosidad.
Multitud de oficiales y sus mujeres se precipitaban por la Avenida del Gobernador. Marina y su prima descendieron los anchos peldaños cavados en la roca. El gentío se dirigía al amplio barracón de troncos que constituía la dependencia portuaria del gobierno. Sobre el techo campeaban los mástiles del Anadir.
Interesante era aquel almacén cargado de mercancías y tesoros procedentes de los más distantes parajes del planeta. Se atravesaba el almacén siguiendo una ancha galería que semejaba un túnel. Le servían de muro cajones de productos marineros, fardos de mercancías y apretadas hileras de toneles que se elevaban hasta las vigas labradas que sostenían el piso superior.
También éste se hallaba atiborrado de variados géneros de todas clases. Se aspiraba un centenar de indescifrables olores. Pieles y marfiles esperaban embarque. Se veían partidas de cereales, frutas y verduras en conserva, amén de buey salado, azúcar, tabaco, ron y especias de las Indias. Todo, en resumen, lo que hace pasadera la vida a una población colonial. El ancho pasillo central, limitado a entrambos extremos por vastos rectángulos de luz solar, recordaba el umbroso acceso de un bazar oriental. Parecíale al viajero hallarse en una calle de Bagdad.
Pasada la entrada se veía al fondo, recortada sobre la brillante aureola del sol, una hilera de hombres alineados como en una parada. Hacia ellos se dirigían los excitados ciudadanos de Sitka.
No bajaban de cuarenta aquellos individuos. Evidentemente no eran soldados, porque no usaban uniforme ni llevaban armas. Sus únicos distintivos eran los hierros que les ceñían las muñecas. Iban cubiertos de harapos y de ensangrentadas vendas. Aquellos , hombres, sucios y sin afeitar, parecían la tripulación de un buque pirata.
Y eso venían a ser: contrabandistas, lobos de mar, ladrones de las remotas Aleutianas. Nickolaievitch había realizado una hazaña histórica. De un solo golpe había capturado dos bandas de merodeadores del mar.
Y dos bandas que figuraban entre las más resueltas, esquivas y destructoras de todo.
Eso y otras cosas averiguó Marina y repentinamente se sintió algo mareada. ¡Era imposible que él figurase entre aquellas maltrechas criaturas! ¡Un hombre tan precavido y despejado! Otros hombres, más atezados y de espesas cejas, eran portugueses, según aseguraba el excitado público.
Y entonces Marina vio al capitán.
Resaltaba entre los demás por su elevada estatura, incluso superior a los de los otros hombres de Boston. Adelantaba el pecho, llevaba la cabeza alta y una leve y desdeñosa sonrisa vagaba por sus labios. Cuando sus ojos se cruzaron con los de Marina sobrevino un cambio repentino en la faz de Jonathan. Inmediatamente su expresión tornó a endurecerse. Pero evidentemente el marino se había aprestado a la posibilidad de tal encuentro, porque no dio signo alguno de haber reconocido a la condesa.