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—Cuando la vi firmar en el registro «Condesa Vorachilov», exclamé: «¡Grandioso! En nuestra progresiva y jovial población se necesita un injerto de nobleza extranjera. Esta señora precisará una casa de lujo, en la que la crema de la turba de nuestros hombres de negocios y de nuestros propietarios de minas disfruten los más modernos refinamientos del lujo.

—¿Una casa? ¿Qué casa? —preguntó la condesa con voz apagada—. Esos acomodos, ¿qué significan?

—Yo tengo el lugar ideal, condesa. Una dama chilena la empezó con mucho fausto, pero los jugadores hicieron saltar su banca y la pobre mujer se pegó un tiro. Ello sucedió en mi establecimiento la semana pasada y yo me quedé con la casa como pago de lo que la difunta me debía. Allí hay cuadros, colgaduras, alfombras, muebles… Todo completo. Ni siquiera están desembalados los paquetes. ¡Tendrá usted el mejor establecimiento de América! Kitty la española quería quedarse con el negocio, repartiéndonos uno el cuarenta y otro el sesenta por ciento, y garantizándome un mínimo de mil dólares al mes.

El Concejal Akers volvió a mirar con aprobación a las jóvenes.

—Ahora bien —añadió—, si todo su personal es como la muestra, estoy dispuesto a ir a medias con usted, cobrando el cincuenta por ciento de las ganancias de cada noche.

La mujer de edad preguntó a Marina:

—¿Qué dice este hombre? No le comprendo.

Marina respondió en ruso:

—Un concejal americano es un personaje importante de la ciudad. Posee mucha influencia política. Nos supone mujeres airadas, y cree que tú regentas un burdel. Nos ofrece…

La condesa Vorachilov exhaló un grito sofocado, sus mejillas perdieron el color, y miró a su alrededor, como buscando ayuda. El impasible Piotr Suchaldin se irguió amenazador y se dirigió al orondo padre de la ciudad.

—¿Qué pasa? —inquirió.

Marina dijo al visitante:

—Se ha confundido usted. La Condesa Vorachilov va camino de Sitka para reunirse con su tío, el general Iván Vorachilov, gobernador de la América Rusa y agente de confianza de Su Majestad Imperial Alejandro II, Zar de todas las Rusias. La condesa me encarga que lo despida a usted.

—¿Es posible que no acep…?

—No, señor.

El concejal Akers no perdió su empaque ni se mostró resentido. Tampoco se excusó. Se ajustó el sombrero a la cabeza y dijo :

—Entonces, ¿por qué infiernos se hace llamar señora si es una aristócrata?

Y así, rezongando, se encaminó a la puerta.

—¿Qué decía? — preguntó la condesa, en un suave murmullo.

—Decía que su error era muy natural, porque tienes el aspecto distinguido, la exquisita ecuanimidad y el real porte de una…, ¡Pronto, Lily! El frasco de sales. La condesa se ha desmayado.

Y Marina Selanova, sin prestar atención a la inerte figura desvanecida en el diván, efectuó una cosa inesperada. Dejose caer en una silla, se pasó los brazos en torno a las piernas, y rió hasta que las lágrimas comenzaron a surcar sus lindas mejillas.

2

«Una fuente de grandes pérdidas para Vuestra Imperial Majestad y una causa de continuas vejaciones para sus leales súbditos, las constituyen los abusos de los piratas dedicados a la adquisición clandestina de pieles. Esos depredadores son en su mayoría españoles, suecos, portugueses y republicanos de Boston y otros lugares de América. Pero los más atrevidos de todos son, con mucho, los llamados Hombres de Boston.»

(Extracto de un informe anual del gobernador de la Compañía Ruso-Americana.)

A poca distancia del borde más exterior de los muelles, allí donde las calles, dejando la tierra firme, se adentran en el mar, radicaba el establecimiento de la firma Eben Cleghorn e Hijos. Era un vasto edificio, de cimientos tan sólidos como la reputación de sus propietarios. Durante generaciones y generaciones los Cleghorn habían sido auténticos príncipes de los mercaderes de Nueva Inglaterra. Trataban en multitud de artículos procedentes de todas las partes del mundo y a la vez desarrollaban un muy provechoso negocio bancario. Habían establecido una sucursal en California.

Un día penetró en aquel digno local un trío de forasteros de extraña apariencia. Tanto, que incluso llamaba la atención en las calles de San Francisco, donde nadie solía reparar en la ajena indumentaria.

Los tres individuos marchaban en fila. Nada hablaban y se limitaban a mirar a su alrededor con despierta y atenta curiosidad. El primero de los hombres era alto, joven, rubio, de anchísimos hombros y porte jactancioso. Sin atender a las multitudes que le cerraban el camino, abríase paso entre ellas, andando con paso animado y airoso. Procedía evidentemente del remoto septentrión, porque llevaba un gorro ruso y una blusa forrada de pieles y ornamentada con incrustaciones de cuentecillas indias. Aquella holgada túnica estaba ceñida a su talle por un cinturón del que pendía la vaina de un cuchillo de ancha hoja. Sus calzones, de piel de foca, brillantes como el raso, desaparecían en un buen par de botas cosacas de cuero. Llevaba muy largo el cabello, de color pajizo, y sus mejillas estaban sin afeitar. Y repitámoslo, su talante era orgulloso hasta rayar en insolente, y parecía mirar al mundo con burlón desprecio.

Sus compañeros eran tan singulares de traza como él. El que le seguía llevaba la cabeza descubierta. Era un indio aleutiano, de rostro ancho y cabello crespo y tosco que presentaba todas las evidencias de haber sido mal cortado con un instrumento de madera. Vestía las ropas propias de su raza, sin exceptuar los detalles propios del verano. Llevaba al brazo un saco de tela blanca de algodón, cuyo contenido parecía guardar cuidadosamente.

El tercero de los forasteros vestía, si posible era, aún más incongruentemente que los otros dos. Ataviábase con las raídas ropas negras de un pastor protestante de los que se dedican a las misiones a lo largo de los caminos. Su sombrero sacerdotal, de ala ancha, descolorido por la exposición a la intemperie, sombreaba una cara alargada, flaca, sardónica, de expresión doliente. Sus labios escupían de vez en cuando un chorro de jugo de tabaco. Su levita de pastor, larga hasta la rodilla, iba desabotonada, revelando un magnífico cinturón de cuero labrado a mano, con una enorme hebilla de plata. Desafiando por completo todos los respetos debidos a la dignidad clerical, a lo largo de cada una de sus perneras pendían, entre cadera y rodilla, unas fundas de piel sin curtir, mudo testimonio de que dentro anidaban sendos revólveres de seis tiros.

El conductor del trío habló al primer funcionario que encontró en el establecimiento mercantil y le preguntó por Eben Cleghorn.

El atónito empleado lo miró, dubitativo, y repuso:

—El señor Cleghorn está muy ocupado en su despacho. El «California» se hace hoy a la mar y el jefe está despachando las hojas de embarque.

El forastero, sin contestar palabra, dio un empujón al empleado y se dirigió hacia el fondo del local, sin hacer caso alguno de las protestas del indignado sujeto. Abrió de golpe la puerta del santuario de Cleghorn y allí penetró, seguido de sus camaradas.

—¿El señor Eben Cleghorn? —dijo.

—Sí, pero…

El estupefacto mercader no pudo terminar.

—Permítame presentarme.

El hombre tomó de manos de su compañero el saco de algodón blanco y extrajo de su interior la reluciente piel de un animal.

—Soy Jonathan Clark, de Boston —dijo.

Arrojó la piel sobre la lisa mesa de Cleghorn y agregó :

—Ésta es mi tarjeta.

Una enorme expresión de sorpresa se pintó en el rostro del comerciante. Miró incrédulamente el magnífico trofeo que ante él se encontraba y lo palpó con reverentes dedos. Se trataba de una piel extraordinaria, maravillosamente suave, sedosa y densa. Era de un espléndido color oscuro, o mejor, negro como la noche, más negro que el más negro matiz de sable de un escudo feudal. Sobre su superficie brillaban con argentino esplendor largos pelos, deslumbrantes como la escarcha. Ninguna piel del mundo, ningún tejido creado por los dedos del hombre, podía ser tan aterciopelado al tacto, tan opulento en su calidad y tan atractivo a la vista.