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Al saber que la encantadora condesita se había entregado a algún devaneo, pareciole verosímil que volviese a enredarse en otro, y así, en la esperanza de aprovecharlos, dio instrucciones a Golovin para que vigilase a Marina estrechamente.

Aquella misión era grata para el tenedor de libros Aquel hombre de ganchuda nariz estallaba de satisfacción cuando informó a su jefe de que Jonathan Clark había sido capturado, y de que la condesa Vorachilov le había mostrado prestamente su favor haciendo que lo trasladasen desde el barracón de la marinería a un departamento especial.

Mas eso no era todo. La misma noche de la llegada de Clark la condesa lo visitó clandestinamente. Iba disfrazada. Y ello se repitió la segunda noche y entonces la entrevista se prolongó más.

—¿Qué dice usted? —exclamó Petrovsky, pasmado ante tales noticias.

Golovin sonrió y bajó la cabeza afirmativamente. Probablemente la muchacha hubiera pasado toda la noche con el individuo si se le hubiese presentado la oportunidad.

¡Qué tremendo escándalo, no! ¡Y qué sensación si se divulgara!

El informador estaba encantado de su tarea. Parecíale que compartir con su ilustre jefe un secreto de tal envergadura establecía entre ellos una nueva y más íntima relación.

Pero su engreimiento suscitó el desagrado de Petrovsky, poco amigo de que sus secretos verdaderamente transcendentales fueran conocidos por sus subordinados. Y dada la peculiar naturaleza del presente caso, el príncipe decidió que Golovin había dejado de serle útil. El buen contador hubiera experimentado un estremecimiento de haber sabido interpretar la reacción del príncipe.

Tras someter al sujeto a un breve interrogatorio, Petrovsky anunció que él se encargaría del resto de la gestión. Y así lo hizo, comprobando, muy a su pesar, la verdad de las acusaciones de Golovin. Pero su dignidad se sentía muy humillada al tener que desempeñar el papel de su subalterno.

Hasta que no hubo escoltado a Marina hasta la cámara del Siberia, la muchacha no exteriorizó plenamente su enojo. Se frotó el brazo por el lugar donde él lo aferrara y lo miró con ojos llameantes.

—¿Con qué derecho —preguntó— me ha arrastrado usted aquí contra mi voluntad?

—Porque debemos llegar a una comprensión mutua antes de que yo vea a su tío.

—Creo que ya nos entendemos bastante bien.

Petrovsky movió la cabeza.

—No; yo no la entiendo a usted. Me asombra sobremanera que una joven de su inteligencia se olvide de sí misma hasta el punto de mezclarse en un asunto tan sórdido como el presente. Una cosa tan estéril, tan necia…

—Muy bien. ¿A qué venir a desahogar aquí su resentimiento contra mi tío Iván?

—No estoy resentido contra él —respondió Petrovsky con bastante sinceridad—. No tengo, en rigor, interés alguno por su tío. ¿Sabe él, a propósito, que suele usted visitar a ese joven americano?

—No.

—Supongo que el enterarse de ello le impresionaría aún más profundamente que a mí. Ya sé que las mujeres son necias, y no puedo reprender lo que a menudo he contribuido a fomentar. Pero, en cambio, su tío es severo como todas las personas de criterio angosto.

—Me constaba que me haría usted seguir —dijo la muchacha con amargura.

—No lo debía dudar.

—¡No dudo de nada! -—barbotó Marina— Diga donde he sido vista y lo que he hecho. Vocéelo desde lo alto del Keekor. Mi tío sabe que amo a Jonathan Clark y por lo tanto bien puede saberlo el resto del mundo.

Esta vez el asombro de Petrovsky llegó a sus límites. Pasó un momento antes de que pudiera reponerse.

—¿De manera que habla usted en serio? —dijo al fin—. ¿Es verdad que está usted enamorada? Había yo dado por hecho que se trataba de una mera aventura juvenil. Mis sentimientos hacia ese joven habían sido hasta ahora impersonales, como pueden serlo los de un esposo anciano. Pero ya veo que aquí hay algo más que un devaneo momentáneo.

—Tiene usted razón.

La impasible cara de Petrovsky palideció gradualmente. Dijo con brusquedad:

—Será para mí un placer colgar a ese hombre. Y en las horcas más altas que pueda construir. Le dejaré pendiente de ellas hasta que los cuervos le saquen los ojos y la carne le caiga de los huesos a tiras.

Marina repuso con plácida sencillez:

—Si lo hace así, puede ahorcarme a mí también. Y ahora, con su permiso, me retiro.

—Será lo mejor —concordó el príncipe—. Esperaba celebrar con usted una charla sensata acerca de los asuntos de su tío y de los nuestros, pero ninguno nos hallamos en disposición de hablar sosegadamente.

Preparose a tomar su capote. La joven dijo:

—Preferiría ir sola.

—Muy bien. Avisaré al oficial de guardia.

La joven desapareció en la húmeda noche. Durante unos instantes el príncipe permaneció absorto en sus pensamientos. Luego, llamando a uno de los tripulantes, le preguntó:

—¿Está Gerassim a bordo?

—Sí, Alteza.

—Envíalo a mi cámara.

Al entrar en ella se secó las gotas de lluvia que le salpicaban el rostro y se miró al espejo. Estaba peinándose la barba cuando Gerassim, uno de sus varios lacayos, apareció en el umbral.

—¿Sabes dónde se aloja Golovin, el contador?

—Sí, Alteza.

—Pues visítalo. Hazle salir de la cama sin que nadie se entere. Dile que quiero verlo inmediatamente.

—En seguida lo traigo, Alteza.

Petrovsky se volvió, peine en mano.

En realidad no me interesa verlo para nada. Ni ahora ni nunca. ¿Comprendes?

—Creo que sí, señor.

—Procura que nadie vuelva a verlo más. Tienes la noche entera para ello; y cuando regreses anúnciamelo. Y ahora apresúrate, porque quiero acostarme.

El príncipe reflexionó que constituía una gran fortuna el que Clark hubiera llegado a Sitka cuando lo hizo. También era satisfactorio que Marina hubiese confesado francamente su amor. Esto prometía arreglarlo todo. ¡Qué buen ánimo y qué independencia demostraba aquella muchacha a pesar de ser tan joven!

¡Y qué belleza poseía! Una vez enmudecido Golovin, no habría que temer ninguna indiscreción.

Empezaba a apuntar la aurora cuando volvió Gerassim para anunciar que su misión estaba cumplida. Petrovsky lo recompensó y se acostó sintiéndose contentó del curso que los acontecimientos habían tomado.

15

Petrovsky se levantó tarde, y supo que el general Vorachilov lo esperaba. Se vistió pausadamente y desayunó despacio.

El general, aun pasmado al saber que lo relevaban del cargo, expresó su sorpresa por el hecho de que la noticia le hubiera llegado indirectamente.

El príncipe se encogió de hombros, sin explicaciones ni comentarios. El general se encrespó:

—No creo que nuestras cuentas, revisadas por Golovin, hayan arrojado irregularidad alguna.

—No. Ni siquiera se ha terminado la revisión.

—Golovin no podrá terminarla —anunció el general—. Ha sido encontrado esta mañana con el cráneo partido.

Petrovsky fingió extrañarse de la noticia.

—¡Qué calamidad! —observó—. ¿Quién tendría interés en quitarlo del medio? ¿Y quién iba a ganar con ello nada?

—En las peculiares circunstancias presentes —respondió el irritado Vorachilov, enrojeciendo— no faltarán personas mal pensadas que me atribuyen el crimen a mí.

—¡Sería absurdo! —exclamó el príncipe, sin mucha convicción.

—No más absurdo, Alteza, que repasar mis libros esperando encontrar algún fraude en ellos.

—Nunca he dudado de su integridad, mi querido general. Supongamos que Golovin murió a manos de un marido ultrajado (suerte que puede recaer sobre cualquier hombre) y dejemos de acordarnos del asunto. Atribuyámoslo, por el momento al menos, a causas naturales. Desde luego anticipo que la comprobación de cuentas no redundará en desprestigio de usted, fuera del lamentable hecho de que la Compañía Ruso-Americana continúa siendo una empresa ruinosa.