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—Espero sinceramente que Vuestra Alteza posea el toque mágico capaz de convertirla en provechosa. Pero es una tarea que exige algo más que llevar los libros con exactitud.

El general hablaba con mal oculto resentimiento.

—Yo no soy un mago —confesó el príncipe.

Siguió una pausa muy tensa, que el general interrumpió diciendo:

— Últimamente he venido meditando un plan que, en mi opinión, podría modificar la situación seriamente.

¿Sí?

Con el orgullo del entendido Vorachilov expuso el bosquejo del plan que le propusiera Jonathan Clark. El príncipe pareció poco impresionado.

—Alaska es un país agotado —expuso Petrovsky— Sus recursos peleteros se han agotado hasta llegar a un extremo en que constituyen más una carga que un provecho. ¿Qué hay aquí? Algo de cobre, hierro de mala calidad para usos locales y carbón de muy poco rendimiento. Estos son los minerales de que disponemos. Hay pesca y madera, pero ¿quién las usa? Nadie. Baranov espumó la crema y no dejó para sus sucesores más que leche agria. Francamente, general, no tengo deseo alguno de convertirme en uno de tantos gobernadores fracasados. No he venido aquí con ese propósito.

—Marina me ha explicado el motivo de su visita.

Petrovsky continuó impertérrito:

—Es probable que yo no tuviera más éxito como gobernador que usted o los que le han precedido. No obstante, aceptaría el cargo en caso necesario.

—¿Necesario? —repitió el gobernador.

—Le diré con franqueza que no me importa este país ni quiero gobernarlo. No puedo expresar suficientemente la extensión de mi indiferencia por el pasado, el presente y el futuro de Alaska. Mis ambiciones se centran en otras direcciones. ¡Hay tantos y tan deseables puestos diplomáticos de importancia desempeñados por tontos! Preferiría dar el asunto por terminado, renunciar al ajuste de cuentas y volver a San Petersburgo con Marina.

El rostro del general se endureció.

—No permitiré que mis intereses influyan en los sentimientos de mi sobrina.

—Ello me evitaría también la triste necesidad de someter a juicio a esa desagradable amistad de su pariente. Me refiero a Jonathan Clark.

—Creo, Alteza, que Marina no aceptará un matrimonio de conveniencia.

Petrovsky frunció el ceño con impaciencia.

—Todos los matrimonios son cuestión de conveniencia por una de las partes. Nunca consideré la ruptura de Marina conmigo más que como un movimiento impulsivo. Y la creo demasiado práctica para persistir en su actitud.

—¿Y si persiste?

Petrovsky meditó en tal posibilidad.

—-Sería inconveniente para mí el que yo considerara ese desaire como una afrenta personal. No creo a Marina tan obstinada, tan insensible, tan ciega a su propio bien y al bien de los otros. Asegúrele, general, en mi nombre, que mi admiración por ella es ilimitada, y que ha crecido extraordinariamente. Añádale que me niego a tomar un «No» como respuesta. Pídale que pondere los beneficios de su aceptación y las lamentables consecuencias de su negativa. Me proponía actuar hoy, pero bien podré relevarlo mañana en caso de que me vea obligado a hacerlo.

Y concluyó:

—Por lo cual confío en que hable usted a su sobrina lo más hábilmente que pueda. Hágalo en mi nombre. Piense en lo mucho que el caso significa para todos.

* * *

Inquieto fue aquel día y de insomnio la noche para la señora Selanova, quien asistía con simpatía a la lucha y la tensión que Marina soportaba. Tanto ella como el general estaban indignados por la propuesta de Petrovsky de cerrar un trato a costa de la felicidad de la muchacha. La Selanova lo consideraba un vil ultraje, y el gobernador prohibió terminantemente a su sobrina que se casase con el príncipe, o hiciera concesión alguna que tendiese a favorecer a su tío.

Esto era muy consolador para la joven, pero no la ayudaba en nada a estudiar los medios de afrontar la principal amenaza que esgrimía Semyon. Pensar en ella daba náuseas a la condesa. El príncipe estaba en condiciones de vengarse sádicamente de Clark y ella se sentía segura de que se vengaría si no se aceptaban sus condiciones.

El general acabó reconociendo que Marina había juzgado debidamente a aquel hombre. Petrovsky era venal e implacable. Carecía de honor y de lealtad. Mala hubiese sido la situación en caso de que estuviera enamorado de la muchacha, pero ni siquiera insistía seriamente en afirmar su amor.

—Ese pillo es incapaz de amar a nadie —aseguró la señora Selanova—. Desde luego le atrae la belleza de Marina, como atraería a cualquier viejo lascivo. Los hombres de su estilo sienten una morbosa atracción hacia las jóvenes. Pero en realidad lo que él busca es el dinero de la muchacha. Insisto en que se diga: no y no.

—Concuerdo con Ana —opinó el gobernador—. No me quedaría la conciencia tranquila si participase en semejante trato.

Ninguno de los dos allegados de Marina halló, sin embargo, la manera de liberar a Clark o de utilizar otros medios para desviar al principie de su propósito. Marina se sentía como encerrada en una jaula contra cuyos barrotes se llagaban e hinchaban las manos en su esfuerzo por romperlos. ¡Ah, si pudiera ver a Jonathan! Pero de momento no se atrevía a pensar en ello siquiera.

Poco después de medianoche Marina pidió a Ana que notificase a su tío que había llegado a una decisión. A la mañana siguiente, temprano, estaba dispuesta a recibir al príncipe. Pasó el resto de la noche de rodillas ante la imagen de su cuarto, o bien paseando por él y esforzándose desesperadamente en hallar luz en el caos que llenaba su mente. Estaba preparada a todas las consecuencias de lo que se proponía hacer.

Había llorado tanto que sus ojos estaban enjutos. Así era más fácil pensar y más fácil también reparar los estragos de la borrasca que había atravesado durante la noche. Muchas cosas podían depender de ello. Comió a la fuerza un trozo de filete y luego se vistió con extraordinario cuidado. Necesitaba todas sus fuerzas para la prueba que le esperaba, y no quería sacrificar en la lucha arma alguna, por débil que fuera.

Estaba blanca como un lirio y sus ojos brillaban febrilmente cuando entró en la sala donde le esperaban los dos hombres.

Abreviando secamente los saludos de Petrovsky, empezó sin preámbulos:

—Dijo usted ayer a mi tío Iván que usted terminaría esta investigación, aprobaría sus cuentas y lo dejaría en el cargo si yo me caso con usted.

—No recuerdo haber prometido semejante cosa.

Lo ofrecido ha de ser garantizado a satisfacción del general y mía.

—¡Marina! —exclamó el gobernador.

—En primer lugar han de aprobarse todos los actos del tío Iván y darle seguridades de que continuará en el puesto.

El príncipe sonrió.

—Muy bien. ¿Significa todo eso que ha recapacitado usted?

Significa que me casaré con usted.

Otra vez protestó el general, pero ella no le atendió.

—Pero me casaré con ciertas condiciones.

—No tiene usted más que mencionarlas, querida —repuso afablemente Petrovsky.

Las expondré por orden. Primero, el capitán Clark y su tripulación han de ser liberados inmediatamente.

Sobrevino una pausa embarazosa que el general interrumpió, preguntando:

—¿Cómo cabe hacer eso si se les ha apresado con un cargamento de pieles robadas?

—Semyon viene enviado por el Zar y tiene facultades para hacer eso y cuanto se le antoje. ¿Acaso la ley escrita es más sagrada que la no escrita? Porque hemos de advertir que Semyon está procediendo con tanta audacia y tan pocos escrúpulos como Jonathan Clark.

Petrovsky dijo con voz lenta:

—Eso podría arreglarse. Ya esperaba yo que fuese la primera de las condiciones.

La agitación del gobernador iba en aumento.

—Si de mí ha de depender el indulto… —empezó.

—Deje eso a mi cargo —atajó el príncipe—. ¿Qué más quiere, Marina? —preguntó mirándola fijamente.

Ella se hallaba sentada en el brazo del sillón que días atrás ocupara Clark. Sus manos menudas acariciaban el mueble que habían tocado las de su adorado

Marina comenzó:

—Como esta es la última vez que puedo hablar libremente, me cabe ser completamente sincera. Hágolo así, príncipe, porque sé también que nada lo apartará a usted de su decisión. No basta que Clark salga libre. Justo es que se le indemnice de que yo me haga princesa a sus expensas. Deseo que nunca vuelva a hallarse en la situación presente. Clark ha discutido con el tío Iván un plan para la explotación de la producción peletera mediante arriendo a una Compañía privada. Al parecer el asunto resultaría provechoso. Yo quiero que ese arriendo se conceda a Jonathan Clark.

Petrovsky no dijo nada. El general protestó débilmente:

—Hemos hablado de arrendar el monopolio de las islas a una compañía formada por compatriotas nuestros.

—¿Y por qué no puede arrendarse a una compañía americana?

—¡Marina! Ese hombre es un proscrito.

—No. Es un aventurero. Un viajero. Un explorador. Es otro Vitus Behring, otro Baranov, y además tiene el corazón concentrado en un solo objetivo: la organización de la producción de pieles de un modo racional.

Contempló los rostros de sus interlocutores y experimentó una singular satisfacción al agregar:

—¿Verdad que parece fantástico?

Hablaba burlonamente. Siguió:

—Bien. Por una vez soy yo quien empuña las riendas. Si me las arrebatan, un vuelco podría ser fatal. En cuanto a usted, tío Iván, no puede firmar la concesión de ese monopolio, que con sólo su firma sería un papel mojado. Con toda certeza se cancelaría. Y el resultado sería seguramente su destitución. En todo caso el documento ha de ir a la capital para ser aprobado. Pero Semyon está aquí en nombre de Su Majestad. Que lo que haya de hacer lo haga pronto y en forma que no permita revocaciones.

—¡Querida Marina! La idea de entrar en tratos con un proscrito es absurda. Las islas foqueras valen muchos millones.

-—Pues cuanto más valgan, más provecho habrá para la Corona. Todo eso ya está discutido. Establezca, usted, Semyon, una cantidad razonable por el arriendo. Eso era lo que el capitán Clark pedía… ¿Qué dice usted, Semyon?

—Que tiene usted demasiado cerebro para ser mujer —respondió acremente el príncipe.

—Bien, sí… Pero piense asimismo en mi encanto, y mis gracias sociales, sin hablar de la fortuna de mi familia, una de las más considerables de nuestro país. Buena falta le hará el dinero para prosperar en su carrera. Ya sabe que todo el mío puede invertirlo en la consecución de sus ambiciones siempre que se me conceda lo que he pedido antes.

—Pero obrar así con Clark —indicó el general— es como ofrecer una fortuna a un pordiosero.

—¡Bah! —exclamó Su Alteza—. Por mí se puede quedar en arriendo con toda esta miserable Alaska, si 1o, desea. Me disgusta el interés que muestra Marina por ese hombre, al que me complacería en ahorcar; pero una vez sufrida esa decepción, me tiene sin cuidado lo que sea de él en el futuro. Puede llegarse a un acuerdo sobre lo del arriendo.

La condesa prosiguió:

—Una cosa más. Clark no ha de saber que yo soy la autora de su destino. No lo debe sospechar en la vida. Porque no es hombre, ¿comprende?, que se venda por un puñado de pieles. No sé, príncipe, cómo puede usted soportar tan colosal desilusión. Me tiene sin cuidado que usted pueda hacerlo o no sin avergonzarse ante sí mismo. Pero ha de mantenerse a Clark en total ignorancia de la verdad, porque en ello radica toda la esencia de este asunto tan delicado. Mas ha de inventar usted un procedimiento. Hombres de su habilidad deben ser capaces de aceptar una cosa conveniente cuando se les ofrece. Pero decídase pronto o temo que me falte el valor para mantener mi oferta.

Salió de la habitación con la cabeza muy alta. Cuando llegó a sus habitaciones, toda su compostura había desaparecido y una vez más las lágrimas afluían a sus ojos.

La señora Selanova, oyendo sollozar a su sobrina, entró en su dormitorio y la encontró tendida sobre el lecho; Esforzose en consolarla, pero Marina gritó:

—¡Vete! ¡Vete! ¡No me toques! ¡No soy digna de que me toque nadie!