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—Eso podría arreglarse. Ya esperaba yo que fuese la primera de las condiciones.

La agitación del gobernador iba en aumento.

—Si de mí ha de depender el indulto… —empezó.

—Deje eso a mi cargo —atajó el príncipe—. ¿Qué más quiere, Marina? —preguntó mirándola fijamente.

Ella se hallaba sentada en el brazo del sillón que días atrás ocupara Clark. Sus manos menudas acariciaban el mueble que habían tocado las de su adorado

Marina comenzó:

—Como esta es la última vez que puedo hablar libremente, me cabe ser completamente sincera. Hágolo así, príncipe, porque sé también que nada lo apartará a usted de su decisión. No basta que Clark salga libre. Justo es que se le indemnice de que yo me haga princesa a sus expensas. Deseo que nunca vuelva a hallarse en la situación presente. Clark ha discutido con el tío Iván un plan para la explotación de la producción peletera mediante arriendo a una Compañía privada. Al parecer el asunto resultaría provechoso. Yo quiero que ese arriendo se conceda a Jonathan Clark.

Petrovsky no dijo nada. El general protestó débilmente:

—Hemos hablado de arrendar el monopolio de las islas a una compañía formada por compatriotas nuestros.

—¿Y por qué no puede arrendarse a una compañía americana?

—¡Marina! Ese hombre es un proscrito.

—No. Es un aventurero. Un viajero. Un explorador. Es otro Vitus Behring, otro Baranov, y además tiene el corazón concentrado en un solo objetivo: la organización de la producción de pieles de un modo racional.

Contempló los rostros de sus interlocutores y experimentó una singular satisfacción al agregar:

—¿Verdad que parece fantástico?

Hablaba burlonamente. Siguió:

—Bien. Por una vez soy yo quien empuña las riendas. Si me las arrebatan, un vuelco podría ser fatal. En cuanto a usted, tío Iván, no puede firmar la concesión de ese monopolio, que con sólo su firma sería un papel mojado. Con toda certeza se cancelaría. Y el resultado sería seguramente su destitución. En todo caso el documento ha de ir a la capital para ser aprobado. Pero Semyon está aquí en nombre de Su Majestad. Que lo que haya de hacer lo haga pronto y en forma que no permita revocaciones.

—¡Querida Marina! La idea de entrar en tratos con un proscrito es absurda. Las islas foqueras valen muchos millones.

-—Pues cuanto más valgan, más provecho habrá para la Corona. Todo eso ya está discutido. Establezca, usted, Semyon, una cantidad razonable por el arriendo. Eso era lo que el capitán Clark pedía… ¿Qué dice usted, Semyon?

—Que tiene usted demasiado cerebro para ser mujer —respondió acremente el príncipe.

—Bien, sí… Pero piense asimismo en mi encanto, y mis gracias sociales, sin hablar de la fortuna de mi familia, una de las más considerables de nuestro país. Buena falta le hará el dinero para prosperar en su carrera. Ya sabe que todo el mío puede invertirlo en la consecución de sus ambiciones siempre que se me conceda lo que he pedido antes.

—Pero obrar así con Clark —indicó el general— es como ofrecer una fortuna a un pordiosero.

—¡Bah! —exclamó Su Alteza—. Por mí se puede quedar en arriendo con toda esta miserable Alaska, si 1o, desea. Me disgusta el interés que muestra Marina por ese hombre, al que me complacería en ahorcar; pero una vez sufrida esa decepción, me tiene sin cuidado lo que sea de él en el futuro. Puede llegarse a un acuerdo sobre lo del arriendo.

La condesa prosiguió:

—Una cosa más. Clark no ha de saber que yo soy la autora de su destino. No lo debe sospechar en la vida. Porque no es hombre, ¿comprende?, que se venda por un puñado de pieles. No sé, príncipe, cómo puede usted soportar tan colosal desilusión. Me tiene sin cuidado que usted pueda hacerlo o no sin avergonzarse ante sí mismo. Pero ha de mantenerse a Clark en total ignorancia de la verdad, porque en ello radica toda la esencia de este asunto tan delicado. Mas ha de inventar usted un procedimiento. Hombres de su habilidad deben ser capaces de aceptar una cosa conveniente cuando se les ofrece. Pero decídase pronto o temo que me falte el valor para mantener mi oferta.

Salió de la habitación con la cabeza muy alta. Cuando llegó a sus habitaciones, toda su compostura había desaparecido y una vez más las lágrimas afluían a sus ojos.

La señora Selanova, oyendo sollozar a su sobrina, entró en su dormitorio y la encontró tendida sobre el lecho; Esforzose en consolarla, pero Marina gritó:

—¡Vete! ¡Vete! ¡No me toques! ¡No soy digna de que me toque nadie!

16

Clark pensó para sí que vivía en una época de milagros. Desde entonces en adelante lo extraordinario sería corriente y nada le podría sorprender. En el breve espacio de una hora su fortuna había prosperado tan inesperadamente, que se sentía atónito.

El general Vorachilov volvió a interrogarlo, pero no en el despacho de la ciudadela de troncos. Esta vez se dirigió, solo, a la celda de Clark. Comenzó su asombroso discurso con el brusco aserto de que imprevistos acontecimientos habían alterado la situación en términos tales, que la presencia de Clark y de sus hombres en Sitka había venido a constituir más que un motivo de satisfacción, un estorbo para el gobierno colonial. Ello explicaba las irregulares circunstancias en que se celebraba aquella entrevista.

El general explicó que un importante funcionario —el príncipe Semyon Petrovsky—. había llegado de San Petersburgo con autoridad directa para poner en ejecución ciertas medidas de vasto alcance estimuladas por el nuevo Zar. Algunas eran de tipo puramente interno; otras de carácter más vasto. El príncipe había mostrado vivo interés por la propuesta de Clark. Le parecía conveniente la idea de poder obtener más provechos de las islas Pribilov, pero antes de decidir en definitiva, necesitaba nuevos informes.

Por ejemplo, ¿qué cantidad podría exigir el gobierno por la concesión del monopolio solicitado? ¿Qué garantías de fiel cumplimiento darían los adquiridores de la concesión? ¿Qué cantidad de pieles podría recogerse cada año sin merma de los rebaños de focas? Ésas eran unas cuantas de las preguntas a las que había que responder.

Ya que Clark había hecho un cuidadoso estudio del asunto, convendría que volviera a bosquejar el plan, en forma de datos y cifras, mientras el general tomaba notas. Redundaría mucho en provecho de Clark, apuntó el general significativamente, cooperar en la máxima medida posible, a fin de que Su Alteza pudiera tomar una decisión.

El marino se aprovechó inmediatamente de aquella ventaja, por ligera que pareciese ser. Si el embajador del Zar deseaba desembarazarse realmente de él y de sus hombres, no debía él, por nada del mundo, desalentar tan laudable deseo.

Después de escuchar pacientemente a Clark y anotar los datos que le daba, el general habló en términos comunes, aunque con un obvio esfuerzo para medir sus palabras:

Rusia, dijo, acababa de salir de una guerra desastrosa. La política europea estaba en una situación de tan crítico equilibrio que el Zar consideraba imperativo mantener relaciones cordiales con ciertas potencias amigas. El mayor deseo del Zar consistía en fomentar las amistosas relaciones a la sazón existentes entre Rusia y los Estados Unidos de Norteamérica, la más cercana vecina del único dominio colonial de Rusia. Esa colonia había mantenido un creciente comercio con la costa americana del Pacífico, pero tal tráfico había sufrido una grave contracción desde el descubrimiento de oro en California. De manera que procedía restablecer a toda costa un comercio a la sazón reducido a la nada.

Estas razones habían motivado que el príncipe Petrovsky se sintiera muy disgustado por la situación con que se encontró a su llegada, ya que alcanzaba a algo más que al mero castigo de algunos piratas de pieles. Amplias eran las perspectivas que se habían de examinar. Clark y su tripulación eran americanos.